SAN JERÓNIMO
Fiesta 30 Septiembre
Uno de los cuatro
Doctores
originales de la Iglesia
Latina.
Padre de las ciencias bíblicas y traductor de la Biblia al latín. Presbítero, hombre de vida
ascética, eminente literato.
(347-420)
Ver de
sus escritos:
Convertíos a mí -de su comentario sobre el profeta Joel
Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo
En breve:
Nació en Estridón (Dalmacia) hacia el año 340; estudió en Roma y
allí fue bautizado. Abrazó la vida ascética, marchó al Oriente y fue ordenado
presbítero. Volvió a Roma y fue secretario del papa Dámaso. Fue en esta época
cuando empezó su traducción latina de la Biblia. También promovió la vida
monástica. Más tarde, se estableció en Belén, donde trabajó mucho por el bien de
la Iglesia. Escribió gran cantidad de obras, principalmente comentarios de la
sagrada Escritura. Murió en Belén el año 420.
San Jerónimo
Audiencias de Benedicto XVI:
7 de noviembre y
14 de noviembre, 2007
Síntesis de las audiencias sobre S. Jerónimo:
San Jeronimo:
-"Ignorar
la Escritura es ignorar a Cristo"
-"¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las
cuales se aprende a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?"
-"Estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro" "yo sé que sobre
esta piedra está edificada la Iglesia".
La Biblia, instrumento «con el que cada día Dios habla
a los fieles, se convierte de este modo en estímulo y manantial de la vida
cristiana para todas las situaciones y para toda persona».
Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si rezas --escribe a una joven noble
de Roma--hablas con el Esposo; si lees, es Él quien te habla».
Como
interpretar la Biblia
«un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las
Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia».
«Por nosotros mismos nunca podemos leer la Escritura. Encontramos demasiadas
puertas cerradas y caemos en errores. La Biblia fue escrita por el Pueblo de
Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo»
«Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente con el
“nosotros” en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere decir».
«Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en
armonía con la fe de la Iglesia católica».
La lectura de la Escritura lleva al santo a entregarse a los demás: es necesario
«vestir a Cristo en los pobres, visitarle en los que sufren, darle de comer en
los hambrientos, cobijarle en los que no tienen un techo».
La Palabra de Dios «indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los
secretos de la santidad».
Vida de San JERÓNIMO (Eusebius Hieronymus Sophronius), el Padre de la Iglesia que más estudió
las Sagradas Escrituras, nació alrededor del año 342, en Stridon, una población
pequeña situada en los confines de la región dálmata de Panonia y el territorio de
Italia, cerca de la ciudad de Aquilea. Su padre tuvo buen cuidado de que se instruyese en
todos los aspectos de la religión y en los elementos de las letras y las
ciencias,
primero en el propio hogar y, más tarde, en las escuelas de Roma. En la gran ciudad,
Jerónimo tuvo como tutor a Donato, el famoso gramático pagano. En poco tiempo, llegó a
dominar perfectamente el latín y el griego (su lengua natal era el ilirio), leyó a los
mejores autores en ambos idiomas con gran aplicación e hizo grandes progresos en la
oratoria; pero como había quedado falto de la guía paterna y bajo la tutela de un
maestro pagano, olvidó algunas de las enseñanzas y de las devociones que se le habían
inculcado desde pequeño. A decir verdad, Jerónimo terminó sus años de
estudio, sin
haber adquirido los grandes vicios de la juventud romana, pero desgraciadamente ya era
ajeno al espíritu cristiano y adicto a las vanidades, lujos y otras debilidades, como
admitió y lamentó amargamente años más tarde. Por otra parte, en Roma recibió el
bautismo (no fue catecúmeno hasta que cumplió más o menos los dieciocho años )y, como
él mismo nos lo ha dejado dicho, "teníamos la costumbre, mis amigos y yo de la
misma edad y gustos, de visitar, los domingos, las tumbas de los mártires y de los
apóstoles y nos metíamos a las galerías subterráneas, en cuyos muros se conservan las
reliquias de los muertos". Después de haber pasado tres años en Roma, sintió el
deseo de viajar para ampliar sus conocimientos y, en compañía de su amigo
Bonoso, se fue
hacia Tréveris. Ahí fue donde renació impetuosamente el espíritu religioso que siempre
había estado arraigado en el fondo de su alma y, desde entonces, su corazón se entregó
enteramente a Dios.
