"DIVINUM ILLUD MUNUS" SOBRE EL ESPÍRITU
SANTO
Carta encíclica del Papa León XIII promulgada el 9 de mayo de 1897
1. Aquella divina misión que, recibida del Padre en beneficio del género
humano, tan santísimamente desempeñó Jesucristo, tiene como último fin hacer
que los hombres lleguen a participar
de una vida bienaventurada en la gloria
eterna; y, como fin inmediato, que durante la vida mortal vivan la vida de la
gracia divina, que al final se abre florida en la vida celestial.
Por ello, el Redentor mismo no cesa de invitar con suma dulzura a todos los
hombres de toda nación y lengua para que vengan al seno de su Iglesia: Venid a
mí todos; Yo soy la vida; Yo soy el buen pastor. Mas, según sus altísimos
decretos, no quiso El completar por sí solo incesantemente en la tierra dicha
misión; sino que como El mismo la había recibido del Padre, así la entregó
al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término. Place, en efecto,
recordar las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo,
pronunció ante los apóstoles: Os conviene que yo vaya: si yo no partiere, el
Paráclito no vendrá a vosotros; mas si partiere, os le enviaré[1].
Y al decir así, dio como razón principal de su separación y de su vuelta
al Padre, el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del
Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba cómo Este era igualmente enviado
por El y, por lo tanto, que de El procedía como del Padre; y que como abogado,
como consolador y como maestro concluiría la obra por El comenzada durante su
vida mortal. La perfección de su obra redentora estaba providentísimamente
reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la creación adornó
los cielos[2] y llenó la tierra[3].
2. Y Nos, que constantemente hemos procurado, con auxilio de Cristo Salvador,
príncipe de los pastores y obispo de nuestras almas, imitar sus ejemplos, hemos
continuado religiosamente su misma misión, encomendada a los Apóstoles,
principalmente a Pedro, cuya dignidad también se transmite a un heredero menos
digno[4]. Guiados por esa intención, en todos los actos de Nuestro Pontificado
a dos cosas principalmente hemos atendido y sin cesar atendemos. Primero, a
restaurar la vida cristiana así en la sociedad pública como en la familiar,
tanto en los gobernantes como en los pueblos; porque sólo de Cristo puede
derivarse la vida para todos. Segundo, a fomentar la reconciliación con la
Iglesia de los que, o en la fe o por la obediencia, están separados de ella;
pues la verdadera voluntad del mismo Cristo es que haya sólo un rebaño bajo un
solo Pastor. Y ahora, cuando Nos sentimos cerca ya del fin de Nuestra mortal
carrera, place consagrar toda Nuestra obra, cualquiera que ella haya sido, al
Espíritu Santo que es vida y amor, para que la fecunde y la madure. Para
cumplir mejor y más eficazmente Nuestro deseo, en vísperas de la solemnidad de
Pentecostés, queremos hablaros de la admirable presencia y poder del mismo
Espíritu; es decir, sobre la acción que El ejerce en la Iglesia y en las almas
merced al don de sus gracias y celestiales carismas. Resulte de ello, como es
Nuestro deseo ardiente, que en las almas se reavive y se vigorice la fe en el
augusto misterio de la Trinidad, y especialmente crezca la devoción al divino
Espíritu, a quien de mucho son deudores todos cuantos siguen el camino de la
verdad y de la justicia; pues, como señaló San Basilio, toda la economía
divina en torno al hombre, si fue realizada por nuestro Salvador y Dios,
Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento por la gracia del Espíritu Santo[5].
3. Antes de entrar en materia, será conveniente y útil tratar algo sobre el
misterio de la sacrosanta Trinidad.
Este misterio, el más grande de todos los misterios, pues de todos es
principio y fin, se llama por los doctores sagrados substancia del Nuevo
Testamento; para conocerlo y contemplarlo, han sido creados en el cielo los
ángeles y en la tierra los hombres; para enseñar con más claridad lo
prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los ángeles a
los hombres: Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno
del Padre, El nos lo ha revelado[6].
