El Corazón
de Juan Pablo II - Carta Apostólica - Dies Domini, Parte
I |
LA
SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO
"DIES
DOMINI"
Carta Apostólica al
episcopado, al clero y a los fieles
S.S. Juan Pablo II
31 de Mayo de 1998
ÍNDICE
COMPLETO
Introducción
Capítulo I
DIES
DOMINI Celebración de la obra del
Creador
« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)
« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » (Gn
1,1)
El « shabbat »: gozoso descanso del Creador
« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn
2,3)
« Recordar » para « santificar »
Del sábado al domingo
Capítulo
II DIES CHRISTI
El día
del Señor resucitado y el don del Espíritu
La Pascua semanal
El primer día de la semana
Diferencia progresiva del sábado
El día de la nueva creación
El octavo día, figura de la eternidad
El día de Cristo-luz
El día del don del Espíritu
El día de la fe
¡Un día irrenunciable!
Capítulo
III DIES ECCLESIAE
La
asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
La asamblea eucarística
La Eucaristía dominical
El día de la Iglesia
Pueblo peregrino
Día de la esperanza
La mesa de la Palabra
La mesa del Cuerpo de Cristo
Banquete pascual y encuentro fraterno
De la Misa a la « misión »
El precepto dominical
Celebración gozosa y animada por el canto
Celebración atrayente y participada
Otros momentos del domingo cristiano
Asambleas dominicales sin sacerdote
Transmisión por radio y televisión
Capítulo
IV DIES HOMINIS
El
domingo día de alegría, descanso y solidaridad.
La « alegría plena » de Cristo
La observancia del sábado
El día del descanso
Día de la solidaridad
Capítulo
V DIES DIERUM
El domingo fiesta
primordial, reveladora del sentido del tiempo
Cristo Alfa y Omega del tiempo
El domingo en el año litúrgico
CONCLUSIÓN
PARTE I
Venerables Hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
1. El día del Señor como ha sido llamado el domingo
desde los tiempos apostólicos(1) ha tenido siempre, en la
historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su
estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano.
En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del
tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de
la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre
el pecado y la muerte, la realización en él de la primera
creación y el inicio de la « nueva creación » (cf. 2 Co
5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del
primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la
esperanza activa, del « último día », cuando Cristo vendrá
en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y «
hará un mundo nuevo » (cf. Ap 21,5).
Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación del
Salmista: « Éste es el día en que actuó el Señor: sea
nuestra alegría y nuestro gozo » (Sal 118 [117],24).
Esta invitación al gozo, propio de la liturgia de Pascua,
muestra el asombro que experimentaron las mujeres que habían
asistido a la crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro «
muy temprano, el primer día después del sábado » (Mc
16,2), lo encontraron vacío. Es una invitación a revivir, de
alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús,
que sentían « arder su corazón » mientras el Resucitado se
les acercó y caminaba con ellos, explicando las Escrituras y
revelándose « al partir el pan » (cf. Lc 24,32.35). Es
el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que
los Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día,
cuando fueron visitados por Jesús resucitado y recibieron el don
de su paz y de su Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
2. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que
se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa
realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero
históricamente atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de
ver al Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de
manera absolutamente singular en la historia de los hombres, sino
que está en el centro del misterio del tiempo. En efecto,
como recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de
Pascua, el rito de preparación del cirio pascual, de
Cristo « es el tiempo y la eternidad ». Por esto, conmemorando
no sólo una vez al año, sino cada domingo, el día de la
resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo
que constituye el eje central de la historia, con el cual se
relacionan el misterio del principio y el del destino final del
mundo.
Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía de un
autor del siglo IV, que el « día del Señor » es el « señor
de los días ».(2) Quienes han recibido la gracia de creer en el
Señor resucitado pueden descubrir el significado de este día
semanal con la emoción vibrante que hacía decir a san
Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el
día de los cristianos; es nuestro día ».(3) Ésta es
efectivamente para los cristianos la « fiesta primordial »,(4)
instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino para
poner de relieve su sentido más profundo.
3. Su importancia fundamental, reconocida siempre en los dos
mil años de historia, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II: « La Iglesia, desde la tradición apostólica que
tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo,
celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se
llama con razón "día del Señor" o domingo ».(5)
Pablo VI subrayó de nuevo esta importancia al aprobar el nuevo
Calendario romano general y las Normas universales que regulan el
ordenamiento del Año litúrgico.(6) La proximidad del tercer
milenio, al apremiar a los creyentes a reflexionar a la luz de
Cristo sobre el camino de la historia, los invita también a
descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su « misterio
», el valor de su celebración, su significado para la
existencia cristiana y humana.
Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del magisterio e
iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al
Concilio, vosotros, queridos Hermanos en el episcopado, tanto
individual como conjuntamente ayudados por vuestro
clero habéis emprendido sobre este importante tema. En los
umbrales del Gran Jubileo del año 2000 he querido ofreceros esta
Carta apostólica para apoyar vuestra labor pastoral en un sector
tan vital. Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros,
queridos fieles, como haciéndome presente en cada comunidad
donde todos los domingos os reunís con vuestros Pastores para
celebrar la Eucaristía y el « día del Señor ». Muchas de las
reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica
han madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego,
después de asumir el ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de
Pedro, en las visitas a las parroquias romanas, efectuadas
precisamente de manera regular en los domingos de los diversos
períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece como si
continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles,
reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y
subrayando las razones para vivirlo como verdadero « día del
Señor », incluso en las nuevas circunstancias de nuestro
tiempo.
4. Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado relativamente
reciente, la « santificación » del domingo estaba favorecida,
en los Países de tradición cristiana, por una amplia
participación popular y casi por la organización misma de la
sociedad civil, que preveía el descanso dominical como punto
fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales. Pero
hoy, en los mismos Países en los que las leyes establecen el
carácter festivo de este día, la evolución de las condiciones
socioeconómicas a menudo ha terminado por modificar
profundamente los comportamientos colectivos y por consiguiente
la fisonomía del domingo. Se ha consolidado ampliamente la
práctica del « fin de semana », entendido como tiempo semanal
de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y
caracterizado a menudo por la participación en actividades
culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo coincide en
general precisamente con los días festivos. Se trata de un
fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos
positivos en la medida en que puede contribuir al respeto de
valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la
vida social en su conjunto. Responde no sólo a la necesidad de
descanso, sino también a la exigencia de « hacer fiesta »,
propia del ser humano. Por desgracia, cuando el domingo pierde el
significado originario y se reduce a un puro « fin de semana »,
puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan
restringido que no le permite ya ver el « cielo ». Entonces,
aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de « hacer
fiesta ».(7)
A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que no
confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera
santificación del día del Señor, con el « fin de semana »,
entendido fundamentalmente como tiempo de mero descanso o
diversión. A este respecto, urge una auténtica madurez
espiritual que ayude a los cristianos a « ser ellos mismos »,
en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar
razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
Esto ha de significar también una comprensión más profunda del
domingo, para vivirlo, incluso en situaciones difíciles, con
plena docilidad al Espíritu Santo.
5. La situación, desde este punto de vista, se presenta más
bien confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas
Iglesias jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar
la celebración dominical, tanto en las ciudades como en los
pueblos más alejados. Al contrario, en otras regiones, debido a
las mencionadas dificultades sociológicas y quizás por la falta
de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente
bajo de participantes en la liturgia dominical. En la conciencia
de muchos fieles parece disminuir no sólo el sentido de la
centralidad de la Eucaristía, sino incluso el deber de dar
gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro de la
comunidad eclesial.
A todo esto se añade que, no sólo en los Países de misión,
sino también en los de antigua evangelización, por escasez de
sacerdotes a veces no se puede garantizar la celebración
eucarística dominical en cada comunidad.
6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus
consiguientes interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar
las motivaciones doctrinales profundas que son la base del
precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el
valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana. Actuando
así nos situamos en la perenne tradición de la Iglesia,
recordada firmemente por el Concilio Vaticano II al enseñar que,
en el domingo, « los fieles deben reunirse en asamblea a fin de
que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la
Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y gloria
del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para
una esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de
entre los muertos (cf. 1 P 1,3) ».(8)
7. En efecto, el deber de santificar el domingo, sobre todo
con la participación en la Eucaristía y con un descanso lleno
de alegría cristiana y de fraternidad, se comprende bien si se
tienen presentes las múltiples dimensiones de ese día, al que
dedicaremos atención en la presente Carta.
Este es un día que constituye el centro mismo de la vida
cristiana. Si desde el principio de mi Pontificado no me ha
cansado de repetir: « ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía,
abrid de par en par las puertas a Cristo! »,(9) en esta misma
línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de
nuevo el domingo: ¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a
Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo
pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del
tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega « su día »
como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento de este
día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en
plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar
una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de
cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo
perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de
nuestras relaciones y de nuestra vida.
CAPÍTULO I
DIES DOMINI
Celebración de la obra del Creador
« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn
1,3)
8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una
fiesta pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo
resucitado. Es la celebración de la « nueva creación ». Pero
precisamente este aspecto, si se comprende profundamente, es
inseparable del mensaje que la Escritura, desde sus primeras
páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación
del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en
la « plenitud de los tiempos » (Ga 4,4), no es menos
verdad que, gracias a su mismo misterio de Hijo eterno del Padre,
es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su
Evangelio: « Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no
se hizo nada de lo que se ha hecho » (1,3). Lo subraya también
Pablo al escribir a los Colosenses: « Por medio de él fueron
creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e
invisibles [...]; todo fue creado por él y para él » (1,16).
Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se
reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo,
resucitando « de entre los muertos: el primero de todos » (1
Co 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso
que él mismo llevaría a término en el momento de su retorno
glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así
Dios lo será todo para todos » (1 Co 15,24.28).
Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba
esta « misión cósmica » de Cristo. Esta visión
cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo, estaba
presente en la mirada complaciente de Dios cuando, al terminar
todo su trabajo, « bendijo Dios el día séptimo y lo santificó
» (Gn 2,3). Entonces según el autor sacerdotal de
la primera narración bíblica de la creación empezaba el
« sábado », tan característico de la primera Alianza, el cual
en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la nueva y
definitiva Alianza. El mismo tema del « descanso de Dios » (cf.
Gn 2,2) y del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con
la entrada en la tierra prometida (cf. Ex 33,14; Dt 3,20;
12,9; Jos 21,44; Sal 95 [94],11), en el Nuevo
Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo « descanso
sabático » (Hb 4,9) en el que Cristo mismo entró con su
resurrección y en el que está llamado a entrar el pueblo de
Dios, perseverando en su actitud de obediencia filial (cf. Hb
4,3-16). Es necesario, pues, releer la gran página de la
creación y profundizar en la teología del « sábado », para
entrar en la plena comprensión del domingo.
