CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
“EL PRESBÍTERO, PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”
2002
Ver también:
Discurso del Papa a la Congregación para el clero>>>
y otros documentos relacionados>>>
TEXTO COMPLETO
PARTE I
Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado
1. Levantad vuestros ojos (Jn 4,35)
1. «Levantad
vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega» (Jn
4,35). Estas palabras
del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso horizonte de la misión
de amor del Verbo encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha sido enviado
“para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su
existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica
del Padre, es una constante manifestación de esa voluntad divina: la
salvación universal, querida eternamente por Dios Padre. Este proyecto
histórico lo confía en legado a toda la Iglesia y, de manera particular,
dentro de ella, a los ministros ordenados. En verdad es grande el
misterio del cual hemos sido hechos ministros. Misterio de un amor sin
límites, ya que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo” (Jn 13,1)».
Habilitados, pues, por
el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y hechos testigos
y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de Jesucristo se
consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En
cualquier contexto social y cultural, en todas las circunstancias
históricas, incluidas las actuales, en que se advierte un clima agresivo
de secularismo y de consumismo que aplasta el sentido cristiano en la
conciencia de muchos fieles, los ministros del Señor son conscientes de
que «ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn
5,4). Las actuales circunstancias sociales constituyen , de hecho, una
buena ocasión para volver a llamar la atención sobre la fuerza
invencible de la fe y del amor en Cristo, y para recordar que, pese a
las dificultades y a la «frialdad» del ambiente, los fieles cristianos -
como también, aunque de modo distinto, los no creyentes - están siempre
presentes en el diligente trabajo pastoral de los sacerdotes. Los
hombres desean encontrar en el sacerdote a un hombre de Dios, que diga
con San Agustín: «Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es
también Cristo. Él plantó en nuestras almas la fe de las cosas
temporales, y en las eternas nos manifiesta la verdad».
Estamos en un tiempo de nueva evangelización: hay que saber ir en busca
de las personas que se encuentran a la espera de poder encontrar a
Cristo.
2. En el sacramento del Orden,
Cristo ha transmitido, en diversos grados, la propia condición de Pastor
de almas a los obispos y a los presbíteros, haciéndolos capaces de
actuar en su nombre y de representar su potestad capital en la Iglesia.
«La unidad profunda de este nuevo pueblo no excluye la presencia, en su
interior, de tareas diversas y complementarias. Así, a los primeros
apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos para
renovar in persona Christi el gesto que Jesús realizó en la
Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico, “fuente y cima de
toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11). El carácter
sacramental que los distingue, en virtud del Orden recibido, hace que su
presencia y ministerio sean únicos, necesarios e insustituibles».
La presencia del ministro ordenado es condición esencial de la vida de
la Iglesia, y no sólo de su buena organización.
3. Duc in altum!
Todo cristiano que percibe en el corazón la luz de la fe, queriendo
caminar al ritmo marcado por el Sumo Pontífice, ha de intentar traducir
en hechos este urgente y decidido mandato misionero. Especialmente los
pastores de la Iglesia deberían saberlo captar y ponerlo en práctica con
apremiante diligencia, pues de su sensibilidad sobrenatural depende la
posibilidad de que sea comprensible el camino por el cual Dios quiere
guiar a su pueblo. «Duc in altum! El Señor nos invita a ir mar
adentro, fiándonos de su palabra. ¡Aprendamos de la experiencia jubilar
y continuemos en el compromiso de dar testimonio del Evangelio con el
entusiasmo que suscita en nosotros la contemplación del rostro de
Cristo!».
4. Es importante recordar que las
perspectivas de fondo delineadas por el Santo Padre al término del Gran
Jubileo del año 2000 fueron establecidas pensando en las Iglesias
particulares, alentadas por el Papa a traducir en «fervor de propósitos
y concretas líneas operativas»
la gracia recibida durante el año jubilar. Esta gracia lleva consigo un
reclamo a la misión evangelizadora de la Iglesia, la cual exige la
santidad personal de pastores y fieles, así como un ferviente sentido
apostólico en todos ellos, cada uno según su propia vocación, al
servicio de las propias responsabilidades y deberes, conscientes de que
la salvación eterna de muchos hombres depende de la fidelidad en mostrar
a Cristo con la palabra y con la vida. Urge dar mayor impulso al
ministerio sacerdotal en la Iglesia particular, y especialmente en la
parroquia, sobre la base de la auténtica comprensión del ministerio y de
la vida del presbítero.
Los sacerdotes
«hemos sido consagrados en la Iglesia para este ministerio específico.
Estamos llamados a contribuir, de varios modos, donde la Providencia nos
pone, en la formación de la comunidad del pueblo de Dios. Nuestra tarea
consiste en apacentar la grey de Dios que se nos ha confiado, no por la
fuerza, sino voluntariamente, no tiranizando, sino dando un testimonio
ejemplar (cfr. 1 Pe 5,2-3) (...)
Éste es para nosotros el camino de la santidad (...).
Ésta es nuestra misión al servicio del pueblo cristiano».
2. Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros
a) La identidad del presbítero
5. La identidad del sacerdote debe
meditarse en el contexto de la voluntad divina a favor de la salvación,
puesto que es fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo,
participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se orienta
plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo
desarrollo a lo largo de la historia. Se trata de una identidad
tridimensional: pneumatológica, cristológica y eclesiólogica. No ha de
perderse de vista esta arquitectura teológica primordial en el misterio
del sacerdote, llamado a ser ministro de la salvación, para poder
aclarar después, de modo adecuado, el significado de su concreto
ministerio pastoral en la parroquia.
Él es el siervo de Cristo, para ser, a partir de él, por él y con él,
siervo de los hombres. Su ser ontológicamente asimilado a Cristo
constituye el fundamento de ser ordenado para servicio de la comunidad.
La total pertenencia a Cristo, convenientemente potenciada y hecha
visible por el sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al servicio
de todos. El don admirable del celibato,
de hecho, recibe luz y sentido por la asimilación a la donación nupcial
del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y
renovada.
El ser y el actuar del sacerdote -
su persona consagrada y su ministerio - son realidades teológicamente
inseparables, y tienen como finalidad servir al desarrollo de la misión
de la Iglesia:
la salvación eterna de todos los hombres. En el misterio de la Iglesia -
revelada como Cuerpo Místico de Cristo y Pueblo de Dios que camina en la
historia, y establecida como sacramento universal de salvación
-, se encuentra y se descubre la razón profunda del sacerdocio
ministerial, «de manera que
la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del sacerdocio
ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente en ella».
6. El sacerdocio común
o bautismal de los cristianos, como participación real en el sacerdocio
de Cristo, constituye una propiedad esencial del Nuevo Pueblo de Dios.
«Vosotros sois linaje
escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad...»
(1 Pe 2,9); «Nos ha hecho estirpe real,
sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6); «Los hiciste un reino de
sacerdotes para nuestro Dios (Ap 5,10)... serán sacerdotes de Dios y de
Cristo, y reinarán con él» (Ap 20,6).
Estos pasajes recuerdan lo que había
sido dicho en el Éxodo, aplicando al Nuevo Israel lo que allí se decía
del Antiguo: «Entre todos los pueblos... vosotros seréis para mí un
reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6); y recuerdan todavía
más lo dicho en el Deuteronomio: «Tú eres un Pueblo consagrado al Señor
tu Dios; el Señor tu Dios te ha elegido para ser su Pueblo privilegiado
entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Dt 7,6).
«Si el sacerdocio
común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido elegido por
Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en cuanto
injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto
de una elección, de una vocación específica: "Jesús llamó a sus
discípulos, y eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al
sacerdocio ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común
y lo actualizan (cfr. Ef 4,11-12), pues el sacerdote les
recuerda que son pueblo de Dios y los capacita para "ofrecer sacrificios
espirituales" (cfr. 1 Pe 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de
nosotros un don eterno al Padre (cfr. 1 Pe 3,18). Sin la presencia de
Cristo representado por el presbítero, guía sacramental de la comunidad,
ésta no sería plenamente una comunidad eclesial».
En el seno de este pueblo
sacerdotal el Señor ha instituido por tanto un sacerdocio ministerial,
al cual son llamados algunos fieles para servir, por medio de la sagrada
potestad, a todos los demás con caridad pastoral. El sacerdocio común y
el sacerdocio ministerial se distinguen esencialmente y no sólo en grado:
no se trata de una mayor o menor intensidad de participación en el único
sacerdocio de Cristo, sino de participaciones esencialmente diversas. El
sacerdocio común se funda en el carácter bautismal, que es el sello
espiritual de pertenencia a Cristo que «capacita y compromete a los
cristianos para servir a Dios mediante una participación viva en la
santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal
mediante el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz».
El sacerdocio ministerial, en
cambio, se funda en el carácter impreso por el sacramento del Orden, que
configura a Cristo sacerdote, y le permite, con la sagrada potestad,
actuar en la persona de Cristo Cabeza - in persona Christi Capitis
-, para ofrecer el Sacrificio y para perdonar los pecados.