Así, pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener
ante la vista lo que prudentemente amonesta el Angélico: Cuando se habla de la
Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues _como dice Agustín_
en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de
equivocarse o el fruto una vez logrado[7]. Peligro que procede de confundir
entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su
única naturaleza; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la
Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.
4. Por ello Nuestro predecesor Inocencio XII no accedió a la petición de
quienes solicitaban una fiesta especial en honor del Padre. Si hay ciertos días
festivos para celebrar cada uno de los misterios del Verbo Encarnado, no hay una
fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según su divna naturaleza: y aun
la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua, no se refiere simplemente
al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida o externa misión. Todo
ello fue prudentemente establecido, para evitar que nadie multiplicara la divina
esencia, al distinguir las Personas. Más aún; la Iglesia, a fin de mantener en
sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir la fiesta de la Santísima
Trinidad, que luego Juan XXII mandó celebrar en todas partes; permitió que se
dedicasen a este misterio templos y altares y, después de celestial visión,
aprobó una Orden religiosa para la redención de cautivos, en honor de la
Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguía.
Conviene añadir que el culto tributado a los Santos y Angeles, a la Virgen
Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la Trinidad. En las
preces consagradas a una de las tres divinas personas, también se hace mención
de las otras; en las letanías, luego de invocar a cada una de las Personas
separadamente, se termina por su invocación común; todos los salmos e himnos
tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las
bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la santa
Trinidad, o les acompaña su intercesión. Todo lo cual ya lo había anunciado
el Apóstol con aquella frase: Porque de Dios, por Dios y en Dios son todas las
cosas, a Dios sea la gloria eternamente[8]; significando así la trinidad de las
Personas y la unidad de naturaleza, pues por ser ésta una e idéntica en cada
una se tribute, como a uno y mismo Dios, igual gloria y coeterna majestad.
Comentando aquellas palabras, dice San Agustín: No se interprete confusamente
lo que el Apóstol distingue, cuando dice "de Dios, por Dios, en
Dios"; pues dice "de Dios", por el Padre; "por Dios", a
causa del Hijo; "en Dios", por relación al Espíritu Santo[9].
5. Con gran propiedad la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del
poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No
porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las
tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como
indivisa es su esencia[10], porque así como las tres Personas divinas son
inseparables, así obran inseparablemente[11]; sino que por una cierta relación
y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter
"propio" de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las
otras, o _como dicen_ "se apropian". Así como de la semejanza del
vestigio o imagen hallada en las criaturas nos servimos para manifestar las
divinas Personas, así hacemos también con los atributos divinos; y la
manifestación deducida de los atributos divinos se dice
"apropiación"[12].
De esta manera el Padre, que es principio de toda la Trinidad[13], es la
causa eficiente de todas las cosas, de la Encarnación del Verbo y de la
santificación de las almas: "de Dios son todas las cosas": "de
Dios", por relación al Padre; el Hijo, Verbo e Imagen de Dios, es la causa
ejemplar por la que todas las cosas tienen forma y belleza, orden y armonía,
él, que es camino, verdad, vida, ha reconciliado al hombre con Dios: "por
Dios", por relación al Hijo; finalmente, el Espíritu Santo es la causa
última de todas las cosas, puesto que, así como la voluntad y aun toda cosa
descansa en su fin, así El, que es la bondad y el amor del Padre y del Hijo, da
impulso fuerte y suave y como la última mano al misterioso trabajo de nuestra
eterna salvación: "en Dios", por relación al Espíritu Santo.