« Al principio creó Dios el cielo y la tierra »
» (Gn 1,1)
9. El estilo poético de la narración genesíaca describe muy
bien el asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la
creación y el sentimiento de adoración que deriva de ello hacia
Aquél que sacó de la nada todas las cosas. Se trata de una
página de profundo significado religioso, un himno al Creador
del universo, señalado como el único Señor ante las frecuentes
tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a
la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano
poderosa y misericordiosa de Dios.
« Vio Dios que estaba bien » (Gn 1,10.12, etc.). Este
estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz
positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever
al mismo tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para
su posible regeneración: el mundo es bueno en la medida en que
permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo,
después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que,
con la ayuda de la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta
dialéctica, obviamente, no atañe directamente a las cosas
inanimadas y a los animales, sino a los seres humanos, a los
cuales se ha concedido el don incomparable, pero también
arriesgado, de la libertad. La Biblia, después de las
narraciones de la creación, pone de relieve este contraste
dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito
oscuro del pecado y de la muerte (cf. Gn 3).
10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la
impronta de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y
gozado, aunque destinado a ser cultivado y desarrollado. La «
conclusión » de la obra de Dios abre el mundo al trabajo del
hombre. « Dio por concluida Dios en el séptimo día la labor
que había hecho » (Gn 2,2). A través de este
lenguaje antropomórfico del « trabajo » divino, la Biblia no
sólo nos abre una luz sobre la misteriosa relación entre el
Creador y el mundo creado, sino que proyecta también esta luz
sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos. El « trabajo
» de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En
efecto, el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también
a « construir » el mundo, haciéndose así « colaborador » de
Dios. Los primeros capítulos del Génesis, como exponía en la
Encíclica Laborem exercens, constituyen en cierto sentido
el primer « evangelio del trabajo ».(10) Es una verdad
subrayada también por el Concilio Vaticano II: « El hombre,
creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo
en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en
ella hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas,
de relacionarse a sí mismo y al universo entero con Él, de modo
que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea
admirable el nombre de Dios en toda la tierra ».(11)
La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de la
técnica, de la cultura en sus diversas expresiones
desarrollo cada vez más rápido y hoy incluso
vertiginoso es el fruto, en la historia del mundo, de la
misión con la que Dios confió al hombre y a la mujer el
cometido y la responsabilidad de llenar la tierra y de someterla
mediante el trabajo, observando su Ley.
El « shabbat »: gozoso descanso del Creador
11. Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el
hombre el « trabajo » de Dios, lo es también su « descanso
». « Concluyó en el séptimo día su trabajo » (Gn
2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo lleno de un
fecundo mensaje.
En efecto, el « descanso » de Dios no puede interpretarse
banalmente como una especie de « inactividad » de Dios. El acto
creador que está en la base del mundo es permanente por su
naturaleza y Dios nunca cesa de actuar, como Jesús mismo se
preocupa de recordar precisamente con referencia al precepto del
sábado: « Mi Padre actúa siempre y también yo actuó » (Jn
5,17). El descanso divino del séptimo día no se refiere a un
Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización
llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un
trabajo « bien hecho » (Gn 1,31), salido de sus manos
para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia:
una mirada « contemplativa », que ya no aspira a nuevas obras,
sino más bien a gozar de la belleza de lo realizado; una mirada
sobre todas las cosas, pero de modo particular sobre el hombre,
vértice de la creación. Es una mirada en la que de alguna
manera se puede intuir la dinámica « esponsal » de la
relación que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su
imagen, llamándola a comprometerse en un pacto de amor. Es lo
que él realizará progresivamente, en la perspectiva de la
salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la alianza
salvífica establecida con Israel y culminada después en Cristo:
será precisamente el Verbo encarnado, mediante el don
escatológico del Espíritu Santo y la constitución de la
Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien distribuirá el don de
misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda la
humanidad.
12. En el designio del Creador hay una distinción, pero
también una relación íntima entre el orden de la creación y
el de la salvación. Ya lo subraya el Antiguo Testamento cuando
pone el mandamiento relativo al « shabbat » respecto no
sólo al misterioso « descanso » de Dios después de los días
de su acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a
la salvación ofrecida por él a Israel para liberarlo de la
esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15). El Dios que
descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo
que manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión
del faraón. En uno y otro caso se podría decir, según una
imagen querida por los profetas, que él se manifiesta como el
esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is
54,4-8).
En efecto, para comprender el «
shabbat », el «
descanso » de Dios, como sugieren algunos elementos de la
tradición hebraica misma,(12) conviene destacar la intensidad
esponsal que caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo Testamento,
la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo,
esta maravillosa página de Oseas: « Haré en su favor un pacto
el día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con
el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de
esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te
desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en
justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré
conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor » (2,20-22).
« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó »
(Gn 2,3)
13. El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara
el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la
profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el
sábado no se coloca junto a los ordenamientos meramente
cultuales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro
del Decálogo, las « diez palabras » que delimitan los
fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada
hombre. Al analizar este mandamiento en la perspectiva de las
estructuras fundamentales de la ética, Israel y luego la Iglesia
no lo consideran una mera disposición de disciplina religiosa
comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable
de su relación con Dios, anunciada y propuesta por la
revelación bíblica. Con en esta perspectiva es como se ha de
descubrir hoy este precepto por parte de los cristianos. Si este
precepto tiene también una convergencia natural con la necesidad
humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a la fe
para descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de
banalizarlo y traicionarlo.