A los bautizados que han recibido en un segundo momento el don del
sacerdocio ministerial, les es conferida sacramentalmente una nueva y
específica misión: impersonar en el seno del pueblo de Dios la triple
función – profética, cultual y real – del mismo Cristo, en cuanto Cabeza
y Pastor de la Iglesia.
Por tanto, en el ejercicio de sus específicas funciones actúan in
persona Christi Capitis e igualmente, en consecuencia, in nomine
Ecclesiae.
7. «Nuestro sacerdocio
sacramental, pues, es sacerdocio “jerárquico” y al mismo tiempo
“ministerial”. Constituye un ministerium particular, es decir, es
“servicio” respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no
tiene su origen en esta comunidad, como si fuera ella la que “llama” o
“delega”. Éste es, en efecto, don para la comunidad y procede de Cristo
mismo, de la plenitud de su sacerdocio (...) Conscientes de esta
realidad comprendemos de qué modo nuestro sacerdocio es “jerárquico”, es
decir, relacionado con la potestad de formar y dirigir el pueblo
sacerdotal (cfr.. Ivi) y precisamente por esto “ministerial”.
Realizamos esta función mediante la cual Cristo mismo “sirve”
incesantemente al Padre en la obra de nuestra salvación. Toda nuestra
existencia sacerdotal está y debe estar impregnada profundamente por
este servicio, si queremos realizar de manera real y adecuada el
Sacrificio eucarístico in persona Christi».
En los últimos decenios la
Iglesia ha conocido problemas de «identidad sacerdotal», derivados, en
algunas ocasiones, de una visión teológica que no distingue claramente
entre los dos modos de participación en el sacerdocio de Cristo. En
algunos ambientes se ha llegado a romper aquel profundo equilibrio
eclesiológico, tan propio del Magisterio auténtico y perenne.
Hoy se dan todas las condiciones
para superar el peligro tanto de la «clericalización» de los laicos
como de la «secularización» de los ministros sagrados.
El generoso empeño de los laicos en los ámbitos del culto,
de la transmisión de la fe y de la pastoral, en un momento además de
escasez de presbíteros, ha inducido en ocasiones a algunos ministros
sagrados y a algunos laicos a ir más allá de lo que consiente la
Iglesia, e incluso de lo que supera su ontológica capacidad sacramental.
De aquí se deriva también una minusvaloración teórica y práctica de la
específica misión laical, que consiste en santificar desde dentro las
estructuras de la sociedad.
De otra parte, en esta crisis de
identidad, se produce también la «secularización» de algunos ministros
sagrados, por un oscurecimiento de su específico papel, absolutamente
insustituible, en la comunión eclesial.
8. El sacerdote, alter Christus,
es en la Iglesia el ministro de las acciones salvíficas esenciales.
Por su poder de ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y la Sangre del
Redentor, por su potestad de anunciar con autoridad el Evangelio, de
vencer el mal del pecado mediante el perdón sacramental, él – in
persona Christi Capitis – es fuente de vida y de vitalidad en la
Iglesia y en su parroquia. El sacerdote no es la fuente de esta vida
espiritual, sino el hombre que la distribuye a todo el pueblo de Dios.
Es el siervo que, con la unción del espíritu, accede al santuario
sacramental: Cristo Crucificado (Cfr. Jn 19, 31-37) y Resucitado (cfr.
Jn 20,20-23), del cual emana la salvación.
En María, Madre del Sumo y
Eterno Sacerdote, el sacerdote toma conciencia de ser con Ella,
«instrumento de comunicación salvífica entre Dios y los hombres», aunque
de modo diferente: la Santísima Virgen mediante la Encarnación, el
sacerdote mediante el poder del Orden.
La relación del sacerdote con María no se reduce sólo a la necesidad de
protección y ayuda; se trata ante todo de tomar conciencia de un dato
objetivo: «la cercanía de la Señora», como «presencia operante junto a
la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo».
9. En cuanto partícipe de la acción
directiva de Cristo Cabeza y Pastor sobre su Cuerpo,
el sacerdote está específicamente capacitado para ser, en el plano
pastoral, el «hombre de la comunión»,
de la guía y del servicio a todos. Él está llamado a promover y a
mantener la unidad de los miembros con la cabeza, y de todos entre sí.
Por vocación, él une y sirve a la doble dimensión que la misma función
pastoral de Cristo posee (Cfr. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27). La vida de
la Iglesia requiere, para su desarrollo, energías que sólo este
ministerio de la comunión, de la guía y del servicio puede ofrecer.
Exige sacerdotes que, totalmente asimilados al Maestro, depositarios de
una vocación originaria a la plena identificación con Cristo, vivan
,“con” Él y “en” Él, todo el conjunto de las virtudes manifestadas en
Cristo Pastor, y que, entre otras cosas, recibe luz y sentido de la
asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y
resucitado, a una humanidad redimida y renovada. Exige que haya
sacerdotes que quieran ser fuente de unidad y de donación fraterna a
todos –especialmente a los más necesitados–, hombres que reconozcan su
identidad sacerdotal en el Buen Pastor,
y que esa imagen sea vivida internamente y manifestada externamente de
modo que todos puedan reconocerla, en cualquier lugar y tiempo.
El sacerdote hace presente a
Cristo Cabeza de la Iglesia mediante el ministerio de la Palabra,
participación en su función profética.
In persona et in nomine Christi, el sacerdote es ministro de la
palabra evangelizadora, que invita a todos a la conversión y a la
santidad; es ministro de la palabra cultual, que ensalza la grandeza de
Dios y da gracias por su misericordia; es ministro de la palabra
sacramental, que es fuente eficaz de gracia. Según esta múltiple
modalidad el sacerdote, con la fuerza del Paráclito, prolonga la
enseñanza del divino Maestro en el interior de su Iglesia.
b) La unidad de vida
10. La configuración sacramental con
Jesucristo impone al sacerdote un nuevo motivo para alcanzar la santidad,
a causa del ministerio que le ha sido confiado, que es en sí mismo
santo. Esto no significa que la santidad, a la cual son llamados los
sacerdotes, sea subjetivamente mayor que la santidad a la que son
llamados todos los fieles cristianos por motivo del bautismo. La
santidad es siempre la misma,
si bien con diversas expresiones,
pero el sacerdote debe tender a ella por un nuevo motivo: corresponder a
la nueva gracia que le ha conformado para representar a la persona de
Cristo, Cabeza y Pastor, como instrumento vivo en la obra de la
salvación.
En el cumplimiento de su ministerio, por tanto, aquel que es “sacerdos
in aeternum”, debe esforzarse por seguir en todo el ejemplo del Señor,
uniéndose a Él «en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don
de sí mismos por el rebaño».
Sobre este fundamento de amor a la voluntad divina y de caridad pastoral
se construye la unidad de vida,
es decir, la unidad interior
entre la vida espiritual y la actividad ministerial. El crecimiento de
esta unidad de vida se fundamente en la caridad pastoral
nutrida por una sólida vida de oración, de manera que el presbítero ha
de ser inseparablemente testimonio vivo de caridad y maestro de vida
interior.
11. La entera historia de la Iglesia
se encuentra iluminada por espléndidos modelos de donación pastoral
verdaderamente radical. Existe ciertamente un numeroso batallón de
santos sacerdotes que, como el Cura de Ars, patrono de los párrocos, han
llegado a una eximia santidad a través de la generosa e incansable
dedicación a la cura de almas, acompañada de una profunda ascesis y de
una gran vida interior. Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo
y por la consiguiente caridad pastoral, constituyen un Evangelio vivo.
Algunas corrientes culturales
contemporáneas confunden la virtud interior, la mortificación y la
espiritualidad con una forma de intimismo, de alienación y, por tanto,
de egoísmo incapaz de comprender los problemas del mundo y de la gente.
Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme
de presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político,
al “manager”... hasta llegar al sacerdote “jubilado”. A este propósito
se debe recordar que el presbítero es portador de una consagración
ontológica que se extiende a tiempo completo. Su identidad de fondo hay
que buscarla en el carácter conferido por el sacramento del Orden, por
el cual se desarrolla fecundamente la gracia pastoral. Por tanto, el
presbítero debería saber actuar siempre en cuanto sacerdote. Él, como
decía San Juan Bosco, es sacerdote tanto en el altar y en el
confesionario como en la escuela o por la calle: en cualquier sitio.
Alguna vez los mismos sacerdotes son inducidos, por circunstancias
actuales, a pensar que su ministerio se encuentra en la periferia de la
vida, cuando en realidad se encuentra en el corazón mismo de ella,
puesto que tiene la capacidad de iluminar, reconciliar y renovar todas
las cosas.
Puede
suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su
ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el
desinterés y la desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas:
desde la deficiente formación hasta la falta de fraternidad en el
presbiterio diocesano, desde el aislamiento personal hasta la ausencia
de interés y apoyo por parte del Obispo
mismo y de la comunidad, desde los problemas personales, incluso de
salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde
la desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta
la falta de fe.
De hecho el dinamismo
ministerial exento de una sólida espiritualidad sacerdotal se traduciría
en un activismo vacío y privado de valor profético. Resulta claro que la
ruptura de la unidad interior en el sacerdote es consecuencia, sobre
todo, del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del descuido a la
hora de «custodiar con amor
vigilante el misterio del que es portador para el bien de la Iglesia y
de la humanidad».