6. Precisados ya los actos de fe y de culto debidos a la augustísima
Trinidad, todo lo cual nunca se inculcará bastante al pueblo cristiano, Nuestro
discurso se dirige ya a tratar del eficaz poder del Espíritu Santo. _Ante todo,
dirijamos una mirada a Cristo, fundador de la Iglesia y Redentor del género
humano. Entre todas las obras de Dios ad extra la más grande es, sin duda, el
misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo la luz de los
divinos atributos que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada
más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aun cuando se ha realizado por
toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como "propio" al Espíritu
Santo: y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la
Virgen fue obra del Espíritu Santo[14]; y con razón, porque el Espíritu Santo
es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad
divina[15], que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al
hombre, como advierte San Juan: Amó Dios tanto al mundo que le dio su Hijo
Unigénito[16]. Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada
a la unión personal con el Verbo, no por mérito alguno sino sólo por pura
gracia, que es don propio del Espíritu Santo: El admirable modo, dice San
Agustín, con que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, nos da a
entender la bondad de Dios, puesto que la naturaleza humana, sin mérito alguno
precedente, ya en el primer instante fue unida al Verbo de Dios en unidad tan
perfecta de persona que uno mismo fuese a la vez Hijo de Dios e Hijo del
Hombre[17].
Por obra del Espíritu divino tuvo lugar no solamente la concepción de
Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los
Sagrados Libros[18], y así es como toda acción suya se realizaba bajo el
influjo del mismo Espíritu[19], que también cooperó de modo especial a su
sacrificio, según la frase de San Pablo: Cristo, por medio del Espíritu Santo,
se ofreció como hostia inocente a Dios[20]. Después de todo esto, ya no
extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de
Cristo. Puesto que en El hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en
el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en él, todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis datas, las
virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de
Isaías[21], ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el
Jordán, cuando Cristo con su Bautismo consagraba sus aguas para el nuevo
Sacramento.
Con razón nota San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo,
siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya
tenía el Espíritu Santo, entonces, es decir, en el bautismo, no hizo sino
prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los
bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo[22]. Y así la aparición
sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma
representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e
invisible en el alma de los justos.
7. La Iglesia, ya concebida y nacida del corazón mismo del segundo Adán en
la Cruz, se manifestó a los hombres por vez primera de modo solemne en el
celebérrimo día de Pentecostés con aquella admirable efusión, que había
sido vaticinada por el profeta Joel[23]: y en aquel mismo día se iniciaba la
acción del divino Paráclito en el místico cuerpo de Cristo, posándose sobre
los Apóstoles, como nuevas coronas espirituales, formadas con lenguas de fuego,
sobre sus cabezas[24].
Y entonces los Apóstoles descendieron del monte, como escribe el
Crisóstomo, no ya llevando en sus manos como Moisés tablas de piedra, sino al
Espíritu Santo en su alma, derramando el tesoro y fuente de verdades y de
carismas[25]. Así ciertamente se cumplía la última promesa de Cristo a sus
Apóstoles, la de enviarles el Espíritu Santo, para que con su inspiración
completara y en cierto modo sellase el depósito de la revelación: Aun tengo
que deciros muchas cosas, mas no las entenderíais ahora; cuando viniere el
Espíritu de verdad, os enseñará toda verdad[26]. El Espíritu Santo, que es
espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad
substancial, recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que
luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y
fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno,
lleguen a madurez para la salud de los pueblos. Y como la Iglesia, que es medio
de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el
Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: Yo rogaré
al Padre y El os mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con
vosotros[27]. Pues por El son constituidos los Obispos, que engendran no sólo
hijos, sino también padres, esto es, Sacerdotes, para guiarla y alimentarla con
aquella misma sangre con que fue redimida por Cristo: El Espíritu Santo ha
puesto a los Obispos para regir la Iglesia de Dios, que Cristo adquirió con su
sangre[28]; unos y otros, Obispos y Sacerdotes, por singular don del Espíritu
tienen poder de perdonar los pecados, según Cristo dijo a sus Apóstoles:
Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, les serán
perdonados, y a los que se les retuviereis, les serán retenidos[29].
8. Nada confirma tan claramente la divinidad de la Iglesia como el glorioso
esplendor de carismas que por todas partes la circundan, corona magnífica que
ella recibe del Espíritu Santo. Baste, por último, saber que si Cristo es la
cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: Lo que el alma es en
nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia[30]. Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más
abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia
tiene ya la máxima que ha de durarle hasta que, desde el estadio de la milicia
terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial.