14. El día del descanso es tal ante todo porque es el día «
bendecido » y « santificado » por Dios, o sea, separado de los
otros días para ser, entre todos, el « día del Señor ».
Para comprender plenamente el sentido de esta «
santificación » del sábado, en la primera narración bíblica
de la creación, conviene mirar el conjunto del texto del cual
emerge claramente como cada realidad está orientada, sin
excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen.
Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los
días del hombre.
Por tanto, si él « santifica » el séptimo día con una
bendición especial y lo hace « su día » por excelencia, esto
se ha de entender precisamente en la dinámica profunda del
diálogo de alianza, es más, del diálogo « esponsal ». Es un
diálogo de amor que no conoce interrupciones y que sin embargo
no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las
diversas facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias e
indirectas a las más intensas, que las palabras de la Escritura
y los testimonios de tantos místicos no temen también en
describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor
nupcial.
15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo
deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero
la relación del hombre con Dios necesita también momentos de
oración explícita, en los que dicha relación se convierte
en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la
persona. El « día del Señor » es, por excelencia, el día de
esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto,
haciéndose voz de toda la creación.
Precisamente por esto es también
el día del descanso.
La interrupción del ritmo a menudo avasallador de las
ocupaciones expresa, con el lenguaje plástico de la « novedad
» y del « desapego », el reconocimiento de la dependencia
propia y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El
día del Señor recalca continuamente este principio. El «
sábado » ha sido pues interpretado sugestivamente como un
elemento típico de aquella especie de « arquitectura sacra »
del tiempo que caracteriza la revelación bíblica.(13) El
sábado recuerda que el tiempo y la historia pertenecen a Dios
y que el hombre no puede dedicarse a su obra de colaborador del
Creador en el mundo sin tomar constantemente conciencia de esta
verdad.
« Recordar » para « santificar »
16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios impone la
observancia del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una
formulación característica: « Recuerda el día del sábado
para santificarlo » (20,8). Más adelante el texto inspirado da
su motivación refiriéndose a la obra de Dios: « Pues en seis
días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto
contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el
día del sábado y lo hizo sagrado » (11). Antes de imponer algo
que hacer el mandamiento señala algo que recordar.
Invita a recordar la obra grande y fundamental de Dios como es la
creación. Es un recuerdo que debe animar toda la vida religiosa
del hombre, para confluir después en el día en que el hombre es
llamado a descansar. El descanso asume así un valor
típicamente sagrado: el fiel es invitado a descansar no sólo como
Dios ha descansado, sino a descansar en el Señor,
refiriendo a él toda la creación, en la alabanza, en la acción
de gracias, en la intimidad filial y en la amistad esponsal.
17. El tema del « recuerdo » de las maravillas hechas por
Dios, en relación con el descanso sabático, se encuentra
también en el texto del Deuteronomio (5,12-15), donde el
fundamento del precepto se apoya no tanto en la obra de la
creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo por Dios
en el Éxodo: « Recuerda que fuiste esclavo en el país de
Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte
y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el
día del sábado » (Dt 5,15).
Esta formulación parece complementaria de la anterior.
Consideradas juntas, manifiestan el sentido del « día del
Señor » en una perspectiva unitaria de teología de la
creación y de la salvación. El contenido del precepto no es
pues primariamente una interrupción del trabajo, sino la celebración
de las maravillas obradas por Dios.
En la medida en que este « recuerdo »,
lleno de
agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso
del hombre, en el día del Señor, asume también su pleno
significado. Con el descanso el hombre entra en la dimensión del
« descanso » de Dios y participa del mismo profundamente,
haciéndose así capaz de experimentar la emoción de aquel mismo
gozo que el Creador experimentó después de la creación viendo
« cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn
1,31).
Del sábado al domingo
18. Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del
recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos,
percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo
inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día
después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección
del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la
revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de
la historia de la salvación y la anticipación del fin
escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo
que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y
resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización
definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su
venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido «
espiritual » del sábado, como subraya san Gregorio Magno: «
Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de
nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo ».(14) Por esto, el
gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en
el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo
con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos
llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn
20,19-23). En efecto, en el misterio pascual la condición humana
y con ella toda la creación, « que gime y sufre hasta hoy los
dolores de parto » (Rm 8,22), ha conocido su nuevo «
éxodo » hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden
exclamar, con Cristo, « ¡Abbá, Padre! » (Rm 8,15; Ga
4,6). A la luz de este misterio, el sentido del precepto
veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado,
integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el
rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del « sábado
» se pasa al « primer día después del sábado »; del
séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte
en el dies Christi!
CAPÍTULO II
DIES CHRISTI
El día del Señor resucitado y el don del
Espíritu
La Pascua semanal
19. « Celebramos el domingo por la venerable resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana
»: así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio
I,(15) testimoniando una práctica ya consolidada que se había
ido desarrollando desde los primeros años después de la
resurrección del Señor. San Basilio habla del « santo domingo,
honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los
demás días ».(16) San Agustín llama al domingo « sacramento
de la Pascua ».(17)
Esta profunda relación del domingo con la resurrección del
Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias,
tanto en Occidente como en Oriente. En la tradición de las
Iglesias orientales, en particular, cada domingo es la anastásimos
heméra, el día de la resurrección,(18) y precisamente por
ello es el centro de todo el culto.
A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve
claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces
como se ha dicho en la obra misma de la creación y,
más directamente, en el misterio del « descanso » bíblico de
Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la
resurrección de Cristo para comprender plenamente su
significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada
semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el
acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo.