Entretenerse en
coloquio íntimo de adoración frente al Buen Pastor, presente en el
Santísimo Sacramento del altar, constituye una prioridad pastoral
superior con mucho a cualquier otra. El sacerdote, guía de una
comunidad, debe poner en práctica esta prioridad para no caer en la
aridez interior y convertirse en canal seco, que a nadie puede ofrecer
cosa alguna.
La obra pastoral de mayor
relevancia es, sin duda alguna, la espiritualidad. Cualquier plan
pastoral, cualquier proyecto misionero, cualquier dinamismo en la
evangelización, que prescindiese del primado de la espiritualidad y del
culto divino estaría destinado al fracaso.
c) Un camino específico hacia la santidad
12. El sacerdocio ministerial, en la
medida en que configura con el ser y el obrar sacerdotal de Cristo,
introduce una novedad en la vida espiritual de quien ha recibido este
don. Es una vida espiritual conformada por la participación en la
capitalidad de Cristo en su Iglesia, y que madura en el servicio
ministerial a ella: una santidad en el ministerio y para el ministerio.
13. La profundización en la
«conciencia de ser ministro»
es, por tanto, de gran importancia para la vida espiritual del sacerdote
y para la eficacia de su ministerio mismo.
La relación ministerial con
Jesucristo «instaura y exige en el sacerdote una posterior relación que
procede de la “intención”, es decir, de la voluntad consciente y libre
de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la
Iglesia».
La expresión «tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia»
ilumina la vida espiritual del ministro sagrado, invitándole a reconocer
la personal instrumentalidad al servicio de Cristo y de su Esposa, y a
ponerla en práctica en las concretas acciones ministeriales. La
«intención», en este sentido, contiene necesariamente una relación con
el actuar de Cristo Cabeza en y a través de la Iglesia, adecuación a su
voluntad, fidelidad a sus disposiciones, docilidad a sus gestos: el
quehacer ministerial es instrumento del obrar de Cristo y de la Iglesia,
que es su Cuerpo.
Se trata de una voluntad
personal permanente: «Semejante relación tiende, por su propia
naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los
sentimientos, la vida, o sea, una serie de disposiciones morales y
espirituales correspondientes a los gestos ministeriales que el
sacerdote realiza».
La espiritualidad sacerdotal exige respirar
un clima de cercanía al Señor Jesús, de amistad y de encuentro personal,
de misión ministerial «compartida», de amor y servicio a su Persona en
la «persona» de la Iglesia, su Cuerpo, su Esposa. Amar a la Iglesia y
entregarse a ella en el servicio ministerial requiere amar profundamente
al Señor Jesús. «Esta
caridad pastoral fluye, sobre todo, del Sacrificio Eucarístico, que se
manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero,
de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí
el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los mismos
sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el
misterio de Cristo».
En la penetración de este misterio
viene en nuestra ayuda la Virgen Santísima, asociada al Redentor, porque
«cuando
celebramos la Santa Misa, en medio de nosotros está la Madre del Hijo de
Dios y nos introduce en el misterio de su ofrenda de redención. De este
modo, se convierte en mediadora de las gracias que brotan de esta
ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles».
De hecho, «María fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de
Cristo, compartiendo su voluntad de salvar el mundo mediante la cruz.
Ella fue la primera persona y la que con más perfección participó
espiritualmente en su oblación de Sacerdos et Hostia. Como tal, a
los que participan
¾en
el plano ministerial¾
del sacerdocio de su Hijo puede obtenerles y darles la gracia del
impulso para responder cada vez mejor a las exigencias de la oblación
espiritual que el sacerdocio implica: sobre todo, la gracia de la fe, de
la esperanza y de la perseverancia en las pruebas, reconocidas como
estímulos para una participación más generosa en la ofrenda redentora».
La Eucaristía debe ocupar para el sacerdote
«el lugar verdaderamente central de su ministerio»,
porque en ella está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia y es
de por sí fuente y culmen de toda la evangelización.
¡De aquí la posición tan relevante que ocupa dentro de la jornada la
preparación a la Santa Misa, su celebración cotidiana,
la acción de gracias y la visita a Jesús Sacramentado!
14. El sacerdote, además del Sacrificio eucarístico, celebra
diariamente la sagrada Liturgia de las Horas, a la que se ha
comprometido libremente con obligación grave. Por la inmolación
incruenta de Cristo sobre el altar, por la celebración del Oficio divino
junto con toda la Iglesia, el corazón del sacerdote intensifica su amor
al divino Pastor, haciéndolo visible a los fieles. El sacerdote ha
recibido el privilegio de “hablar a Dios en nombre de todos”, de hacerse
“como la boca de toda la Iglesia”;
completa con el oficio divino lo que falta a la alabanza de Cristo, y en
cuanto embajador acreditado, su intercesión está entre las más eficaces
para la salvación del mundo.
d) La fidelidad del sacerdote a la
disciplina eclesiástica
15. La «conciencia de ser ministro»
comporta también la conciencia del actuar orgánico del cuerpo de Cristo.
De hecho, la vida y la misión de la Iglesia, para poder desarrollarse,
exigen un ordenamiento, unas reglas y unas leyes de conducta, es decir,
un orden disciplinar. Es preciso superar cualquier prejuicio frente a la
disciplina eclesiástica, comenzando por la expresión misma, y superar
también cualquier temor o complejo a la hora de referirse a ella o de
solicitar oportunamente su cumplimiento. Cuando se observan las normas y
los criterios que constituyen la disciplina eclesiástica, se evitan las
tensiones que, de otro modo, comprometerían el esfuerzo pastoral
unitario del cual la Iglesia tiene necesidad para cumplir eficazmente su
misión evangelizadora. La asunción madura del propio empeño ministerial
comprende la certeza de que la Iglesia «necesita unas normas que pongan
de manifiesto su estructura jerárquica y orgánica, y que ordenen
debidamente el ejercicio de los poderes confiados a ella por Dios,
especialmente el de la potestad sagrada y el de la administración de los
sacramentos».
Además, la conciencia de ser
ministro de Cristo y de su Cuerpo místico implica el empeño por cumplir
fielmente la voluntad de la Iglesia, que se expresa concretamente en las
normas.
La legislación de la Iglesia tiene como fin una mayor perfección de la
vida cristiana, para un mejor cumplimiento de la misión salvífica, y por
tanto, es preciso vivirla con ánimo sincero y buena voluntad.
Entre todos los aspectos, merece particular
atención el de la docilidad a las leyes y a las disposiciones litúrgicas
de la Iglesia, es decir, el amor fiel a una normativa que tiene el fin
de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del Sumo y Eterno
Sacerdote y de su Cuerpo místico. La sagrada Liturgia es considerada
como el ejercicio del sacerdocio
de Jesucristo,
acción sagrada por excelencia, «cumbre a la cual tiende la actividad de
la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza».
Por consiguiente, éste es el ámbito donde mayor debe ser la conciencia
de ser ministro, y de actuar en conformidad con los compromisos libre y
solemnemente asumidos ante Dios y la comunidad. «La reglamentación de la
sagrada liturgia es de la competencia exclusiva de la autoridad
eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que
determine la ley, en el Obispo. (...) Por lo mismo, que nadie, aunque
sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia
en la liturgia».
Arbitrariedades, expresiones subjetivistas, improvisaciones y
desobediencia en la celebración eucarística constituyen otras tantas
evidentes contradicciones con la esencia misma de la Santísima
Eucaristía, que es el sacrificio de Cristo. Lo mismo vale para la
celebración de los otros sacramentos, sobre todo para el Sacramento de
la Penitencia, mediante el cual se perdonan los pecados y se reconcilia
uno con la Iglesia.
Una atención análoga han de prestar los
presbíteros a la participación auténtica y consciente de los fieles en
la sagrada Liturgia, que la Iglesia no deja de promover.
En la sagrada Liturgia existen funciones que pueden ser desempeñadas por
fieles que no han recibido el Sacramento del Orden; otras, en cambio,
son propias y absolutamente exclusivas de los ministros ordenados.
El respeto por las distintas identidades del estado de vida, su mutua
complementariedad para la misión, exigen evitar cualquier confusión en
esta materia.
e) El sacerdote en la comunión eclesial
16. Para
servir a la Iglesia —comunidad orgánicamente estructurada por fieles
dotados de la misma dignidad bautismal, pero con carismas y funciones
diversos— es necesario conocerla y amarla, no como la querrían efímeras
corrientes de pensamiento o ideologías diversas, sino como ha sido
querida por Jesucristo, que la ha fundado. La función ministerial de
servicio a la comunión, a partir de la configuración con Cristo Cabeza,
exige conocer y respetar la especifidad del papel del fiel laico,
promoviendo de todas las formas posibles la asunción por parte de cada
uno de la propia responsabilidad. El sacerdote está al servicio de la
comunidad, pero a su vez se encuentra sostenido por la comunidad. Éste
tiene necesidad de la aportación del laicado, no sólo para la
organización y la administración de su comunidad, sino también para la
fe y la caridad; existe una especie de ósmosis entre la fe del
presbítero y la fe de los otros fieles. Las familias cristianas y las
comunidades de gran fervor religioso a menudo han ayudado a los
sacerdotes en los momentos de crisis. Es también importante, por este
motivo, que los presbíteros conozcan, estimen y respeten las
características del seguimiento de Cristo propio de la vida consagrada,
tesoro preciosísimo de la Iglesia, y testimonio de la fecunda labor del
Espíritu Santo en ella.