En el año de 370, Jerónimo se estableció temporalmente en Aquilea donde el
obispo,
San Valeriano, se había atraído a tantos elementos valiosos, que su clero era famoso en
toda la Iglesia de occidente. Jerónimo tuvo amistad con varios de aquellos
clérigos,
cuyos nombres aparecen en sus escritos. Entre ellos se encontraba San Cromacio, el
sacerdote que sucedió a Valeriano en la sede episcopal, sus dos hermanos, los diáconos
Joviniano y Eusebio, San Heliodoro y su sobrino Nepotiano y, sobre todo, se hallaba ahí
Rufino, el que fue, primero, amigo del alma de Jerónimo y, luego, su encarnizado
opositor. Ya para entonces, Rufino provocaba contradicciones y violentas
discusiones, con
lo cual comenzaba a crearse enemigos. Al cabo de dos años, algún conflicto, sin duda
más grave que los otros, disolvió al grupo de amigos, y Jerónimo decidió retirarse a
alguna comarca lejana ya que Bonoso, el que había sido compañero suyo de estudios y de
viajes desde la infancia, se fue a vivir en una isla desierta del Adriático.
Jerónimo,
por su parte, había conocido en Aquilea a Evagrio, un sacerdote de Antioquía con
merecida fama de ciencia y virtud, quien despertó el interés del joven por el
oriente, y
hacia allá partió con sus amigos Inocencio, Heliodoro e Hylas, éste último había sido
esclavo de Santa Melania.
Jerónimo llegó a Antioquía en 374 y ahí permaneció durante cierto
tiempo.
Inocencio e Hylas fueron atacados por una grave enfermedad y los dos murieron; Jerónimo
también estuvo enfermo, pero sanó. En una de sus cartas a Santa Eustoquio le cuenta que
en el delirio de su fiebre tuvo un sueño en el que se vio ante el trono de Jesucristo
para ser juzgado. Al preguntársele quién era, repuso que un cristiano.
"¡Mientes!", le replicaron. "Tú eres un ciceroniano, puesto que donde
tienes tu tesoro está también tu corazón". Aquella experiencia produjo un profundo
efecto en su espíritu y su encuentro con San Maleo, cuya extraña historia se relata en
esta obra en la fecha del 21 de octubre, ahondó todavía más el sentimiento. Corno
consecuencia de aquellas emociones, Jerónimo se retiró a las salvajes soledades de
Calquis, un yermo inhóspito al sureste de Antioquía, donde pasó cuatro años en
diálogo con su alma. Ahí soportó grandes sufrimientos a causa de los quebrantos de su
salud, pero sobre todo, por las terribles tentaciones carnales.