20. Según el concorde testimonio evangélico, la
resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar « el
primer día después del sábado » (Mc 16,2.9; Lc
24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se
manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24,
13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc
24,36; Jn 20,19). Ocho días después como
testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26) los discípulos
estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se
hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la
pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la
octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1),
cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa
hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección
(cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer
anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la
multitud reunida que Cristo había resucitado y « los que
acogieron su palabra fueron bautizados » (Hch 2,41). Fue
la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se
congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de
Dios dispersos.
El primer día de la semana
21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, « el
primer día después del sábado », primero de la semana,
comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de
Cristo (cf. 1 Co 16,2). « Primer día después del
sábado » era también cuando los fieles de Tróada se
encontraban reunidos « para la fracción del pan », Pablo les
dirigió un discurso de despedida y realizó un milagro para
reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12). El libro del
Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día
de la semana el « día del Señor » (1,10). De hecho, ésta
será una de las características que distinguirá a los
cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía, desde
principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el
Joven, constatando la costumbre de los cristianos « de reunirse
un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a
Cristo como a un dios ».(19) En efecto, cuando los cristianos
decían « día del Señor », lo hacían dando a este término
el pleno significado que deriva del mensaje pascual: « Cristo
Jesús es Señor » (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co
12,3). De este modo se reconocía a Cristo el mismo título con
el que los Setenta traducían, en la revelación del Antiguo
Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no era lícito
pronunciar.
22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo semanal de
los días no era conocido generalmente en las regiones donde se
difundía el Evangelio, y los días festivos de los calendarios
griego y romano no coincidían con el domingo cristiano. Esto
comportaba para los cristianos una notable dificultad para
observar el día del Señor con su carácter fijo semanal. Así
se explica por qué los cristianos se veían obligados a reunirse
antes del amanecer.(20) Sin embargo, se imponía la fidelidad al
ritmo semanal, basada en el Nuevo Testamento y vinculada a la
revelación del Antiguo Testamento. Lo subrayan los Apologístas
y los Padres de la Iglesia en sus escritos y predicaciones. El
misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la
Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf.
24,27.44-47), Cristo resucitado debía haber explicado a los
discípulos. A la luz de esos textos, la celebración del día de
la resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico capaz de
expresar toda la novedad del misterio cristiano.
Diferencia progresiva del sábado
23. La catequesis de los primeros siglos insiste en esta
novedad, tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El
sábado los judíos debían reunirse en la sinagoga y practicar
el descanso prescrito por la Ley. Los Apóstoles, y en particular
san Pablo, continuaron frecuentando en un primer momento la
sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando « las escrituras
de los profetas que se leen cada sábado » (Hch 13,27).
En algunas comunidades se podía ver como la observancia del
sábado coexistía con la celebración dominical. Sin embargo,
bien pronto se empezó a distinguir los dos días de forma cada
vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia de
los cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a
conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio de
Antioquía escribe: « Si los que se habían criado en el antiguo
orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el
sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que
surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte [...],
misterio por el cual recibimos la fe y en el cual perseveramos
para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único
Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas,
discípulos suyos en el Espíritu, esperaban como a su maestro?
».(21) A su vez, san Agustín observa: « Por esto el Señor
imprimió también su sello a su día, que es el tercero después
de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el
octavo después del séptimo, es decir, después del sábado
hebraico y el primer día de la semana ».(22) La diferencia del
domingo respecto al sábado judío se fue consolidando cada vez
más en la conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos de la
historia, por el énfasis dado a la obligación del descanso
festivo, se dará una cierta tendencia de « sabatización » del
día del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los
que el sábado y el domingo se han observado como « dos días
hermanos ».(23)
El día de la nueva creación
24. La comparación del domingo cristiano con la concepción
sabática, propia del Antiguo Testamento, suscitó también
investigaciones teológicas de gran interés. En particular, se
puso de relieve la singular conexión entre la resurrección y la
creación. En efecto, la reflexión cristiana relacionó
espontáneamente la resurrección ocurrida « el primer día de
la semana » con el primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn
1,1-2,4), con la que el libro del Génesis narra el hecho de la
creación: el día de la creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta
relación invita a comprender la resurrección como inicio de una
nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él, «
primogénito de toda la creación » (Col 1,15), también
el « primogénito de entre los muertos » (Col 1,18).