En la medida en que los presbíteros son
signos vivos y al mismo tiempo servidores de la comunión eclesial, se
integran en la unidad viviente de la Iglesia prolongada en el tiempo,
que es la sagrada Tradición, de la que el Magisterio es custodio y
garante. La fecunda referencia a la Tradición concede al ministerio del
presbítero la solidez y la objetividad del testimonio de la Verdad, que
en Cristo se ha revelado en la historia. Esto le ayuda a huir del
prurito de novedad, que daña la comunión y vacía de profundidad y de
credibilidad el ejercicio del ministerio sacerdotal.
De modo especial el párroco debe promover
pacientemente la comunión de la propia parroquia con su Iglesia
particular y con la Iglesia universal. Por lo mismo, debe ser también
verdadero modelo de adhesión al Magisterio perenne de la Iglesia y a su
disciplina.
f) Sentido de lo universal en lo particular
17. «Es
necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su “estar en una
Iglesia particular” constituye, por su propia naturaleza, un elemento
calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el
presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la
Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de
discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral,
como su vida espiritual».
Se trata de una materia importante, de la que se debe adquirir una
visión amplia, que tenga en cuenta cómo «la pertenencia y dedicación a
una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del
presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular y
del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos
límites».
El concepto de incardinación, modificado por el Concilio
Vaticano II y expresado en el Código,
permite superar el peligro de encerrar el ministerio de los presbíteros
dentro de límites estrechos, no tanto geográficos como psicológicos o
incluso teológicos. La pertenencia a una Iglesia particular y el
servicio pastoral a la comunión dentro de ella —elementos de orden
eclesiológico— encuadran también existencialmente la vida y la actividad
de los presbíteros, y les dan una fisonomía constituida por
orientaciones pastorales específicas, metas, dedicación personal a
tareas determinadas, encuentros pastorales, e intereses compartidos.
Para comprender y amar efectivamente a la Iglesia particular, así como
la pertenencia y la dedicación a ella, sirviéndola y sacrificándose por
ella hasta la entrega de la propia vida, es necesario que el ministro
sagrado sea cada vez más consciente de que la Iglesia universal «es una
realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia
particular».
De hecho, no es la suma de las Iglesias particulares lo que constituye
la Iglesia universal. Las Iglesias particulares, en y desde la Iglesia
universal, deben estar abiertas a una realidad de verdadera comunión de
personas, de carismas, de tradiciones espirituales, más allá de
cualquier frontera geográfica, intelectual o psicológica.
¡El presbítero ha de tener claro que una sola es la Iglesia! La
universalidad, es decir, la catolicidad, debe llenar con su propia
sustancia la particularidad. El profundo, verdadero y vital vínculo de
comunión con la Sede de Pedro constituye la garantía y la condición
necesaria de todo esto. La misma acogida motivada, difusión y aplicación
fiel de los documentos papales y de aquellos que emanan los Dicasterios
de la Curia Romana es una expresión de ello.
Hemos considerado el ser y la acción de todo sacerdote en
cuanto tal. Ahora nuestra reflexión se dirige de modo específico al
sacerdote constituido en el oficio de párroco.
PARTE II
La Parroquia y el Párroco
3. La parroquia y el oficio de párroco
18. Los rasgos eclesiológicos más significativos de la noción
teológico-canónica de parroquia han sido concebidos por el Concilio
Vaticano II a la luz de la Tradición, de la doctrina católica y de la
eclesiología de comunión, y traducidos más tarde en leyes por el Código
de Derecho Canónico. Éstos han sido desarrollados desde diferentes
puntos de vista en el magisterio pontificio postconciliar, ya sea de una
manera explícita o implícita, siempre dentro de la reflexión sobre el
sacerdocio ordenado. Es útil resumir, por tanto, las principales
características de la doctrina teológica y canónica sobre la materia,
sobre todo para dar mejor respuesta a los desafíos pastorales que se
presentan a comienzos del tercer milenio en el ministerio parroquial de
los presbíteros.
Cuanto se dice del párroco, por analogía, y bajo el perfil
de una función pastoral de guía, afecta también en gran medida a
aquellos sacerdotes que prestan su ayuda en la parroquia, y a cuantos
tienen específicos encargos pastorales, por ejemplo, en lugares donde se
concentran grupos de fieles (hospitales, universidades, escuelas...), o
en labores de asistencia a inmigrantes, extranjeros, etc.
La parroquia es una concreta communitas christifidelium,
constituida establemente en el ámbito de una Iglesia particular, y cuya
cura pastoral es confiada a un párroco como pastor propio, bajo la
autoridad del Obispo diocesano.
Toda la vida de la parroquia, así como el significado de sus tareas
apostólicas ante la sociedad, deben ser entendidos y vividos con un
sentido de comunión orgánica entre el sacerdocio común y el sacerdocio
ministerial, y por tanto, de colaboración fraterna y dinámica entre
pastores y fieles en el más absoluto respeto de los derechos, deberes y
funciones ajenos, donde cada uno tiene sus propias competencias y su
propia responsabilidad. El párroco «en
estrecha comunión con el Obispo y con todos los fieles, evitará
introducir en su ministerio pastoral tanto formas de autoritarismo
extemporáneo como modalidades de gestión democratizante ajenas a la
realidad más profunda del ministerio».
A este respecto, mantiene pleno vigor la Instrucción interdicasterial
Ecclesiae de Mysterio, aprobada por el Sumo Pontífice, cuya
aplicación íntegra asegura la correcta praxis eclesial en este campo
fundamental para la vida misma de la Iglesia.
El vínculo intrínseco con la comunidad diocesana y con su
Obispo, en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, asegura a la
comunidad parroquial la pertenencia a la Iglesia universal. Se trata,
por tanto, de una pars dioecesis
animada por un mismo espíritu de comunión, por una ordenada
corresponsabilidad bautismal, por una misma vida litúrgica, centrada en
la celebración de la Eucaristía,
y por un mismo espíritu de misión, que caracteriza a toda la comunidad
parroquial. Cada parroquia, en definitiva, «está fundada sobre una
realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística.
Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía,
en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo
sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal
idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia una comunidad de fe
y una comunidad orgánica, es decir, constituida por los ministros
ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco —que
representa al Obispo diocesano— es el vínculo jerárquico con toda la
Iglesia particular»
.
En este sentido, la parroquia, que es como una célula de la
diócesis, debe ofrecer «un claro ejemplo de apostolado comunitario, al
reducir a unidad todas las diversidades humanas que en ella se
encuentran e insertarlas en la universalidad de la Iglesia».
La communitas christifidelium, en la noción de parroquia,
constituye el elemento esencial de base, de carácter personal, y, con
tal expresión, se quiere subrayar la relación dinámica entre personas
que, de manera determinada, bajo la guía indispensable de su propio
pastor, la componen. Por regla general, se trata de todos los fieles de
un territorio determinado; o bien, solamente de algunos fieles, en el
caso de las parroquias personales, constituidas sobre la base del rito,
la lengua, la nacionalidad u otras motivaciones concretas.
19. Otro elemento básico de la noción de parroquia es la cura
pastoral o cura de almas, propia del oficio de párroco, que
se manifiesta, principalmente, en la predicación de la Palabra de Dios,
en la administración de los sacramentos y en la guía pastoral de la
comunidad.
En la parroquia, ámbito de la cura pastoral ordinaria, «el párroco es el
pastor propio de la parroquia que se le confía, y ejerce la cura
pastoral de la comunidad que le está encomendada bajo la autoridad del
Obispo diocesano en cuyo ministerio de Cristo ha sido llamado a
participar, para que en esa misma comunidad cumpla las funciones de
enseñar, santificar y regir, con la cooperación también de otros
presbíteros o diáconos, y con la ayuda de fieles laicos, conforme a la
norma del derecho».
Esta noción de párroco manifiesta una gran riqueza eclesiológica, y no
impide al Obispo establecer otras formas de la cura animarum,
según las normas del derecho.
La necesidad de adaptar la asistencia pastoral en la
parroquia a las circunstancias del tiempo actual, caracterizado en
algunos lugares por la escasez de sacerdotes, y también por la
existencia de parroquias urbanas superpobladas y parroquias rurales
dispersas, o bien por el reducido número de parroquianos, ha hecho
aconsejable introducir en el derecho universal de la Iglesia algunas
innovaciones, no ciertamente en cuestiones de principio, relativas al
titular de la cura pastoral de la parroquia. Una de éstas consiste en la
posibilidad de confiar in solidum a varios sacerdotes la cura
pastoral de una o varias parroquias, con la condición terminante de que
uno solo de ellos sea el moderador, el que dirija la actividad común y
responda de ella personalmente ante el Obispo.