"En el rincón remoto de un árido y salvaje desierto", escribió años más
tarde a Santa Eustoquio, "quemado por el calor de un sol tan despiadado que asusta
hasta a los monjes que allá viven, a mi me parecía encontrarme en medio de los deleites
y las muchedumbres de Roma ... En aquel exilio y prisión a los que, por temor al
infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los escorpiones y
las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las danzas de las
bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía el rostro escuálido por
el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques del deseo; en mi cuerpo frío y
en mi carne enjuta, que parecía muerta antes de morir, la pasión tenía aún
vida. A
solas con aquel enemigo, me arrojé en espíritu a los pies de Jesús, los bañé con mis
lágrimas y, al fin, pude domar mi carne con los ayunos durante semanas enteras. No me
avergüenzo al revelar mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que
entonces fui. Con mucha frecuencia velaba del ocaso al alba entre llantos y golpes en el
pecho, hasta que volvía la calma". De esta manera pone Dios a prueba a sus
siervos,
de vez en cuando; pero sin duda que la existencia diaria de San Jerónimo en el
desierto,
era regular, rnonótona y tranquila. Con el fin de contener y prevenir las rebeliones de
la carne, agregó a sus mortificaciones corporales el trabajo del estudio constante y
absorbente, con el que esperaba frenar su imaginación desatada. Se propuso aprender el
hebreo. "Cuando mi alma ardía con los malos pensamientos", dijo en una carta
fechada en el año 411 y dirigida al monje Rústico, "como último recurso, me hice
alumno de un monje que había sido judío, a fin de que me enseñara el alfabeto
hebreo. Así, de las juiciosas reglas de Quintiliano, la florida elocuencia de
Cicerón, el grave
estilo de Fronto y la dulce suavidad de Plinio, pasé a esta lengua de tono siseante y
palabras entrecortadas. ¡Cuánto trabajo me costó aprenderla y cuántas dificultades
tuve que vencer! ¡Cuántas veces dejé el estudio, desesperado y cuántas lo
reanudé!
Sólo yo que soporté la carga puedo ser testigo, yo y también los que vivían junto a
mí. Y ahora doy gracias al Señor que me permite recoger los dulces frutos de la semilla
que sembré durante aquellos amargos estudios". No obstante su tenaz aprendizaje del
hebreo, de tanto en tanto se daba tiempo para releer a los clásicos paganos.
Por aquel entonces, la Iglesia de Antioquía sufría perturbaciones a causa de las
disputas doctrinales y disciplinarias. Los monjes del desierto de Calquis también tomaron
partido en aquellas disensiones e insistían en que Jerónimo hiciese lo propio y se
pronunciase sobre los asuntos en discusión. El habría preferido mantenerse al margen de
las disputas, pero de todas maneras, escribió dos cartas a San Dámaso, que ocupaba la
sede pontificia desde el año 366, a fin de consultarle sobre el particular y preguntarle
hacia cuáles tendencias se inclinaba. En la primera de sus cartas dice: "Estoy unido
en comunión con vuestra santidad, o sea con la silla de Pedro; yo sé que, sobre esa
piedra, está construida la Iglesia y quien coma al Cordero fuera de esa santa casa, es un
profano. El que no esté dentro del arca, perecerá en el diluvio. No conozco a
Vitalis;
ignoro a Melesio; Paulino es extraño para mí. Todo aquel que no recoge con vos,
derrama,
y el que no está con Cristo, pertenece al anticristo... Ordenadme, si tenéis a
bien, lo
que yo debo hacer". Como Jerónimo no recibiese pronto una respuesta, envió una
segunda carta sobre el mismo asunto. No conocemos la contestación de San
Dámaso, pero es
cosa cierta que el Papa y todo el occidente reconocieron a Paulino como obispo de
Antioquía y que Jerónimo recibió la ordenación sacerdotal de manos del
Pontífice,
cuando al fin se decidió a abandonar el desierto de Calquis. El no deseaba la ordenación
(nunca celebró el santo sacrificio) y, si consintió en recibirla, fue bajo la condición
de que no estaba obligado a servir a tal o cual iglesia con el ejercicio de su
ministerio;
sus inclinaciones le llamaban a la vida monástica de reclusión. Poco después de recibir
las órdenes, se trasladó a Constantinopla a fin de estudiar las Sagradas Escrituras bajo
la dirección de san Gregorio Nazianceno. En muchas partes de sus escritos Jerónimo se
refiere con evidente satisfacción y gratitud a aquel período en que tuvo el honor de que
tan gran maestro le explicase la divina palabra. En el año de 382, San Gregorio abandonó
Constantinopla, y Jerónimo regresó a Roma, junto con Paulino de Antioquía y San
Epifanio, para tomar parte en el concilio convocado por San Dámaso a fin de discutir el
cisma de Antioquía. Al término de la asamblea, el Papa lo detuvo en Roma y lo empleó
como a su secretario. A solicitud del Pontífice y de acuerdo con los textos
griegos,
revisó la versión latina de los Evangelios que "había sido desfigurada con
transcripciones falsas, correcciones mal hechas y añadiduras descuidadas". Al mismo
tiempo, hizo la primera revisión al salterio en latín.