25. El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún
otro, el cristiano está llamado a recordar la salvación que,
ofrecida en el bautismo, le hace hombre nuevo en Cristo. «
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis
resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de
entre los muertos » (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La
liturgia señala esta dimensión bautismal del domingo, sea
exhortando a celebrar los bautismos, además de en la Vigilia
pascual, también en este día semanal « en que la Iglesia
conmemora la resurrección del Señor »,24 sea sugiriendo, como
oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con
el agua bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda
existencia cristiana.(25)
El octavo día, figura de la eternidad
26. Por otra parte, el hecho de que el sábado fuera el
séptimo día de la semana llevó a considerar el día del Señor
a la luz de un simbolismo complementario, muy querido por los
Padres: el domingo, además de primer día, es también el «
día octavo », situado, respecto a la sucesión septenaria de
los días, en una posición única y trascendente, evocadora no
sólo del inicio del tiempo, sino también de su final en el «
siglo futuro ». San Basilio explica que el domingo significa el
día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día
sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo
imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio
incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los
cristianos y los alienta en su camino.(26) En la perspectiva del
último día, que realiza plenamente el simbolismo anticipador
del sábado, san Agustín concluye las Confesiones hablando del eschaton
como « paz del descanso, paz del sábado, paz sin ocaso ».(27)
La celebración del domingo, día « primero » y a la vez «
octavo », proyecta al cristiano hacia la meta de la vida
eterna.(28)
El día de Cristo-luz
27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro
valor simbólico que la reflexión creyente y la práctica
pastoral dieron al día del Señor. En efecto, una aguda
intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar, para el
domingo, el contenido del « día del sol », expresión con la
que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en
algunas lenguas contemporáneas,(29) apartando a los fieles de la
seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la
celebración de este día hacia Cristo, verdadero « sol » de la
humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos, utiliza la
terminología corriente para señalar que los cristianos hacían
su reunión « en el día llamado del sol »,(30) pero la
referencia a esta expresión tiene ya para los creyentes un
sentido nuevo, perfectamente evangélico.(31) En efecto, Cristo
es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también 1,4-5.9), y
el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne,
en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su
gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo de
Cristo resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las
Horas(32) y tiene un particular énfasis en la vigilia nocturna
que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo.
Al reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en
generación, el asombro de Zacarías cuando dirige su mirada
hacia Cristo anunciándolo como el « sol que nace de lo alto
para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte
» (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría
experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino
venido como « luz para alumbrar a las naciones » (Lc
2,32).
El día del don del Espíritu
28. Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con
referencia al Espíritu Santo, día del « fuego ». En efecto,
la luz de Cristo está íntimamente vinculada al « fuego » del
Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del domingo
cristiano.(33) Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de
Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos »
(Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el gran don
del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era
también domingo cuando, cincuenta días después de la
resurrección, el Espíritu, como « viento impetuoso » y «
fuego » (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los
Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no es sólo el
acontecimiento originario, sino el misterio que anima
permanentemente a la Iglesia.(34) Si este acontecimiento tiene su
tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se
concluye el « gran domingo »,(35) éste, precisamente por su
íntima conexión con el misterio pascual, permanece también
inscrito en el sentido profundo de cada domingo. La « Pascua de
la semana » se convierte así como en el « Pentecostés de la
semana », donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del
encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose
vivificar por el soplo de su Espíritu.
El día de la fe
29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el
domingo es por excelencia el día de la fe. En él el
Espíritu Santo, « memoria » viva de la Iglesia (cf. Jn
14, 26), hace de la primera manifestación del Resucitado un
acontecimiento que se renueva en el « hoy » de cada discípulo
de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se
sienten interpelados como el apóstol Tomás: « Acerca aquí tu
dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no
seas incrédulo sino creyente » (Jn 20, 27). Sí, el
domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la
liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades
litúrgicas, prevé la profesión de fe. El « Credo », recitado
o cantado, pone de relieve el carácter bautismal y pascual del
domingo, haciendo del mismo el día en el que, por un título
especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a su
Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas
bautismales. Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del
Señor, contempla a Jesús resucitado, presente en los « santos
signos », y confiesa con el apóstol Tomás « Señor mío y
Dios mío » (Jn 20,28).
¡ Un día irrenunciable !
30. Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las
dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe
ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. Un autor
oriental de principios del siglo III refiere que ya entonces en
cada región los fieles santificaban regularmente el domingo.(36)
La práctica espontánea pasó a ser después norma establecida
jurídicamente: el día del Señor ha marcado la historia
bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no
continúe caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro
tiempo pueden hacer más difícil la práctica del precepto
dominical encuentran una Iglesia sensible y maternalmente atenta
a las condiciones de cada uno de sus hijos. En particular, se
siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral, para
que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado
del flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración
del día del Señor. En este mismo sentido, ante una hipótesis
de reforma del calendario eclesial en relación con variaciones
de los sistemas del calendario civil, el Concilio Ecuménico
Vaticano II declara que la Iglesia « no se opone a los
diferentes sistemas [...], siempre que garanticen y conserven la
semana de siete días con el domingo ».(37) A las puertas del
tercer Milenio, la celebración del domingo cristiano, por los
significados que evoca y las dimensiones que implica en relación
con los fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento
característico de la identidad cristiana.
CAPÍTULO III
DIES ECCLESIAE
La asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo » (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo
escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente
de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la
resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento
pasado, sino que es celebración de la presencia viva del
Resucitado en medio de los suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera
adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren
individualmente y recuerden en su interior, en lo recóndito de
su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, los
que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados
sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo místico,
que han pasado a formar parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es
importante que se reúnan, para expresar así plenamente la
identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea
convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida «
para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn
11,52). Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga
3,28) mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta
externamente cuando los cristianos se reúnen: toman entonces
plena conciencia y testimonian al mundo que son el pueblo de los
redimidos formado por « hombres de toda raza, lengua, pueblo y
nación » (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de
Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera
comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos
de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados «
acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la
comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2,42).