No menos admirable, aunque en verdad sea más difícil de entender, es la
acción del Espíritu Santo en las almas, que se esconde a toda mirada sensible.
Y esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta que el mismo Cristo, su
donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo afirma San Juan: Del seno
de quien creyere en Mí, como dice la Escritura, brotarán fuentes de agua viva;
testimonio que glosó el mismo Evangelista, diciendo: Dijo esto del Espíritu
Santo, que los que en El creyesen habían de recibir[31].
9. Cierto es que aun en los mismos justos del Antiguo Testamento ya inhabitó
el Espíritu Santo, según lo sabemos de los profetas, de Zacarías, del
Bautista, de Simeón y de Ana; pues no fue en Pentecostés cuando el Espíritu
Santo comenzó a inhabitar en los Santos por vez primera: en aquel día aumentó
sus dones, mostrándose más rico y más abundante en su largueza[32]. También
aquéllos eran hijos de Dios, mas aún permanecían en la condición de siervos,
porque tampoco el hijo se diferencia del siervo, mientras está bajo tutela[33];
a más de que la justicia en ellos no era sino por los previstos méritos de
Cristo, y la comunicación del Espíritu Santo hecha después de Cristo es mucho
más copiosa, como la cosa pactada vence en valor a la prenda, y como la
realidad excede en mucho a su figura. Y por ello así lo afirmó Juan: Aún no
había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido
glorificado[34]. Inmediatamente que Cristo ascendiendo a lo alto hubo tomado
posesión de su reino, conquistado con tanto trabajo, con divina munificencia
abrió sus tesoros, repartiendo a los hombres los dones del Espíritu Santo[35]:
Y no es que antes no hubies sido mandado el Espíritu Santo, sino que no había
sido dado como lo fue después de la glorificación de Cristo[36]. Y ello,
porque la naturaleza humana es esencialmente sierva de Dios: La criatura es
sierva, nosotros somos siervos de Dios según la naturaleza[37]; más aún, por
el primer pecado toda nuestra naturaleza cayó tan baja que se tornó enemiga de
Dios: Eramos por la naturaleza hijos de la ira[38]. No había fuerza capaz de
levantarnos de caída tan grande y rescatarnos de la eterna ruina. Pero Dios,
que nos había creado, se movió a piedad; y por medio de su Unigénito
restituyó al hombre a la noble altura de donde había caído, y aun le realzó
con más abundante riqueza de dones. Ninguna lengua puede expresar esta labor de
la divina gracia en las almas de los hombres, por la que son llamados, ya en las
Sagradas Escrituras, ya en los escritos de los Padres de la Iglesia,
regenerados, criaturas nuevas, participantes de la divina naturaleza, hijos de
Dios, deificados, y así más aún. Ahora bien, beneficios tan grandes
propiamente los debemos al Espíritu Santo.
El es el Espíritu de adopción de los hijos, en el cual clamamos: "Abba",
"Pater"; inunda los corazones con la dulzura de su paternal amor; da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[39]. Para declarar lo
cual es muy oportuna aquella observación del Angélico, de que hay cierta
semejanza entre las dos obras del Espíritu Santo; puesto que por la virtud del
Espíritu Santo Cristo fue concebido en santidad para ser hijo natural de Dios,
y los hombres son santificados para ser hijos adoptivos de Dios[40]. Y así, con
mucha mayor nobleza aún que en el orden natural, la espiritual generación es
fruto del Amor increado.
10. Esta regeneración y renovación comienza para cada uno en el Bautismo,
Sacramento en el que, arrojado del alma el espíritu inmundo, desciende a ella
por primera vez el Espíritu Santo, haciéndola semejante a sí: Lo que nace del
Espíritu es espíritu[41]. Con más abundancia se nos da el mismo Espíritu en
la Confirmación, por la que se nos infunde fortaleza y constancia para vivir
como cristianos: es el mismo Espíritu el que venció en los mártires y
triunfó en las vírgenes sobre los halagos y peligros. Hemos dicho que "se
nos da el mismo Espíritu": La caridad de Dios se difunde en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado[42]. Y en verdad no sólo
nos llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos, y aun El mismo es
el don supremo porque, al proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con
razón es don del Dios altísimo. Para mejor entender la naturaleza y efectos de
este don, conviene recordar cuanto, después de las Sagradas Escrituras,
enseñaron los sagrados doctores, esto es, que Dios se halla presente a todas
las cosas y que está en ellas: por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su
potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos;
por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser[43]. Mas en la
criatura racional se encuentra Dios ya de otra manera; esto es, en cuanto es
conocido y amado, ya que según naturaleza es amar el bien, desearlo y buscarlo.