Al mismo tiempo que desarrollaba aquellas actividades
oficiales, alentaba y dirigía el
extraordinario florecimiento del ascetismo que tenía lugar entre las más nobles damas
romanas. Entre ellas se encuentran muchos nombres famosos en la antigua
cristiandad, corno
el de Santa Marcela, a quien nos referimos en esta obra el 31 de enero, junto con su
hermana Santa Asela y la madre de ambas, Santa Albina; Santa Léa, Santa Melania la Mayor,
la primera de aquellas damas que hizo una peregrinación a Tierra Santa; Santa Fabiola (27
de diciembre), Santa Paula (26 de enero) y sus
hijas, Santa Blesila y Santa Eustoquio (28
de septiembre). Pero al morir San Dámaso, en el año de 384, el secretario quedó sin
protección y se encontró, de buenas a primeras, en una situación difícil. En sus dos
años de actuación pública, había causado profunda impresión en Roma por su santidad
personal, su ciencia y su honradez, pero precisamente por eso, se había creado
antipatías entre los envidiosos, entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes
había condenado vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena
voluntad,
que se ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus ingeniosos
sarcasmos. Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de Blesila, la viuda
joven,
rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para consagrarse al servicio de
Dios,
Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a la sociedad pagana y a la vida mundana y,
en contraste con la modestia y recato de que Blesila hacía ostentación, atacó a
aquellas damas "que se pintan las mejillas con púrpura y los párpados con
antimonio; las que se echan tanta cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado
blanco, deja de ser humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de
descuido o de debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una
piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que el paso de
los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en sus cabezas el pelo
de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida juventud sobre las arrugas de la
edad y fingen timideces de doncella en medio del tropel de sus nietos". No se mostró
menos áspero en sus críticas a la sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre
la virginidad que escribió a Santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a
ciertos elementos del clero. "Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus
ropas ... Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa más que
en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que hacen dentro de
ellas". Después de semejante proemio, describe a cierto clérigo en particular, que
detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir y usa su lengua en forma
bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a Santa Marcela en relación con cierto
caballero que se suponía, erróneamente, blanco de sus ataques. "Yo me divierto en
grande y me río de la fealdad de los gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo
toma todo para sí mismo ... Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase
esconder su nariz y mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien parecido y
sabio".
A nadie le puede extrañar que, por justificadas que fuesen sus
críticas, causasen
resentimientos tan sólo por la manera de expresarlas. En consecuencia, su propia
reputación fue atacada con violencia y su modestia, su sencillez, su manera de caminar y
de sonreír fueron, a su vez, blanco de los ataques de los demás. Ni la reconocida virtud
de las nobles damas que marchaban por el camino del bien bajo su dirección, ni la forma
absolutamente discreta de su comportamiento, le salvaron de las calumnias. Por toda Roma
circularon las murmuraciones escandalosas respecto a las relaciones de San Jerónimo con
Santa Paula. Las cosas llegaron a tal extremo, que el santo, en el colmo de la
indignación, decidió abandonar Roma y buscar algún retiro tranquilo en el
oriente.
Antes de partir, escribió una hermosa apología en forma de carta dirigida a Santa
Asela.