La asamblea eucarística
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la
Eucaristía
no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente
».(39) La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun
siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan » (1 Co 10,17). Por esta
relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor,
el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de
manera insuperable en la Eucaristía.(40)
La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se
realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera
particular el día en el que toda la comunidad es convocada para
conmemorar la resurrección del Señor. El Catecismo de la
Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la
celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor
tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)
33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los
cristianos reviven de manera particularmente intensa la
experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua,
cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn
20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la
Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de
todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada
generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don
mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con
su Espíritu: « ¡Paz a vosotros! » Al volver Cristo entre
ellos « ocho días más tarde » (Jn 20,26), se ve
prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana
de reunirse cada octavo día, en el « día del Señor » o
domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los
frutos de la bienaventuranza prometida por él: « Dichosos los
que no han visto y han creído » (Jn 20,29). Esta íntima
relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía
es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los
dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo,
guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose
después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando « tomó
el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando »
(24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que
él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la «
fracción del pan », como se llamaba a la Eucaristía en la
primera generación cristiana.
La Eucaristía dominical
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí
misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro
día, ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental.
Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la Iglesia,(42) que
tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana
se reúne en oración con su propio Pastor: « La principal
manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación
plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas
celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía,
en una misma oración, junto a un único altar, que el Obispo
preside rodeado de su presbiterio y sus ministros ».(43) La
vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es
propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier
día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la
mención del Obispo en la oración eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de
la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la
caracterizan, precisamente porque se celebra « el día en que
Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su
vida inmortal »,(44) subraya con nuevo énfasis la propia
dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras
celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos
sus miembros para la « fracción del pan », se siente como el
lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la
Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la
comunión con la Iglesia universal,(45) implorando al Padre que
se acuerde « de la Iglesia extendida por toda la tierra », y la
haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con
los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en
el amor.
El día de la Iglesia
35. El
dies Domini se manifiesta así también como dies
Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión
comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente
destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de
recordar en otra ocasión, entre las numerosas actividades que
desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa para
la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y
de su Eucaristía ».(46) En este sentido, el Concilio Vaticano
II ha recordado la necesidad de « trabajar para que florezca el
sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración
común de la misa dominical ».(47) En la misma línea se sitúan
las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las
celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras
iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la
iglesia parroquial, precisamente para « fomentar el sentido de
la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente
en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al
Obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea
parroquial, cuyo pastor hace las veces del Obispo ».(48)
36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad.
En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que
caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por »
y « en » la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.(49) En dicha asamblea las familias cristianas viven una de
las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su «
ministerio » de « iglesias domésticas », cuando los padres
participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del
Pan de vida.(50) A este respecto, se ha de recordar que
corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la
participación en la Misa dominical, ayudados por los
catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el
proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la
iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la
obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando
las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para
niños, según las varias modalidades previstas por las normas
litúrgicas.(51)
En las Misas dominicales de la parroquia, como « comunidad
eucarística »,(52) es normal que se encuentren los grupos,
movimientos, asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas
presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más
profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones
espirituales específicas que legítimamente les caracterizan,
con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53)
Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar
las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de
evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario
ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar
salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad
eclesial.(54) Corresponde al prudente discernimiento de los
Pastores de las Iglesias particulares autorizar una eventual y
muy concreta derogación de esta norma, en consideración de
particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en
cuenta el bien de las personas y de los grupos, y especialmente
los frutos que pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.
Pueblo peregrino
37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el tiempo,
la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de
esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter
peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios.
En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el
último « día del Señor », el domingo que no tiene fin. En
realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del
misterio mismo de la Iglesia(55) y se hace visible en cada
celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar
de manera concreta la gloria de Cristo resucitado, evoca también
con mayor intensidad la gloria futura de su « retorno ». Esto
hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más
claramente su carácter « esponsal », anticipa de algún modo
la realidad escatológica de la Jerusalén celestial. Al reunir a
sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para la espera
del « divino Esposo », la Iglesia hace como un « ejercicio del
deseo »,(56) en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de
la nueva tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén,
bajará del cielo, de junto a Dios, « engalanada como una novia
ataviada para su esposo » (Ap 21,2).
Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la
fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En
efecto, la participación en la « cena del Señor » es
anticipación del banquete escatológico por las « bodas del
Cordero » (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo,
que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está
a la espera de « la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada con este intenso ritmo
semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza
humana misma. Por este motivo, en la oración « universal » se
recuerdan no sólo las necesidades de la comunidad cristiana,
sino las de toda la humanidad; la Iglesia, reunida para la
celebración de la Eucaristía, atestigua así al mundo que hace
suyos « el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos
los afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, al culminar
con el ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus
hijos, inmersos en el trabajo y los diversos cometidos de la
vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el
anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad,
manifiesta de manera más evidente que es « como un sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad
de todo el género humano ».(59)
La mesa de la Palabra
39. En la asamblea dominical, como en cada celebración
eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante
la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de
vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la
historia de la salvación y, particularmente, la del misterio
pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los
discípulos: « está presente en su palabra, pues es él mismo
el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura
».(60) En la segunda se hace real, sustancial y duradera la
presencia del Señor resucitado a través del memorial de su
pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda
de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que «
la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan
estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de
culto ».(61) El mismo Concilio ha establecido que, « para que
la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia
para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros
bíblicos ».(62) Ha dispuesto, además, que en las Misas de los
domingos, así como en las de los días de precepto, no se omita
la homilía si no es por causa grave.(63) Estas oportunas
disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a
propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia
de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días
festivos, escribía: « Todo esto se ha ordenado con el fin de
aumentar cada vez más en los fieles el "hambre y sed de
escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que,
bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva
alianza a la perfecta unidad de la Iglesia ».(64)
40. Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es
necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía
dominical, de que manera se proclama la Palabra de Dios, así
como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por
la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios.(65) Ambos aspectos, el
de la celebración y el de la experiencia vivida,
se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad
ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la
lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir
una « nueva responsabilidad » ante la misma, haciendo «
resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el
carácter peculiar del texto sagrado ».(66) Por otra, es preciso
que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien
preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado
de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas
específicas de profundización de los textos bíblicos,
especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura
del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con
docilidad a la interpretación eclesial,(67) no anima
habitualmente la vida de las personas y de las familias
cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la
Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos
esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las
comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical durante
la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía
sacerdotes, ministros y fieles,(68) a reflexionar
previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El
objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en
cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese
de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de manera que
éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte
en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de
quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca
preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto
sagrado y la oración, el comentario a la palabra del Señor,
expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos en
relación con los interrogantes y la vida de los hombres de
nuestro tiempo.