Se confía por tanto el único oficio pastoral, la única cura pastoral de
la parroquia a un titular múltiple, constituido por varios sacerdotes,
que reciben una idéntica participación en el oficio confiado, bajo la
dirección personal de un hermano moderador. Confiar la cura pastoral
in solidum resulta útil para resolver algunas situaciones en
diócesis donde los sacerdotes, siendo pocos, tienen que organizar su
tiempo en la asistencia de actividades ministeriales diversas, y
constituye un medio oportuno para promover la corresponsabilidad
pastoral de los presbíteros y, de manera especial, para facilitar la
costumbre de la vida en común de los sacerdotes, que se ha de recomendar
vivamente.
No se puede prudentemente ignorar, sin embargo, algunas
dificultades que puede comportar la cura pastoral in solidum
—siempre y en cualquier caso compuesta sólo por sacerdotes—, ya que es
connatural a los fieles la identificación con el propio pastor, y puede
ser desorientadora, y no bien comprendida, la presencia cambiante de
varios presbíteros, aunque estén coordinados entre sí. Es evidente la
riqueza de la paternidad espiritual del párroco, como un “pater
familias” sacramental de la parroquia, con los consiguientes vínculos
que generan gran fecundidad pastoral.
En los casos en que lo exija la necesidad
pastoral, el Obispo diocesano puede proceder oportunamente a la
asignación temporal de más parroquias a la cura pastoral de un solo
párroco.
Cuando las circunstancias lo sugieran, la
asignación de una parroquia a un administrador
puede constituir una solución provisional.
Es oportuno recordar, sin embargo, que el oficio de párroco, siendo
esencialmente pastoral, exige plenitud y estabilidad.
El párroco debería ser un icono de la presencia del Cristo histórico. La
exigencia de la configuración con Cristo subraya este deber prioritario.
20. Para
desempeñar la misión de pastor en una parroquia, que comporta la plena
cura de almas, se requiere de modo absoluto el ejercicio del orden
sacerdotal.
Por tanto, además de la comunión eclesial,
el requisito explícitamente exigido por el derecho canónico para que
cualquiera pueda ser nombrado válidamente párroco es que haya sido
constituido en el sagrado Orden del presbiterado.
Por cuanto se refiere a la responsabilidad
del párroco en el anuncio de la palabra de Dios y en la predicación de
la auténtica doctrina católica, el can. 528 menciona expresamente la
homilía y la instrucción catequética; la promoción de iniciativas que
difundan el espíritu evangélico en cada ámbito de la vida humana; la
formación católica de los niños y de los jóvenes, y el empeño en que,
con la ordenada colaboración de los fieles laicos, el mensaje del
Evangelio llegue a aquellos que hayan abandonado la práctica religiosa o
no profesan la verdadera fe,
y así puedan, con la gracia de Dios, llegar a la conversión. Como es
lógico, el párroco no está obligado a realizar personalmente todas estas
tareas, sino a procurar que se realicen de manera oportuna, conforme a
la recta doctrina y a la disciplina eclesial, en el seno de la
parroquia, según las circunstancias y siempre bajo su propia
responsabilidad. Algunas de estas funciones, por ejemplo, la homilía
durante la celebración eucarística,
deberán realizarse siempre y exclusivamente por un ministro ordenado.
«Aunque otros fieles no ordenados lo superaran en elocuencia, esto no
anularía su ser representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y
de esto deriva sobre todo la eficacia de su predicación».
En cambio, otras funciones, como por ejemplo la catequesis, podrán ser
desarrolladas habitualmente por fieles laicos que hayan recibido la
debida preparación, según la recta doctrina, y lleven una vida cristiana
coherente, manteniendo siempre la obligación del contacto personal entre
párroco y fieles. El beato Juan XXIII escribía que «es de suma
importancia que el clero en todo tiempo y lugar sea fiel a su deber de
enseñar. “Aquí —decía a este propósito San Pío X— es preciso tender sólo
a esto e insistir sólo en esto, es decir, en que todo sacerdote no está
obligado por ningún otro oficio más grave ni por ningún otro vínculo más
estrecho”».
Sobre el párroco, como es obvio, por una
razón de efectiva caridad pastoral, graba el deber de ejercer una atenta
y primorosa vigilancia sobre todos y cada uno de sus colaboradores. En
aquellos países en que existen fieles pertenecientes a diferentes grupos
lingüísticos, si no fuera erigida una parroquia personal,
u otra solución adecuada, será el párroco territorial, como pastor
propio,
el que se preocupe de atender las peculiares necesidades de sus fieles,
también en lo que afecta a sus específicas sensibilidades culturales.
21. En cuanto a los medios ordinarios de santificación, el can.
528 establece que el párroco debe empeñarse particularmente en que la
Santísima Eucaristía constituya el centro de la comunidad parroquial, y
que todos los fieles puedan alcanzar la plenitud de la vida cristiana
mediante una consciente y activa participación en la sagrada Liturgia,
la celebración de los sacramentos, la vida de oración y las buenas
obras.
Merece la pena considerar el hecho de que el Código menciona
la recepción frecuente de la Eucaristía y la práctica también frecuente
del sacramento de la Penitencia. Esto sugiere la oportunidad de que el
párroco, al establecer en la parroquia los horarios de las Misas y de
las confesiones, considere cuáles son los momentos más adecuados para la
mayor parte de los fieles, permitiendo también a los que tienen
especiales dificultades de horario acercarse fácilmente a los
sacramentos. Una atención particular deberán reservar los párrocos a las
confesiones individuales, en el espíritu y en la forma establecida por
la Iglesia.
Recuérdese, además, que ésta precede necesariamente a la primera
comunión de los niños.
Téngase también presente que, por motivos pastorales obvios, con el fin
de facilitar a los fieles la recepción del sacramento, se pueden
escuchar confesiones individuales durante la celebración de la Santa
Misa.
Además, debe hacerse todo lo posible por «respetar la
sensibilidad del penitente en lo
concerniente
a la elección de la modalidad de la confesión, es decir,
cara a cara o a través de la rejilla del confesionario».
El confesor también puede tener razones pastorales para preferir el uso
del confesionario con rejilla.
Se deberá favorecer al
máximo la práctica de la visita al Santísimo Sacramento, disponiendo y
estableciendo, de manera fija, el mayor espacio de tiempo posible en que
la iglesia permanezca abierta. No son pocos los párrocos que,
felizmente, promueven la adoración mediante la exposición solemne del
Santísimo Sacramento y la bendición eucarística, de tan abundantes
frutos para la vitalidad de la parroquia.
La Santísima Eucaristía es custodiada con
amor en el tabernáculo «como el corazón espiritual de la comunidad
religiosa y parroquial».
« Sin el culto eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se
vuelve estéril».
«Si queréis que los fieles recen con gusto y con piedad —decía Pío XII
al clero de Roma— precededlos en la iglesia con el ejemplo, haciendo
oración delante de ellos. Un sacerdote de rodillas ante el tabernáculo,
en actitud digna, con profundo recogimiento, es un modelo de
edificación, una advertencia y una invitación a la imitación orante para
el pueblo».
22. Por su parte, el can. 529 contempla las exigencias principales
que comporta el cumplimiento de la función pastoral parroquial,
configurando así en cierto sentido la actitud ministerial del párroco.
Como pastor propio, éste se esfuerza en conocer a los fieles confiados a
su cura, evitando caer en el peligro del funcionalismo: no es un
funcionario que cumple un papel y ofrece servicios a los que lo
solicitan. Como hombre de Dios, ejerce de modo pleno el propio
ministerio, buscando a los fieles, visitando a las familias,
participando en sus necesidades, en sus alegrías; corrige con prudencia,
cuida de los ancianos, de los débiles, de los abandonados, de los
enfermos, y se entrega a los moribundos; dedica particular atención a
los pobres y a los afligidos; se esfuerza en la conversión de los
pecadores, de cuantos están en el error, y ayuda a cada uno a cumplir
con su propio deber, fomentando el crecimiento de la vida cristiana en
las familias.
Educar en la práctica de la obras de misericordia
espirituales y corporales constituye una prioridad pastoral, y es signo
de vitalidad en una comunidad cristiana.
También resulta significativo el encargo,
confiado al párroco, de promocionar la función propia de los fieles
laicos en la misión de la Iglesia, es decir, la función de impulsar y
perfeccionar el orden de las realidades temporales con el espíritu
evangélico, dando testimonio de Cristo, particularmente en el ejercicio
de las tareas seculares
Por otra parte, el párroco debe colaborar
con el Obispo y con los otros presbíteros de la diócesis para que los
fieles, participando en la comunidad parroquial, se sientan también
miembros de la diócesis y de la Iglesia universal.
La creciente movilidad de la sociedad actual hace necesario que la
parroquia no se cierre en sí misma y sepa acoger a los fieles de otras
parroquias que la frecuentan, y también evite mirar con desconfianza que
algunos parroquianos participen en la vida de otras parroquias, iglesias
rectorales, o capellanías.
En el párroco recae especialmente el deber de promover con
celo, sostener y seguir con particular cuidado las vocaciones
sacerdotales.
