DISCURSO
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Viernes 23 de noviembre de 2001
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con gran alegría os acojo, con ocasión de la plenaria de la
Congregación para el clero. Saludo cordialmente al cardenal Darío
Castrillón Hoyos, prefecto del dicasterio, a quien agradezco las amables
palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes. Saludo a
los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y a
los participantes en vuestra asamblea plenaria, que ha dedicado su
atención a un tema muy importante para la vida de la Iglesia: el
presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial. Al destacar la
función del presbítero en la comunidad parroquial, se ilustra la
centralidad de Cristo, que siempre debe resaltar en la misión de la
Iglesia.
Cristo está presente en su Iglesia
del modo más sublime en el santísimo Sacramento del altar. El concilio
Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen gentium, enseña
que el sacerdote in persona Christi celebra el sacrificio de la
misa y administra los sacramentos (cf. n. 10). Además, como observaba
oportunamente mi venerado predecesor Pablo VI en la carta encíclica
Mysterium fidei, inspirándose en el número 7 de la constitución
Sacrosanctum Concilium, Cristo está presente a través de la
predicación y la guía de los fieles, tareas a las que el presbítero está
llamado personalmente (cf. AAS 57 [1965] 762 s).
2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y
diaria, hace de la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por
tanto, tener un sacerdote como pastor es de fundamental importancia para
la parroquia. El título de pastor está reservado específicamente al
sacerdote. En efecto, el orden sagrado del presbiterado representa para
él la condición indispensable e imprescindible para ser nombrado
válidamente párroco (cf. Código de derecho canónico, c. 521, 1).
Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar activamente con él,
incluso a tiempo completo, pero, al no haber recibido el sacerdocio
ministerial, no pueden sustituirlo como pastor.
La relación fundamental que tiene
con Cristo, cabeza y pastor, como su representación sacramental,
determina esta peculiar fisonomía eclesial del sacerdote. En la
exhortación apostólica Pastores dabo vobis afirmé que "la
relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del
sacerdote con Cristo, en el sentido de que la "representación
sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del
sacerdote con la Iglesia" (n. 16). La dimensión eclesial pertenece a la
naturaleza del sacerdocio ordenado. Está totalmente al servicio de la
Iglesia, de forma que la comunidad eclesial tiene absoluta necesidad del
sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté presente
en ella. Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo
cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y
pertenece a todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el
sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de una elección, de una
vocación específica: "Jesús llamó a sus discípulos, y eligió doce de
entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio ministerial los
fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cf. Ef
4, 11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y
los capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cf. 1 P 2,
5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al
Padre (cf. 1 P 3, 18). Sin la presencia de Cristo representado
por el presbítero, guía sacramental de la comunidad, esta no sería
plenamente una comunidad eclesial.
3. Decía antes que Cristo está presente en la Iglesia de manera eminente
en la Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial. Está realmente
presente en la celebración del santo sacrificio, así como cuando el pan
consagrado se conserva en el tabernáculo "como centro espiritual de la
comunidad religiosa y de la parroquial" (Pablo VI, carta encíclica
Mysterium fidei, 38: AAS 57 [1965] 772).
Por esta razón, el concilio Vaticano II recomienda que "los párrocos han
de procurar que la celebración de la Eucaristía sea el centro y la
cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana" (Christus Dominus,
30).
Sin el culto eucarístico, como su
corazón palpitante, la parroquia se vuelve estéril. A este propósito, es
útil recordar lo que escribí en la carta apostólica Dies Domini:
"Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia ninguna es
tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical
del día del Señor y de su Eucaristía" (n. 35). Nada podrá suplirla
jamás. Incluso la sola liturgia de la Palabra, cuando es efectivamente
imposible asegurar la presencia dominical del sacerdote, es conveniente
para mantener viva la fe, pero debe conservar siempre, como meta a la
que hay que tender, la regular celebración eucarística.
Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios
para que suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada
exhortación apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la
espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una
práctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda
realidad eclesial" (n. 38). El esplendor de la identidad sacerdotal y el
ejercicio integral del consiguiente ministerio pastoral, juntamente con
el compromiso de toda la comunidad en la oración y en la penitencia
personal, constituyen los elementos imprescindibles para una urgente e
impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse ante
las dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que
prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros.
De este modo, las medidas adoptadas para solucionar las carencias
actuales resultarían de hecho seriamente perjudiciales para la comunidad
eclesial, a pesar de su buena voluntad.
4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra
de Dios. Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está
llamado a participar activamente en él, de modo especial con el
testimonio de la vida cristiana y la proclamación explícita del
Evangelio, tanto a los no creyentes, para conducirlos a la fe, como a
cuantos ya son creyentes, para instruirlos, confirmarlos e impulsarlos a
una vida más fervorosa. Por lo que respecta al sacerdote, "anuncia la
Palabra en su calidad de "ministro", partícipe de la autoridad profética
de Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para desempeñar fielmente
este ministerio, correspondiendo al don recibido, "debe ser el primero
en tener una gran familiaridad personal con la palabra de Dios" (ib.).
Aunque otros fieles no ordenados lo superaran en elocuencia, esto no
anularía el hecho de que es representación sacramental de Cristo, cabeza
y pastor, y de esto deriva sobre todo la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el
momento más característico del anuncio de la Palabra por parte de los
ministros ordenados: precisamente por esto la proclamación litúrgica
del Evangelio y la homilía que la sigue están reservadas ambas al
sacerdote.
5. También la función de guiar a la comunidad como pastor, función
propia del párroco, deriva de su relación peculiar con Cristo, cabeza y
pastor. Es una función que reviste carácter sacramental.
No es la comunidad quien la confía al sacerdote, sino que, por medio del
obispo, le viene del Señor. Reafirmar esto con claridad y desempeñar
esta función con humilde autoridad constituye un servicio indispensable
a la verdad y a la comunión eclesial. La colaboración de otros que no
han recibido esta configuración sacramental con Cristo es de desear y, a
menudo, resulta necesaria. Sin embargo, estos de ningún modo pueden
realizar la tarea de pastor propia del párroco. Los casos extremos de
escasez de sacerdotes, que aconsejan una colaboración más intensa y
amplia de fieles no revestidos del sacerdocio ministerial en el cuidado
pastoral de una parroquia, no constituyen absolutamente excepción a este
criterio esencial para la cura de las almas, como lo establece de modo
inequívoco la normativa canónica (cf. Código de derecho canónico,
c. 517, 2). En este campo, ofrece un camino seguro para seguir la
exhortación interdicasterial Ecclesiae de mysterio, hoy muy
actual, que aprobé de modo específico.
En el cumplimiento de su deber de guía, con responsabilidad personal, el
párroco cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta
previstos por el Derecho (cf. Código de derecho canónico, cc.
536-537); pero estos deberán mantenerse fieles a su finalidad
consultiva. Por tanto, será necesario abstenerse de cualquier forma que,
de hecho, tienda a desautorizar la guía del presbítero párroco, porque
se desvirtuaría la fisonomía misma de la comunidad parroquial.
6. Dirijo ahora mi pensamiento, lleno de afecto y gratitud, a los
párrocos esparcidos por el mundo, especialmente a los que trabajan en la
vanguardia de la evangelización. Los animo a proseguir su difícil tarea,
pero verdaderamente valiosa para toda la Iglesia. A cada uno recomiendo
recurrir, en el ejercicio del munus pastoral diario, a la ayuda
materna de la bienaventurada Virgen María, tratando de vivir en profunda
comunión con ella. En el sacerdocio ministerial, como escribí en la
Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1979, "se da
la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de
Cristo" (n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 15 de abril de 1979, p. 12). Cuando celebramos la santa misa,
queridos hermanos sacerdotes, junto a nosotros está la Madre del
Redentor, que nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de su
divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que este sea nuestro programa
diario de vida espiritual y pastoral.
Con estos sentimientos, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto a
cada uno una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a
todos los sacerdotes del mundo.