Finalmente, Dios por medio de su gracia está en el alma del justo en forma más
íntima e inefable, como en su templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor por
el que el alma está íntimamente presente a Dios, y está en él más de lo que
pueda suceder entre los amigos más queridos, y goza de él con la más regalada
dulzura.
11. Y esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que
sólo en la condición o estado, mas no en la esencia, se diferencia de la que
constituye la felicidad en el cielo, aunque realmente se cumple por obra de toda
la Trinidad, por la venida y morada de las tres divinas Personas en el alma
amante de Dios, vendremos a él y haremos mansión junto a él[44], se atribuye,
sin embargo, como peculiar al Espíritu Santo. Y es cierto que hasta entre los
impíos aparecen vestigios del poder y sabiduría divinos; mas de la caridad,
que es como "nota" propia del Espíritu Santo, tan sólo el justo
participa.
Añádase que a este Espíritu se le da el apelativo de Santo, también
porque, siendo el primero y eterno Amor, nos mueve y excita a la santidad que en
resumen no es sino el amor a Dios. Y así, el Apóstol, cuando llama a los
justos templos de Dios, nunca les llama expresamente templos "del
Padre" o "del Hijo", sino "del Espíritu Santo":
¿Ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros, pues le habéis recibido de Dios?[45]. A la inhabitación del
Espíritu Santo en las almas justas sigue la abundancia de los dones
celestiales. Así enseña Santo Tomás: El Espíritu Santo, al proceder como
Amor, procede en razón de don primero; por esto dice Agustín que, por medio de
este don que es el Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen a los
miembros de Cristo[46]. Entre estos dones se hallan aquellos ocultos avisos e
invitaciones que se hacen sentir en la mente y en el corazón por la moción del
Espíritu Santo; de ellos depende el principio del buen camino, el progreso en
él, y la salvación eterna. Y puesto que estas voces e inspiraciones nos llegan
muy ocultamente, con toda razón en las Sagradas Escrituras alguna vez se dicen
semejantes al susurro del viento; y el Angélico Doctor sabiamente las compara
con los movimientos del corazón, cuya virtud toda se halla oculta: El corazón
tiene una cierta influencia oculta, y por ello al corazón se compara el
Espíritu Santo que invisiblemente vivifica a la Iglesia y la une[47].
12. Y el hombre justo que ya vive la vida de la divina gracia y opera por
congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de
aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos
el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las
divinas inspiraciones: es tanta la eficacia de estos dones, que la conducen a la
cumbre de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque
más perfectos, en el reino celestial. Merced a esos dones, el Espíritu Santo
nos mueve y realza a desear y conseguir las evangélicas bienaventuranzas, que
son como flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna
bienaventuranza. Y muy regalados son, finalmente, los frutos enumerados por el
Apóstol[48] que el Espíritu Santo produce y comunica a los hombres justos, aun
durante la vida mortal, llenos de toda dulzura y gozo, pues son del Espíritu
Santo que en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo y que llena de infinita
dulzura a las criaturas todas[49].
Y así el Divino Espíritu, que procede del Padre y del Hijo en la eterna luz
de santidad como amor y como don, luego de haberse manifestado a través de
imágenes en el Antiguo Testamento, derramaba la abundancia de sus dones en
Cristo y en su cuerpo místico, la Iglesia; y con su gracia y saludable
presencia alza a los hombres de los caminos del mal, cambiándoles de terrenales
y pecadores en criaturas espirituales y casi celestiales. Pues tantos y tan
señalados son los beneficios recibidos de la bondad del Espíritu Santo, la
gratitud nos obliga a volvernos a El, llenos de amor y devoción.