"Saluda a Paula y a Eustoquio, mías en Cristo, lo quiera el mundo o no lo
quiera", concluye aquella epístola. "Diles que todos compareceremos ante el
trono de Jesucristo para ser juzgados, y entonces se verá en qué espíritu vivió cada
uno de nosotros". En el mes de agosto del año 385, se embarcó en Porto y, nueve
meses más tarde, se reunieron con él en Antioquía, Paula, Eustoquio y las otras damas
romanas que habían resuelto compartir con él su exilio voluntario y vivir como
religiosas en Tierra Santa. Por indicaciones de Jerónimo, aquellas mujeres se
establecieron en Belén y Jerusalén, pero antes de enclaustrarse, viajaron por Egipto
para recibir consejo de los monjes de Nitria y del famoso Dídimo, el maestro ciego de la
escuela de Alejandría.
Gracias a la generosidad de Paula, se construyó un monasterio para hombres, próximo a
la basílica de la Natividad, en Belén, lo mismo que otros edificios para tres
comunidades de mujeres. El propio Jerónimo moraba en una amplia caverna, vecina al sitio
donde nació el Salvador. En aquel mismo lugar estableció una escuela gratuita para
niños y una hostería, "de manera que", como dijo Santa Paula, "si José y
María visitaran de nuevo Belén, habría donde hospedarlos". Ahí, por lo
menos,
transcurrieron algunos años en completa paz. "Aquí se congregan los ilustres galos
y tan pronto como los británicos, tan alejados de nuestro mundo, hacen algunos progresos
en la religión, dejan las tierras donde viven y acuden a éstas, a las que sólo conocen
por relaciones y por la lectura de las Sagradas Escrituras. Lo mismo sucede con los
armenios, los persas, los pueblos de la India y de Etiopía, de Egipto, del
Ponto, Capadocia, Siria y Mesopotamia. Llegan en tropel hasta aquí y nos ponen ejemplo en todas
las virtudes. Las lenguas difieren, pero la religión es la misma. Hay tantos grupos
corales para cantar los salmos como hay naciones ... Aquí tenemos pan y las hortalizas
que cultivamos con nuestras manos; tenemos leche y los animales nos dan alimento sencillo
y saludable. En el verano, los árboles proporcionan sombra y frescura. En el
otoño, el
viento frío que arrastra las hojas, nos da la sensación de quietud. En primavera,
nuestras salmodias son más dulces, porque las acompañan los trinos de las aves. No nos
falta leña cuando la nieve y el frío del invierno, nos caen encima. Dejémosle a Roma
sus multitudes; le dejaremos sus arenas ensangrentadas, sus circos enloquecidos, sus
teatros empapados en sensualidad y, para no olvidar a nuestros amigos, le dejaremos
también el cortejo de damas que, reciben sus diarias visita.
Pero no por gozar de aquella paz, podía Jerónimo quedarse callado y con los brazos
cruzados cuando la verdad cristiana estaba amenazada. En Roma había escrito un libro
contra Helvidio sobre la perpetua virginidad de la Santísima Virgen María, ya que aquél
sostenía que, después del nacimiento de Cristo, Su Madre había tenido otros hijos con
José. Este y otros errores semejantes fueron de nuevo puestos en boga por las doctrinas
de un tal Joviniano. San Pamaquio, yerno de Santa Paula, lo mismo que otros hombres
piadosos de Antioquía, se escandalizaron con aquellas ideas y enviaron los escritos de
Joviniano a San Jerónimo y éste, como respuesta, escribió dos libros contra aquél en
el año de 393. En el primero, demostraba las excelencias de la virginidad cuando se
practicaba por amor a la virtud, lo que había sido negado por Joviniano, y en el segundo
atacó los otros errores. Los tratados fueron escritos con el estilo recio,
característico de Jerónimo, y algunas de sus expresiones les parecieron a las gentes de
Roma demasiado duras y denigrantes para la dignidad del matrimonio. San Pamaquio y otros
con él, se sintieron ofendidos y así se lo notificaron a Jerónimo; entonces, éste
escribió la Apología a Pamaquio, conocida también corno el tercer libro contra
Joviniano, en un tono que, seguramente, no dio ninguna satisfacción a sus
críticos.
