La fe cristiana se resume
en dos palabras, «Jesús + caridad»
Benedicto XVI, al meditar en el misterio
Eucarístico. 25 septiembre 2005
Continuando con la reflexión sobre el misterio eucarístico, corazón de
la vida cristiana, hoy quisiera subrayar el lazo entre la Eucaristía y
la caridad. Caridad --en griego «ágape»; en latín «charitas»-- no
significa ante todo el acto o el sentimiento benéfico, sino el don
espiritual, el amor de Dios que el Espíritu Santo infunde en el corazón
humano y que lleva a entregarse a su vez al mismo Dios y al prójimo.
Toda la existencia terrena de Jesús, desde su concepción hasta la muerte
en la Cruz, fue un acto de amor, hasta el punto de que podemos resumir
nuestra fe en estas palabras: «Iesus, charitas» --Jesús, caridad--.
En la última cena, sabiendo que había llegado su hora, el divino Maestro
ofreció a sus discípulos el ejemplo supremo del amor, lavándoles los
pies, y les confió su preciosa herencia, la Eucaristía, en la que se
centra todo el misterio pascual, como ha escrito el venerado Papa Juan
Pablo II en la encíclica «Ecclesia de Eucharistia». «Tomad y comed todos
de él, porque esto es mi Cuerpo…», « «Tomad y bebed todos de él, porque
éste es el cáliz de mi sangre…». Las palabras de Jesús en el Cenáculo
anticipan su muerte y manifiestan la conciencia con la que la afrontó,
transformándola en don de sí, en el acto de amor que se entrega
totalmente. En la Eucaristía, el Señor se nos da con su cuerpo, con su
alma y su divinidad, y nosotros nos convertimos en una sola cosa con él
y entre nosotros.
Nuestra respuesta a su amor tiene que ser entonces concreta, y tiene que
expresarse en una auténtica conversión al amor, en el perdón, en la
recíproca acogida y en la atención por las necesidades de todos. Son
muchas y múltiples las formas de servicio que podemos ofrecer al prójimo
en la vida de todos los días, si prestamos un poco de atención. La
Eucaristía se convierte de este modo en el manantial de la energía
espiritual que renueva nuestra vida cada día y, de este modo, renueva al
mundo en el amor de Cristo.
Ejemplares testigos de este amor son los santos, que han sacado de la
Eucaristía la fuerza de una caridad operante y con frecuencia heroica.
Ahora estoy pensando en particular en
san Vicente de Paúl, de
quien celebraremos pasado mañana la memoria litúrgica, quien dijo: «¡Qué
alegría servir a la persona de Jesús en sus miembros pobres!», y lo hizo
con su vida. Pienso también en la
beata Madre Teresa,
fundadora de las Misioneras de la Caridad, que en los más pobres entre
los pobres amaba a Jesús, recibido y contemplado cada día en la Hostia
consagrada.
La caridad divina ha transformado el corazón de la Virgen María antes y
más que el de todos los santos. Después de la Anunciación, movida por
quien llevaba en su seno, la Madre del Verbo encarnado se fue a visitar
y a ayudar a su prima Isabel. Recemos para que todo cristiano,
alimentándose del cuerpo y de la sangre del Señor, crezca cada vez más
en el amor por Dios y en el servicio generoso de los hermanos.