13. Seguramente harán esto muy bien y perfectamente los hombres cristianos,
si cada día se empeñaren más en conocerle, amarle y suplicarle: a ese fin
tiende esta exhortación dirigida a los mismos, tal como surge espontánea de
Nuestro paternal ánimo.
Acaso no falten en nuestros días algunos que, de ser interrogados como en
otro tiempo lo fueron algunos por San Pablo, "si habían recibido el
Espíritu Santo", contestarían a su vez: Nosotros, ni siquiera hemos oído
si existe el Espíritu Santo[50]. Que si a tanto no llega la ignorancia, en una
gran parte de ellos es muy escaso su conocimiento sobre El; tal vez hasta con
frecuencia tienen su nombre en los labios, mientras su fe está llena de crasas
tinieblas. Recuerden, pues, los predicadores y párrocos que les pertenece
enseñar con diligencia y claramente al pueblo la doctrina católica sobre el
Espíritu Santo, mas evitando las cuestiones arduas y sutiles, y huyendo de la
necia curiosidad que presume indagar los secretos todos de Dios. Cuiden recordar
y explicar claramente los muchos y grandes beneficios que del Divino Dador nos
vienen constantemente, de forma que sobre cosas tan altas desaparezca el error y
la ignorancia, impropios de los hijos de la luz. Insistimos en esto no sólo por
tratarse de un misterio, que directamente nos prepara para la vida eterna y que,
por ello, es necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto
más clara y plenamente se conoce el bien, más intensamente se le quiere y se
le ama. Esto es lo que ahora queremos recomendaros: Debemos amar al Espíritu
Santo, porque es Dios: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma y con toda tu fortaleza[51]. Y ha de ser amado, porque es el Amor
sustancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor; y luego
tanto más le debemos amar cuanto que nos ha llenado de inmensos beneficios que,
si atestiguan la benevolencia del donante, exigen la gratitud del alma que los
recibe. Amor éste, que tiene una doble utilidad, ciertamente no pequeña.
Primeramente, nos obliga a tener en esta vida un conocimiento cada día más
claro del Espíritu Santo: El que ama, dice Santo Tomás, no se contenta con un
conocimiento superficial del amado, sino que se esfuerza por conocer cada una de
las cosas que le pertenecen intrínsecamente y así entra en su interior, como
del Espíritu Santo, que es amor de Dios, se dice que examina hasta lo profundo
de Dios[52]. En segundo lugar, que será mayor aún la abundancia de sus
celestiales dones, pues como la frialdad hace cerrarse la mano del donante, el
agradecimiento la hace ensancharse. Y cuidese bien de que dicho amor no se
limite a áridas disquisiciones o a externos actos religiosos; porque debe ser
operante, huyendo del pecado, que es especial ofensa contra el Espíritu Santo.
Cuanto somos y tenemos, todo es don de la divina bondad que corresponde como
propia al Espíritu Santo; luego el pecador le ofende al mismo tiempo que recibe
sus beneficios, y abusa de sus dones para ofenderle, al mismo tiempo que, porque
es bueno, se alza contra El multiplicando incesantes sus culpas.