El ejemplo personal, al mostrar la propia identidad, también
visiblemente,
al vivir consecuentemente con ella, junto con la atención de las
confesiones individuales y de la dirección espiritual de los jóvenes,
así como de la catequesis sobre el sacerdocio ordenado, harán que sea
una realidad la irrenunciable pastoral vocacional. «Ha sido siempre un
deber particular del ministerio sacerdotal arrojar la semilla de una
vida totalmente consagrada a Dios y suscitar el amor por la virginidad».
Las funciones que en el Código se confían de modo específico
al párroco
son: administrar el bautismo; administrar el sacramento de la
confirmación a aquellos que están en peligro de muerte, según la norma
del can. 883,3;
administrar el Viático y la Unción de los enfermos, estando vigente lo
dispuesto en el can. 1003, §§ 2 y 3,
e impartir la bendición apostólica; asistir a los matrimonios y bendecir
las nupcias; celebrar los funerales; bendecir la fuente bautismal en el
tiempo pascual; guiar las procesiones e impartir las bendiciones
solemnes fuera de la iglesia; celebrar la Santísima Eucaristía con mayor
solemnidad en los domingos y en las fiestas de precepto.
Más que funciones exclusivas del párroco, o incluso derechos
exclusivos suyos, le son confiadas de modo especial en razón de su
particular responsabilidad; debe por tanto realizarlas personalmente, en
cuanto sea posible, o al menos seguir su desarrollo.
23. Donde haya escasez de sacerdotes se puede plantear, como
sucede en algunos lugares, que el Obispo, habiendo considerado el asunto
con prudencia, confíe, según las modalidades canónicamente permitidas,
una colaboración “ad tempus” en el ejercicio de la cura pastoral
de la parroquia a una o varias personas no marcadas por el carácter
sacerdotal.
Sin embargo, en estos casos, deben observarse y protegerse atentamente
las propiedades originarias de diversidad y complementariedad entre los
dones y las funciones de los ministros ordenados y de los fieles laicos,
que son propias de la Iglesia que Dios ha querido orgánicamente
estructurada. Existen situaciones objetivamente extraordinarias que
justifican tal colaboración. Ésta, sin embargo, no puede superar
legítimamente los límites de la especifidad ministerial y laical.
Deseando
purificar una terminología que podría llevar a confusión, la Iglesia ha
reservado las expresiones que indican “capitalidad” —como las de
“pastor”, “capellán”, “director”, “coordinador”, o equivalentes—
exclusivamente a los sacerdotes.
El Código, en efecto, en el título dedicado a los derechos y
a los deberes de los fieles laicos, distingue las tareas o las funciones
que, como derecho y deber propio, pertenecen a cualquier laico, de otras
que se sitúan en la línea de colaboración con el ministerio pastoral.
Éstas constituyen una capacitas o habilitas cuyo ejercicio
depende de la llamada a asumirlas por parte de los legítimos pastores.
No son, por tanto, derechos.
24. Todo esto ha sido expresado por Juan Pablo II en la
Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici: «La
misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por
los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos
los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal
y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal,
profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida. Los
pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios,
oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento
sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos
en el Matrimonio. Después, cuando la necesidad o la utilidad de la
Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el
derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas
que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no
exigen, sin embargo, el carácter del Orden» (n. 23). Este mismo
documento recuerda además el principio básico que regula esta
colaboración, así como sus límites insuperables: «Sin embargo, el
ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor:
en realidad, no es la tarea lo que
constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el
sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar
participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio
eterno. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación
¾formal
e inmediatamente¾
en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto
ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica»
(n. 23).
En los casos en que se confíen algunas
tareas a fieles no ordenados, debe nombrarse necesariamente un sacerdote
como moderador, con la potestad y los deberes propios del párroco, que
dirija personalmente la atención pastoral.
Como es lógico, la participación en el oficio parroquial es diversa en
el caso del presbítero designado para dirigir la actividad pastoral
–provisto de las facultades de párroco–, quien desempeña las
funciones exclusivas del sacerdote; respecto del caso de otras
personas que no han recibido el orden del presbiterado y participan
subsidiariamente en el ejercicio de las demás funciones.
El religioso no sacerdote, la religiosa o el fiel laico, llamados a
participar en el ejercicio de la atención pastoral, pueden desempeñar
tareas de tipo administrativo, así como de formación y animación
espiritual, mientras que lógicamente no pueden desempeñar funciones de
plena atención a las almas, en cuanto ésta requiere el carácter
sacerdotal. En todo caso, pueden suplir la ausencia del ministro
ordenado en aquellas funciones litúrgicas adecuadas a su condición
canónica, enumeradas por el can. 230 § 3: «ejercitar el ministerio
de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el
bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del
derecho».
Los diáconos, aunque no pueden situarse en el mismo plano que los demás
fieles, no pueden tampoco ejercer una plena cura animarum.
Es conveniente que el Obispo diocesano
verifique, con la máxima prudencia y previsión pastoral, la existencia
de un auténtico estado de necesidad y, en consecuencia, establezca las
condiciones de idoneidad de las personas llamadas a esta colaboración,
definiendo las funciones que deben atribuirse a cada una de ellas, según
las circunstancias de las respectivas comunidades parroquiales. En todo
caso, en ausencia de una clara distribución de funciones, corresponde al
presbítero moderador determinar lo que se debe hacer. La excepcionalidad
y provisionalidad de estas fórmulas exige que, en el seno de estas
comunidades parroquiales, se promueva al máximo la conciencia de la
absoluta necesidad de vocaciones sacerdotales; que se cultive con
amoroso esmero los gérmenes de esta vocación, y que también se promueva
la oración –comunitaria y personal– por la santificación de los
sacerdotes.
Para que en una comunidad puedan florecer
más fácilmente las vocaciones sacerdotales, es de gran ayuda que exista
en ella un vivo y difundido sentimiento de auténtico afecto, de profunda
estima, de fuerte entusiasmo por la realidad de la Iglesia, Esposa de
Cristo, colaboradora del Espíritu Santo en la obra de la salvación.
Convendría mantener
siempre despiertos en el ánimo de los creyentes la alegría y el santo
orgullo de pertenecer a la Iglesia, como se hace patente, por ejemplo,
en la primera carta de Pedro y en el Apocalipsis (cfr. 1 Pe 3,14; Ap
2,13.17; 7,9; 14,1ss.; 19,6; 22,14). Sin la alegría y el orgullo de esta
pertenencia sería difícil, en el plano psicológico, salvaguardar y
desarrollar la misma vida de fe. No ha de sorprender que en tales
situaciones, al menos en el plano psicológico, cueste que las vocaciones
sacerdotales germinen y consigan madurar.
«Sería un error fatal resignarse ante las
dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que
prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros.
De este modo, las medidas adoptadas para solucionar las carencias
actuales resultarían de hecho seriamente perjudiciales para la comunidad
eclesial, a pesar de su buena voluntad».
25. «Cuando se trata de participar en el ejercicio del
cuidado pastoral de una parroquia —en los casos en que, por escasez de
presbíteros, no pudiese contar con el cuidado inmediato de un párroco—,
los diáconos permanentes tienen siempre la precedencia sobre los fieles
no ordenados».
En efecto, en virtud del Orden sagrado «el diácono es maestro, en cuanto
proclama e ilustra la Palabra de Dios; es santificador, en cuanto
administra el sacramento del Bautismo, de la Eucaristía y los
sacramentales, participa en la celebración de la Santa Misa en calidad
de “ministro de la sangre”, conserva y distribuye la Eucaristía; es
guía, en cuanto animador de la comunidad o de diversos sectores de la
vida eclesial».
Se ha de otorgar una especial acogida a los
diáconos, candidatos al sacerdocio, que prestan servicio pastoral en la
parroquia. El párroco, de acuerdo con los superiores del seminario, será
para ellos guía y maestro, consciente de que de su testimonio de
coherencia con la propia identidad, de su generosidad misionera en el
servicio y de su amor a la parroquia, podrá depender la donación sincera
y total a Cristo por parte del candidato al sacerdocio.
26. A imagen del consejo pastoral de la diócesis,
la normativa canónica prevé la posibilidad de constituir –si el Obispo
diocesano lo considera oportuno, una vez escuchado el consejo
presbiteral–
un consejo pastoral parroquial, cuya finalidad básica es la de proveer,
en un cauce institucional, la ordenada colaboración de los fieles en el
desarrollo de la actividad pastoral
propia de los presbíteros. Se trata de un órgano consultivo
constituido para que los fieles, expresando su responsabilidad
bautismal, puedan ayudar al párroco que lo preside
mediante su consejo en materia pastoral.
«Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular
significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia»; es
necesario animar a una «valorización más convencida, amplia y decidida
de los Consejos pastorales parroquiales».
La razón es clara y convergente: «En las circunstancias actuales, los
fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento de
una auténtica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y
en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no
creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la
práctica de la vida cristiana ».