Pocos años más tarde, Jerónimo tuvo que dedicar su atención a Vigilancio -a quien
sarcásticamente llama Dormancio-, un sacerdote galo romano que desacreditaba el celibato
y condenaba la veneración de las reliquias hasta el grado de llamar a los que la
practicaban, idólatras y adoradores de cenizas. En su respuesta, Jerónimo le
dijo:
"Nosotros no adoramos las reliquias de los mártires, pero sí honramos a aquellos
que fueron mártires de Cristo para poder adorarlo a El. Honramos a los siervos para que
el respeto que les tributamos se refleje en su Señor". Protestó contra las
acusaciones de que la adoración a los mártires era idolatría, al demostrar que los
cristianos jamás adoraron a los mártires como a dioses y, a fin de probar que los santos
interceden por nosotros, escribió: "Si es cierto que cuando los apóstoles y los
mártires vivían aún sobre la tierra, podían pedir por otros hombres, y con cuánta
mayor eficacia podrán rogar por ellos después de sus victorias! ¿Tienen acaso menos
poder ahora que están con Jesucristo?" Defendió el estado monástico y dijo
que, al
huir de las ocasiones y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su
propia debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta junto a
una serpiente. Con frecuencia se refiere Jerónimo a los santos que interceden por
nosotros en el cielo. A Heliodoro lo comprometió a rezar por él cuando estuviese en la
gloria y a Santa Paula le dijo, en ocasión de la muerte de su hija Blesila: "Ahora
eleva preces ante el Señor por ti y obtiene para mí el perdón de mis culpas".
Del año 395 al 400, San Jerónimo hizo la guerra a la doctrina de Orígenes y,
desgraciadamente, en el curso de la lucha, se rompió su amistad de veinticinco años con
Rufino. Tiempo atrás le había escrito a éste la declaración de que "una amistad
que puede morir nunca ha sido verdadera", lo mismo que, mil doscientos años más
tarde, diría Shakespeare de esta manera:
... Love is not love which alters when its alteration finds or bends with the remover
to remove.
(No es amor el amor que se altera ante un tropiezo o se dobla ante el
peligro)
Sin embargo, el afecto de Jerónimo por Rufino debió ceder ante el
celo del santo por defender la verdad. Jerónimo, corno escritor, recurría continuamente
a Orígenes y era un gran admirador de su erudición y de su estilo, pero tan pronto como
descubrió que en el oriente algunos se habían dejado seducir por el prestigio de su
nombre y habían caído en gravísimos errores, se unió a San Epifanio para combatir con
vehemencia el mal que amenazaba con extenderse. Rufino, que vivía por entonces en un
monasterio de Jerusalén, había traducido muchas de las obras de Orígenes al latín y
era un entusiasta admirador suyo, aunque no por eso debe creerse que estuviese dispuesto a
sostener las herejías que, por lo menos materialmente, se hallan en los escritos de
Orígenes. San Agustín fue uno de los hombres buenos que resultaron afectados por las
querellas entre Orígenes y Jerónimo, a pesar de que nadie mejor que él estaba en
posición de comprender suyas eran, necesariamente, enemigos de la Iglesia. Al tratarse de
defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la moderación. Era fácil que
se dejase arrastrar por la cólera o por la indignación, pero también se arrepentía con
extraordinaria rapidez de sus exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en
la que el Papa Sixto V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba
el pecho con una piedra. "Haces bien en utilizar esa piedra", dijo el Pontífice
a la imagen, "porque sin ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado".
Pero sus denuncias, alegatos y
controversias, por muy necesarios y
brillantes que hayan sido, no constituyen la parte más importante de sus
actividades.