14. Añádase, además, que, pues el Espíritu Santo es espíritu de verdad,
si alguno falta por debilidad o ignorancia, tal vez tenga alguna excusa ante el
tribunal de Dios; mas el que por malicia se opone a la verdad o la rehuye comete
gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado tan frecuente en nuestra
época, que parecen llegados los tristes tiempos descritos por San Pablo, en los
cuales, obcecados los hombres por justo juicio de Dios, reputan como verdaderas
las cosas falsas, y al príncipe de este mundo, que es mentiroso y padre de la
mentira, le creen como a maestro de la verdad: Dios les enviará espíritu de
error para que crean a la mentira[53]: en los últimos tiempos se separarán
algunos de la fe, para creer en los espíritus del error y en las doctrinas de
los demonios[54]. Y por cuanto el Espíritu Santo, según arriba hemos dicho,
habita en nosotros como en su templo, repitamos con el Apóstol: No queráis
contristar al Espíritu Santo de Dios, que os ha consagrado[55]. Para ello no
basta huir de todo lo que es inmundo, sino que el hombre cristiano debe
resplandecer en toda virtud, especialmente en pureza y santidad, para no
desagradar a huésped tan grande, puesto que la pureza y la santidad son las
propias del templo. Por ello exclama el mismo Apóstol: Pero ¿es que no sabéis
que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno
osare profanar el templo de Dios, será maldito de Dios, pues el templo debe ser
santo y vosotros sois este templo[56]; amenaza tremenda, pero justísima.
15. Por último, conviene rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y
protección todos necesitamos en extremo. Somos pobres, débiles, atribulados,
inclinados al mal: luego recurramos a El, fuente inexhausta de luz, de consuelo
y de gracia. Sobre todo, debemos pedirle perdón de los pecados, que tan
necesario nos es, puesto que es el Espíritu Santo don del Padre y del Hijo, y
los pecadores son perdonados por medio del Espíritu Santo como por don de
Dios[57], lo cual se proclama expresamente en la liturgia cuando al Espíritu
Santo le llama remisión de todos los pecados[58].
Cuál sea la manera conveniente para invocarle lo aprendamos de la Iglesia,
que suplicante se vuelve al mismo Espíritu Santo y lo llama con los nombres
más dulces de padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones,
consolador benéfico, huésped del alma, aura de refrigerio; y le suplica
encarecidamente que limpie, sane y riegue nuestras mentes y nuestros corazones,
y que conceda a todos los que en El confiamos el premio de la virtud, el feliz
final de la vida presente, el perenne gozo en la futura. Ni cabe pensar que
estas plegarias no sean escuchadas por aquel de quien leemos que ruega por
nosotros con gemidos inenarrables[59]. En resumen, debemos suplicarle con
confianza y constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y
nos inflame con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que
trabajemos con denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que El es la
prenda de nuestra heredad[60].
16. Ved, Venerables Hermanos, los avisos y exhortaciones Nuestras sobre la
devoción al Espíritu Santo, y no dudamos que por virtud principalmente de
vuestro trabajo y solicitud, se han de producir saludables frutos en el pueblo
cristiano. Cierto que jamás faltará Nuestra obra en cosa de tan gran
importancia; más aún, tenemos la intención de fomentar ese tan hermoso
sentimiento de piedad por aquellos modos que juzgaremos más convenientes a tal
fin. Entre tanto, puesto que Nos, hace ahora dos años, por medio del Breve
Provida Matris, recomendamos a los católicos para la solemnidad de Pentecostés
algunas especiales oraciones a fin de suplicar por el cumplimiento de la unidad
cristiana, Nos place ahora añadir aquí algo más. Decretamos, por lo tanto, y
mandamos que en todo el mundo católico en este año, y siempre en lo por venir,
a la fiesta de Pentecostés preceda la novena en todas las iglesias parroquiales
y también aun en los demás templos y oratorios, a juicio de los Ordinarios.
Concedemos la indulgencia de siete años y otras tantas cuarentenas por cada
día a todos los que asistieren a la novena y oraren según Nuestra intención,
además de la indulgencia plenaria en un día de la novena, o en la fiesta de
Pentecostés y aun dentro de la octava, siempre que confesados y comulgados
oraren según Nuestra intención. Queremos igualmente también que gocen de
tales beneficios todos aquellos que, legítimamente impedidos, no puedan asistir
a dichos cultos públicos, y ello aun en los lugares donde no pudieren
celebrarse cómodamente _a juicio del Ordinario_ en el templo, con tal que
privadamente hagan la novena y cumplan las demás obras y condiciones
prescritas. Y Nos place añadir del tesoro de la Iglesia que puedan lucrar
nuevamente una y otra indulgencia todos los que en privado o en público
renueven según su propia devoción algunas oraciones al Espíritu Santo cada
día de la octava de Pentecostés hasta la fiesta inclusive de la Santísima
Trinidad, siempre que cumplan las demás condiciones arriba indicadas. Todas
estas indulgencias son aplicables también aun a las benditas almas del
Purgatorio.