«Todos los fieles tienen la facultad, es
más, incluso a veces el deber, de dar a conocer su parecer sobre los
asuntos concernientes al bien de la Iglesia, cosa que puede realizarse
gracias a instituciones establecidas para tal fin: [...] El consejo
pastoral podrá prestar una ayuda muy útil ... haciendo propuestas y
ofreciendo sugerencias respecto a las iniciativas misioneras,
catequéticas y apostólicas, [...] respecto a la promoción de la
formación doctrinal y de la vida sacramental de los fieles; respecto a
la ayuda que ha de ofrecerse a la acción pastoral de los sacerdotes en
los diversos ámbitos sociales o zonas territoriales; respecto al modo de
sensibilizar cada vez mejor a la opinión pública, etc.».
El consejo pastoral pertenece al ámbito de las relaciones de mutuo
servicio entre el párroco y sus fieles y, por tanto, no tendría sentido
considerarlo como un órgano que sustituye al párroco en la dirección de
la parroquia o que, con un criterio de mayoría, condicione prácticamente
la dirección del párroco.
En este mismo sentido, los sistemas de
deliberación respecto a las cuestiones económicas de la parroquia,
permaneciendo firme la norma de derecho para la recta y honesta
administración, no pueden condicionar la función pastoral del párroco,
el cual es representante legal y administrador de los bienes de la
parroquia.
4. Los desafíos positivos
del presente en la pastoral parroquial
27. Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios del nuevo
milenio a alcanzar «un renovado impulso en la vida cristiana»,
fundado en la conciencia de la presencia de Cristo Resucitado entre
nosotros,
debemos saber extraer consecuencias para la pastoral en las parroquias.
No se trata de inventar nuevos programas
pastorales, ya que el programa cristiano, centrado en Cristo mismo,
consiste siempre en conocerle, amarle, imitarle, vivir en él la vida
trinitaria y transformar con él la historia hasta su consumación: «un
programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque
tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una
comunicación eficaz».
Dentro del vasto y afanoso horizonte de la
pastoral ordinaria, «es en las Iglesias locales donde se pueden
establecer aquellas indicaciones programáticas concretas –objetivos y
métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la
búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo
llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente
mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la
cultura».
Éstos son los horizontes de la «apasionante tarea de renacimiento
pastoral que nos espera».
La tarea pastoral más relevante y
fundamental, con diferencia, es conducir a los fieles hacia una sólida
vida interior, sobre el fundamento de los principios de la doctrina
cristiana, tal y como han sido vividos y enseñados por los santos.
Precisamente este aspecto debería ser privilegiado en los planes
pastorales. Hoy más que nunca es necesario redescubrir que la oración,
la vida sacramental, la meditación, el silencio de adoración, el trato
de corazón a corazón con nuestro Señor, el ejercicio diario de las
virtudes que configuran con Él, es mucho más productivo que cualquier
debate, y en todo caso, es la condición para su eficacia.
Son siete las prioridades pastorales que ha
individuado la Novo Millenio ineunte: la santidad, la oración, la
Santísima Eucaristía dominical, el sacramento de la Reconciliación, el
primado de la gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio de la
Palabra.
Estas prioridades, surgidas especialmente de la experiencia del Gran
Jubileo, no sólo ofrecen el contenido y la sustancia de las cuestiones
sobre las que los párrocos y los sacerdotes implicados en la cura
animarum parroquial deben meditar con atención, sino que también
sintetizan el espíritu con que se debe afrontar esta tarea de renovación
pastoral.
La Novo Millenio ineunte evidencia
«otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño
programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de las
Iglesias particulares: aquel de la comunión (koinonia) que encarna y
manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia» (n. 42) e invita
a promover una espiritualidad de comunión. «Hacer de la Iglesia la casa
y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio
de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo» (n.
43). Además especifica: «Antes de programar iniciativas concretas, hace
falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como
principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el
cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas
consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y
las comunidades» (n. 43).
Una verdadera pastoral de la santidad en nuestras
comunidades parroquiales implica una auténtica pedagogía de la oración;
una renovada, persuasiva y eficaz catequesis sobre la importancia de la
Santísima Eucaristía dominical y también diaria, de la adoración
comunitaria y personal del Santísimo Sacramento; sobre la práctica
frecuente e individual del sacramento de la Reconciliación; sobre la
dirección espiritual; sobre la devoción mariana; sobre la imitación de
los santos; un nuevo impulso apostólico vivido como compromiso cotidiano
de las comunidades y de las personas concretas; una adecuada pastoral de
la familia, un coherente compromiso social y político.
Tal pastoral no es posible si no está
inspirada, sostenida y vivificada por sacerdotes dotados de este mismo
espíritu. «Del ejemplo y testimonio del sacerdote los fieles pueden
obtener una gran ayuda (...) descubriendo la parroquia como ‘escuela’ de
oración, donde “el encuentro con Cristo no se exprese solamente en
petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza,
adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato
del corazón”».
«No se ha de olvidar que, sin Cristo, “no podemos hacer nada” (cfr. Jn
15,5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos
recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la
primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este
principio (...) hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el
episodio evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro hemos estado
bregando toda la noche y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el
momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios para abrir el
corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que
pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum!».
Sin sacerdotes verdaderamente santos sería
muy difícil tener un buen laicado, y todo estaría como falto de vida;
del mismo modo que, sin familias cristianas –iglesias domésticas–, es
muy difícil que llegue la primavera de las vocaciones. Por tanto, es un
error enfatizar el papel del laicado descuidando el del sacerdocio
ordenado porque, actuando así, se termina penalizando el mismo laicado y
haciendo estéril la entera misión de la Iglesia.
28. La perspectiva desde la que debe plantearse el camino y el
fundamento de toda programación pastoral, consiste en ayudar a
redescubrir en nuestras comunidades la universalidad de la llamada
cristiana a la santidad. ¡Es necesario recordar que el alma de todo
apostolado radica en la intimidad divina, en no anteponer nada al amor
de Cristo, en buscar en todo la mayor gloria de Dios, en vivir la
dinámica cristocéntrica del mariano “totus tuus”! La pedagogía de la
santidad sitúa «la programación pastoral bajo el signo de la
santidad»
y constituye el principal desafío pastoral en el contexto actual. En la
Iglesia santa todos los fieles están llamados a la santidad.
En consecuencia, una tarea central de la
pedagogía de la santidad consiste en saber enseñar a todos –y en
recordarlo sin cansancio– que la santidad constituye el objetivo de la
existencia de todo cristiano. «En la Iglesia, todos, lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a
la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación” (1 Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)».
Éste es el primer elemento que se ha de desarrollar pedagógicamente en
la catequesis eclesial, hasta que la conciencia de la santificación en
la propia existencia llegue a ser una convicción común.
El anuncio de la universalidad de la llamada
a la santidad exige la comprensión de la existencia cristiana como
sequela Christi, como conformación con Cristo; no se trata de
encarnar de modo extrínseco comportamientos éticos, sino de dejarse
envolver personalmente en el acontecimiento de la gracia de Cristo. Este
conformarse con Cristo es la sustancia de la santificación, y constituye
la finalidad específica de la existencia cristiana. Para alcanzarla,
todo cristiano necesita la ayuda de la Iglesia, mater et magistra.
La pedagogía de la santidad es un desafío, tan exigente como
atrayente, para todos aquellos que detentan en la Iglesia una
responsabilidad de guía y de formación.
29. El empeño ardientemente misionero a favor de la evangelización
tiene una especial prioridad para la Iglesia, y por consiguiente para la
pastoral parroquial.
«Ha pasado ya, incluso en los países de antigua evangelización, la
situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aun con las múltiples
debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores
evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada
vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y
de la nueva y cambiante situación de los pueblos y culturas que la
caracteriza».
En la sociedad de hoy, marcada por el
pluralismo cultural, religioso y étnico, y parcialmente caracterizada
por el relativismo, el indiferentismo, el irenismo y el sincretismo,
parece que algunos cristianos casi se han habituado a una suerte de
“cristianismo” carente de referencias reales a Cristo y a su Iglesia; se
tiende así a reducir el proyecto pastoral a temáticas sociales abordadas
desde una perspectiva exclusivamente antropológica, dentro de un reclamo
genérico al pacifismo, al universalismo y a una referencia no bien
precisada a los “valores”.
La evangelización del mundo contemporáneo se
verificará sólo a partir del redescubrimiento de la identidad personal,
social y cultural de los cristianos. ¡Esto significa sobre todo el
redescubrimiento de Jesucristo, Verbo encarnado, único Salvador de los
hombres!
De este convencimiento se desprende la exigencia de la misión, que urge
de modo muy particular el corazón de todo sacerdote y, a través de él,
debe caracterizar a toda parroquia y comunidad dirigida pastoralmente
por él. «Pues, como ya enseñó mucho antes que nosotros Gregorio
Nacianceno (...) no es conveniente una misma exhortación para todos,
puesto que no todos están sujetos al mismo modo de vida (...). Por
tanto, cualquier maestro, a fin de edificar a todos en una misma virtud
de caridad, debe tocar los corazones de sus oyentes con la misma
doctrina, pero no con la misma y única exhortación».