Nada dio tanta fama a San Jerónimo como sus obras críticas sobre las Sagradas
Escrituras. Por eso, la Iglesia le reconoce como a un hombre especialmente elegido por
Dios y le tiene por el mayor de sus grandes doctores en la exposición, la explicación y
el comentario de la divina palabra. El Papa Clemente VIII no tuvo escrúpulos en afirmar
que Jerónimo tuvo la asistencia divina al traducir la Biblia. Por otra parte, nadie mejor
dotado que él para semejante trabajo: durante muchos años había vivido en el escenario
mismo de las Sagradas Escrituras, donde los nombres de las localidades y las costumbres de
las gentes eran todavía los mismos. Sin duda que muchas veces obtuvo en Tierra Santa una
clara representación de diversos acontecimientos registrados en las Escrituras. Conocía
el griego y el arameo, lenguas vivas por aquel entonces y, también sabía el hebreo
que,
si bien había dejado de ser un idioma de uso corriente desde el cautiverio de los
judíos, aún se hablaba entre los doctores de la ley. A ellos recurrió Jerónimo para
una mejor comprensión de los libros santos e incluso tuvo por maestro a un doctor y
famoso judío llamado Bar Ananías, el cual acudía a instruirle por las noches y con toda
clase de precauciones para no provocar la indignación de los otros doctores de la
ley.
Pero no hay duda de que, además de todo eso, Jerónimo recibió la ayuda del cielo para
obtener el espíritu, el temperamento y la gracia indispensables para ser admitido en el
santuario de la divina sabiduría y comprenderla. Además, la pureza de corazón y toda
una vida de penitencia y contemplación, habían preparado a Jerónimo para recibir
aquella gracia. Ya vimos que, bajo el patrocinio del Papa San Dámaso, revisó en Roma la
antigua versión latina de los Evangelios y los salmos, así como el resto del Nuevo
Testamento. La traducción de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento escritos en
hebreo, fue la obra que realizó durante sus años de retiro en Belén, a solicitud de
todos sus amigos y discípulos más fieles e ilustres y por voluntad propia, ya que le
interesaba hacer la traducción del original y no de otra versión cualquiera. No comenzó
a traducir los libros por orden, sino que se ocupó primero del Libro de los Reyes y
siguió con los demás, sin elegirlos. Las únicas partes de la Biblia en latín conocida
como la Vulgata que no fueron traducidas por San Jerónimo, son los libros de la
Sabiduría, el Eclesiástico, el de Baruch y los dos libros de los Macabeos. Hizo una
segunda revisión de los salmos, con la ayuda del Hexapla de Orígenes y los textos
hebreos, y esa segunda versión es la que está incluida en la Vulgata y la que se usa en
los oficios divinos. La primera versión, conocida como el Salterio Romano, se usa
todavía en el salmo de invitación de los maitines y en todo el misal, así como para los
oficios divinos en San Pedro de Roma, San Marcos de Venecia y los ritos
milaneses. El
Concilio de Trento designó a la Vulgata de San Jerónimo, como el texto bíblico latino
auténtico o autorizado por la Iglesia católica, sin implicar por ello alguna preferencia
por esta versión sobre el texto original u otras versiones en otras lenguas. En 1907, el
Papa Pío X confió a los monjes benedictinos la tarea de restaurar en lo posible los
textos de San Jerónimo en la Vulgata ya que, al cabo de quince siglos de uso, habían
sido considerablemente modificados y corregidos.
En el año de 404, San Jerónimo tuvo la gran pena de ver morir a su
inseparable amiga Santa Paula y, pocos años después, cuando Roma fue saqueada por las
huestes de Alarico, gran número de romanos huyeron y se refugiaron en el
oriente. En
aquella ocasión, San Jerónimo les escribió de esta manera: ¿Quién hubiese pensado que
las hijas de esa poderosa ciudad tendrían que vagar un día, como siervas o como
esclavas, por las costas de Egipto y del Africa? ¿Quién se imaginaba que Belén iba a
recibir a diario a nobles romanas, damas distinguidas criadas en la abundancia y reducidas
a la miseria? No a todas puedo ayudarlas, pero con todas me lamento y lloro y,
completamente entregado a los deberes que la caridad me impone para con ellas, he dejado a
un lado mis comentarios sobre Ezequiel y casi todos mis estudios. Porque ahora es
necesario traducir las palabras de la Escritura en hechos y, en vez de pronunciar frases
santas, debemos actuarlas".