17. Y ahora Nuestro pensamiento se vuelve a donde comenzó, a fin de lograr
del divino Espíritu, con incesantes oraciones, su cumplimiento. Unid, pues,
Venerables Hermanos, a Nuestras oraciones también las vuestras, así como las
de todos los fieles, interponiendo la poderosa y eficaz mediación de la
Santísima Virgen. Bien sabéis cuán íntimas e inefables relaciones existen
entre ella y el Espíritu Santo, puesto que es su Esposa inmaculada. La Virgen
cooperó con su oración muchísimo así al misterio de la Encarnación como a
la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Que Ella continúe, pues,
realzando con su patrocinio nuestras comunes oraciones, para que en medio de las
afligidas naciones se renueven los divinos prodigios del Espíritu Santo,
celebrados ya por el profeta David: Manda tu Espíritu y serán creados, y
renovarás la faz de la tierra[61].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 9 de mayo del año 1897, vigésimo
de Nuestro Pontificado.
[1] Io. 16, 7.
[2] Iob 26, 13.
[3] Sap. 1, 7.
[4] S. Leo M. Sermo 2 in anniv. ass. suae.
[5] De Spiritu Sancto 16, 39.
[6] Io. 1, 18.
[7] 1a., 31, 2. _De Trin. 1, 3.
[8] Rom. 11, 36.
[9] De Trin. 6, 10; 1, 6.
[10] S. Aug. De Trin., 1, 4 et 5.
[11] S. Aug., ibid.
[12] S. Th. 1a. 39, 7.
[13] S. Aug. De Trin. 4, 20.
[14] Mat. 1, 18. 20.
[15] 1 Tim. 3, 16.
[16] 3, 16.
[17] Enchir. 30. _S. Th. 3a. 32, 1.
[18] Act. 10, 38.
[19] S. Basil. De Sp. S. 16.
[20] Hebr. 9, 14.
[21] 4, 1; 11, 2. 3.
[22] De Trin. 15, 26.
[23] 2, 28. 29.
[24] Cyr. Hierosol. Catech. 17.
[25] In Mat. hom. 1; 2 Cor. 3, 3.
[26] Io. 16, 12, 13.
[27] Ibid. 14. 16. 17.
[28] Act. 20, 28.
[29] Io. 20, 22. 23.
[30] S. Aug. Serm. 187 de temp.
[31] 7, 38. 39.
[32] S. Leo M., Hom. 3 de Pentec.
[33] Gal. 4, 1. 2.
[34] 7, 39.
[35] Eph. 4, 8.
[36] Aug. de Trin. 1. 4, c. 20.
[37] S. Cyr. Alex. Thesaur. 1. 5, c. 5.
[38] Eph. 2, 3.
[39] Rom. 8, 15, 16.
[40] 3a. 32, 1.
[41] Io. 3, 7.
[42] Rom. 5, 5.
[43] 1a. S. Th., 8, 3.
[44] Io. 14, 23.
[45] 1 Cor. 6, 19.
[46] 1o. 38, 2. _S. Aug. De Trin. 15, 19.
[47] 3o. 8, 1 ad 3.
[48] Gal. v. 22.
[49] S. Aug. De Trin. 5, 9.
[50] Act. 19, 2.
[51] Deut. 6, 5.
[52] 1 Cor. 2, 10. _1. 2ae. 28, 2.
[53] 2 Thes. 2, 10.
[54] 1 Tim. 4, 1.
[55] Eph. 4, 30.
[56] 1 Cor. 3, 16. 17.
[57] Sum. theol. 3a. 3, 8 ad 3.
[58] In Miss. Rom. fer. 3 post Pent.
[59] Rom. 8, 26.
[60] Eph. 1, 14.
[61] Ps. 103, 30.