Será preocupación del párroco conseguir que
las distintas asociaciones, movimientos y agrupaciones presentes en la
parroquia ofrezcan su específica contribución a la vida misionera de
ésta. «Tiene gran importancia para la comunión el deber de promover
diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más
tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales,
siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo
una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en
la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones
y movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las
directrices de los pastores».
Debe evitarse en el tejido parroquial cualquier género de exclusivismo o
de aislamiento por parte de grupos individuales, porque la dimensión
misionera descansa sobre la certeza, que debe ser compartida por todos,
de que «Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un
significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo,
universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre
para la salvación de todos».
La Iglesia confía en la fidelidad diaria de
los presbíteros al ministerio pastoral, empeñados en la propia e
insustituible misión de velar por la parroquia encargada a su guía.
A los párrocos y a los demás sacerdotes que
sirven en las diversas comunidades, no les faltan ciertamente
dificultades pastorales, fatiga interior y física por la sobrecarga de
trabajo, no siempre compensada con saludables períodos de retiro
espiritual y de justo descanso. ¡Cuántas amarguras al constatar más
tarde que, con frecuencia, el viento de la secularización aridece el
terreno en que se había sembrado con grandes y prolongados esfuerzos!
Una cultura ampliamente secularizada, que
tiende a homologar al sacerdote con las propias categorías de
pensamiento, despojándolo de su fundamental dimensión mistérico-sacramental,
es fuertemente responsable de este fenómeno. De aquí nacen los desánimos
que pueden llevar al aislamiento, a una especie de depresivo fatalismo,
o a un activismo dispersivo. Esto no quita que la gran mayoría de los
sacerdotes en toda la Iglesia, correspondiendo a la solicitud de sus
obispos, afronta positivamente los difíciles desafíos de la actual
coyuntura histórica, y consigue vivir en plenitud y con alegría la
propia identidad y el generoso empeño pastoral.
Sin embargo, no faltan, también desde
dentro, peligros como la burocratización, el funcionalismo, el
democraticismo, o la planificación que atiende más a la gestión que a la
pastoral. Por desgracia, en algunas circunstancias el presbítero puede
encontrarse oprimido por un cúmulo de estructuras no siempre necesarias,
que terminan por sobrecargarlo, y que tienen consecuencias negativas
tanto sobre su estado psicofísico como espiritual y, en consecuencia,
repercuten negativamente sobre el mismo ministerio.
El Obispo, que es ante todo padre de sus
primeros y más preciados colaboradores, ha de mostrarse especialmente
vigilante en estas situaciones. De modo singular, en estos momentos es
actual y urgente la unión de todas las fuerzas eclesiales para oponerse
positivamente a las insidias de que son objeto el sacerdote y su
ministerio.
30. Teniendo en cuenta las actuales circunstancias de la vida
de la Iglesia, de las exigencias de la nueva evangelización, y
considerando la respuesta que los sacerdotes están llamados a dar, la
Congregación para el Clero ha querido ofrecer el presente documento como
muestra de ayuda, aliento y estímulo al ministerio pastoral de los
presbíteros en la atención parroquial. En efecto, el contacto más
inmediato de la Iglesia con la gente tiene lugar normalmente en el
ámbito de las parroquias. Por tanto, nuestras consideraciones se limitan
a la persona del sacerdote en cuanto párroco. En él Cristo se hace
presente como Cabeza de su Cuerpo Místico, el Buen Pastor que cuida de
cada oveja. Hemos pretendido ilustrar la naturaleza mistérico-sacramental
de este ministerio.
Este documento, a la luz de la enseñanza del
Concilio Ecuménico Vaticano II y de la Exhortación apostólica
Pastores dabo vobis, se sitúa en continuidad con el Directorio
para el ministerio y la vida de los presbíteros, con la Instrucción
interdicasterial Ecclesiae de Mysterio y con la Carta circular
El presbítero, Maestro de la palabra, Ministro de los sacramentos y Guía
de la comunidad ante el Tercer Milenio cristiano.
Sólo
es posible vivir el propio ministerio cotidiano mediante la
santificación personal, que debe apoyarse siempre en la fuerza
sobrenatural de los sacramentos, de la Santísima Eucaristía y de la
Penitencia.
«La Eucaristía es la fuente desde la que
todo mana y la meta a la que todo conduce (...) Muchos sacerdotes, a
través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por
Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para vencer su soledad, el
apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino
después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia
elección de fidelidad».
Para profundizar en la vida sacramental y en
la formación permanente,
es de gran estímulo una vida fraterna entre sacerdotes que no sea simple
convivencia bajo el mismo techo, sino comunión en la oración, en los
proyectos compartidos y en la cooperación pastoral, junto con el valor
de la amistad recíproca y con el Obispo. Todo esto constituye una
notable ayuda para superar las dificultades y pruebas en el ejercicio
del ministerio sagrado. Todo presbítero necesita no sólo el auxilio
ministerial de sus propios hermanos: también necesita de ellos en cuanto
hermanos.
Entre otras cosas, podría habilitarse en la
Diócesis una Casa para todos los sacerdotes que, periódicamente, tienen
necesidad de retirarse a un lugar adecuado para el recogimiento y la
oración, para reencontrar allí los medios indispensables para su
santificación.
En el espíritu del Cenáculo –donde los
apóstoles estaban reunidos y perseveraban unánimes en la oración con
María, Madre de Jesús (Hch 1,14)–, a Ella confiamos estas páginas,
redactadas con afecto y reconocimiento hacia todos los sacerdotes con
cura de almas, esparcidos por todo el mundo. Que cada uno, en el
ejercicio del cotidiano “munus” pastoral, pueda gozar del auxilio de la
Reina de los Apóstoles, y sepa vivir en profunda comunión con Ella. En
efecto, «en nuestro sacerdocio ministerial se da la dimensión espléndida
y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo».
¡Consuela saber que «… junto a nosotros está la Madre del Redentor, que
nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo.
"Ad Iesum per Mariam": que éste sea nuestro programa diario de vida
espiritual y pastoral»!
Oración del Párroco a María
Santísima
Oh
María, Madre de Jesucristo, Crucificado y Resucitado,
Madre de la Iglesia, pueblo sacerdotal (1 Pe 2,9),
Madre de los sacerdotes, ministros de tu Hijo:
acoge el humilde ofrecimiento de mí mismo,
para que en mi misión pastoral
pueda anunciar la infinita misericordia
del Sumo y Eterno Sacerdote:
oh “Madre de misericordia”.
Tú que
has compartido con tu Hijo,
su «obediencia sacerdotal» (Heb 10,5-7; Lc 1,38),
y has preparado para él un cuerpo (Heb 10,7)
en la unción del Espíritu Santo,
introduce mi vida sacerdotal en el misterio inefable
de tu divina maternidad,
oh “Santa Madre de Dios”.
Dame
fuerza en las horas oscuras de la vida,
confórtame en la fatiga de mi ministerio
que tu Jesús me ha confiado,
para que, en comunión Contigo, pueda llevarlo a cabo
con fidelidad y amor,
oh Madre del Eterno Sacerdote,
«Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros».
Tú que has acompañado silenciosamente a Jesús
en su misión de anunciar
el Evangelio de paz a los pobres,
hazme fiel a la grey
que el Buen Pastor me ha confiado.
Haz que yo pueda guiarla siempre
con sentimientos de paciencia, de dulzura
de firmeza y amor,
en la predilección por los enfermos,
por los pequeños, por los pobres, por los pecadores,
oh “Madre Auxiliadora del Pueblo cristiano”.
A Ti me
consagro y confío, oh María,
que, junto a la Cruz de tu Hijo,
has sido hecha partícipe de su obra redentora,
«unida con lazo indisoluble a la obra de la salvación».
Haz que, en el ejercicio de mi ministerio,
pueda sentir siempre más
«la
dimensión espléndida y penetrante de tu cercanía»
en todo momento de mi vida,
en la oración y en la acción,
en la alegría y en el dolor, en el cansancio y en el descanso,
oh “Madre de la Confianza”.
Concédeme oh Madre, que en la celebración de la Eucaristía,
centro y fuente del ministerio sacerdotal,
pueda vivir mi cercanía a Jesús
en tu cercanía materna,
porque «cuando celebramos la Santa Misa tú estás junto a nosotros»
y nos introduces en el misterio de la ofrenda redentora de tu divino
Hijo,
oh
«Mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y
para todos los fieles»
oh “Madre del Salvador”.
Oh
María: deseo poner mi persona,
mi voluntad de ser santo,
bajo tu protección e inspiración materna
para que Tú me guíes
hacia aquella “conformación con Cristo, Cabeza y Pastor”
que requiere el ministerio de párroco.
Haz que yo tome conciencia
de que “Tú estás siempre junto a todo sacerdote”,
en su misión de ministro
del Único Mediador Jesucristo:
Oh “Madre de los Sacerdotes”,
“Socorro
y Mediadora”
de todas las gracias.
Amén
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Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Christus
Dominus, n. 16:
«(Los Obispos) traten siempre con caridad especial a los sacerdotes,
puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los
realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre
como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a
oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la
labor pastoral íntegra de toda la diócesis. Vivan preocupados de su
condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan
vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y
éxito».