De nuevo, cuando su vida estaba a punto de
terminar, tuvo que
interrumpir sus estudios por una incursión de los bárbaros y, algún tiempo
después,
por las violencias y persecuciones de los pelagianos, quienes enviaron a Belén a una
horda de rufianes para atacar a los monjes y las monjas que ahí moraban bajo la
dirección y la protección de San Jerónimo, el cual había atacado a Pelagio en sus
escritos. Durante aquella incursión, algunos religiosos y religiosas fueron
maltratados,
un diácono resultó muerto y casi todos los monasterios fueron incendiados. Al año
siguiente, murió Santa Eustoquio y, pocos días más tarde, San Jerónimo la siguió a la
tumba. El 30 de septiembre del año 420, cuando su cuerpo extenuado por el trabajo y la
penitencia, agotadas la vista y la voz, parecía una sombra, pasó a mejor vida. Fue
sepultado en la iglesia de la Natividad, cerca de la tumba de Paula y Eustoquio, pero
mucho tiempo después, sus restos fueron trasladados al sitio donde reposan hasta
ahora,
en la basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Los artistas representan con frecuencia
a San Jerónimo con los ropajes de un cardenal, debido a los servicios que prestó al Papa
San Dámaso, aunque a veces también lo pintan junto a un león, porque se dice que
domesticó a una de esas fieras a la que sacó una espina que se había clavado en la
pata. La leyenda pertenece más bien a San Gerásimo, pero el león podría ser el emblema
ideal de aquel noble, indomable y valiente defensor de la fe.
En los últimos años se hicieron muchos progresos en el estudio y la investigación de
la vida de San Jerónimo. Es particularmente valioso el volumen Miscellanea
Geronimiana, publicado en Roma en 1920, en ocasión de celebrarse el décimo quinto
centenario de su muerte. Gran número de ilustres investigadores, corno Duchesne,
Batifol, Lanzoni, Zeiller y Bulic, colaboraron en la formación de ese libro con diversos estudios
sobre puntos de particular interés en relación con el santo. En 1922, hizo su aparición
la mejor de sus modernas biografías, la de F. Cavallara, Saint Jéróme, sa vie et son
ceuvre (1922, 2 vols). También se deben consultar las notas críticas M padre Peeters en
Analecia Bollandiana, Vol. XLIII, PP. 180-184. En fechas anteriores, tenemos el
descubrimiento hecho por G. Morin de los Comentarioli et Tractatus de San Jerónimo sobre
los salmos, así como otros hallazgos (ver a Morin en Études, textes,
découverts, pp.
17-25). Un artículo muy completo sobre San Jerónimo, escrito por H. Leclercq, aparece en
el DAC., vol. vii, ec. 2235-3304, así como otro de J. Forget, en DTC., vol. viii (1924),
ce. 894-983. En el siglo dieciocho Vallarsi y los bolandistas (septiembre, vol. viii)
escribieron sendas obras minuciosas sobre el santo. Los escritos más antiguos sobre San
Jerónimo, a excepción de la crónica de Marcelino (editado por Mominsen en MGH.,
Auctores Antiquissimi, vol. ii, pp. 47 y ss.), carecen de valor. La correspondencia y las
obras de San Jerónimo fueron, son y serán siempre la fuente principal para el estudio de
su vida. Ver también a P. Monceaux, en St. Jerome: the early years (1935) ; a J.
Duff, en Letters of St. Jerome (1942) ; A. Penna, en S. Girolamo (1949) ; a P.
Antin, en
Essai sur S. Jeróme (1951) y el Monument to St. Jerome (1952), un ensayo de F. X. Murphy.
Adaptado de "Vidas de los Santos" de Butler, ed.
española.
La versión electrónica del documento la realizaron
Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María. SCTJM.