41. No se ha de olvidar, por lo demás, que
la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en
el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento
de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de
Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas
de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de
la alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a
responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la
alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el
esfuerzo de una continua « conversión ». La asamblea dominical
compromete de este modo a una renovación interior de las
promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al
recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la
celebración de la vigilia pascual o cuando se administra el
bautismo durante la Misa. En este marco, la proclamación de la
Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere el
tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los
momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la
Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del
desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a
confirmar su « sí », renovando la opción de fidelidad a Dios
y de adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su
Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya
por nosotros con su « Amén » (cf. 2 Co 1,20-22) y que
el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se
ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.(69)
La mesa del Cuerpo de Cristo
42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan
eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples
dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter
de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de
toda la comunidad en el « día del Señor », la Eucaristía se
presenta, de un modo más visible que en otros días, como la
gran « acción de gracias », con la cual la Iglesia, llena del
Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose
voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con
complacencia los acontecimientos de los días transcurridos
recientemente, para comprenderlos a la luz de Dios y darle
gracias por sus innumerables dones, glorificándole « por
Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo
». De este modo la comunidad cristiana toma conciencia
nuevamente del hecho de que todas las cosas han sido creadas por
medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él,
que vino en forma de siervo para compartir y redimir nuestra
condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10),
para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y
vida. En fin, al adherirse con su « Amén » a la doxología
eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la
esperanza hacia la meta escatológica, cuando Cristo « entregue
a Dios Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo » (1
Co 15,24.28).
43. Este movimiento « ascendente » es propio de toda
celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento
gozoso, lleno de reconocimiento y esperanza, pero se pone
particularmente de relieve en la Misa dominical, por su especial
conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte,
esta alegría « eucarística », que « levanta el corazón »,
es fruto del « movimiento descendente » de Dios hacia nosotros
y que permanece grabado perennemente en la esencia sacrificial de
la Eucaristía, celebración y expresión suprema del misterio de
la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo
« se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte
de cruz » (Flp 2,8).
En efecto, la Misa es la
viva actualización del sacrificio
de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se
ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una
eficacia del todo singular en las palabras de la consagración,
Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con
que se ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se
realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí
mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es
contenido e inmolado de manera incruenta ».(70) A su sacrificio
Cristo une el de la Iglesia: « En la Eucaristía el sacrificio
de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo.
La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y
su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y
adquieren así un valor nuevo ».(71) Esta participación de toda
la comunidad asume un particular relieve en el encuentro
dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con
las cargas humanas que la han caracterizado.
Banquete pascual y encuentro fraterno
44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el
carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la
cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó
a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de
él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como
sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la
participación en la cena del Señor es siempre comunión con
Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros ».(72)
Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando
participan en la Eucaristía, con la condición de que estén
en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados
graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el
Sacramento de la reconciliación,(73) según el espíritu de lo
que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co
11,27-32). La invitación a la comunión eucarística, como es
obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del
domingo y de los otros días festivos.
Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la
íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión
con los hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento
de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de
relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción
litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo
de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad. El
intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes
de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto
particularmente expresivo, que los fieles son invitados a
realizar como manifestación del consentimiento dado por el
pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración(74) y
del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del
único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: « Si,
pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de
que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí,
delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano;
luego vuelves y presentas tu ofrenda » (Mt 5,23-24).
De la Misa a la « misión »
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se
disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su
Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria.
En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo
realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro
del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los
cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la
presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores
y testigos en su vida cotidiana. La oración después de la
comunión y el rito de conclusión bendición y
despedida han de ser entendidos y valorados mejor, desde
este punto de vista, para que quienes han participado en la
Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se
les confía. Después de despedirse la asamblea, el discípulo de
Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer
de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios
(cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de
lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos de
Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado « en la
fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la
exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la
alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).
El precepto dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se
comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no
han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar
en la asamblea litúrgica. « Dejad todo en el día del
Señor dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado
Didascalia de los Apóstoles y corred con diligencia
a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues,
¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en
el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse
con el alimento divino que es eterno? ».(75) La llamada de los
Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el
ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y
situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este
deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que
sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas
situaciones de peligro y de restricción de la libertad
religiosa, como se puede constatar desde los primeros siglos de
la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador
Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica
cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar
a los cristianos del campo y de las ciudades.(76) Cuando, durante
la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas
con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que
desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no
faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de
Abitinia, en Africa proconsular, que respondieron a sus
acusadores: « Sin temor alguno hemos celebrado la cena del
Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley »; «
nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor ». Y una de las
mártires confesó: « Sí, he ido a la asamblea y he celebrado
la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana ».(77)
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de
conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos
de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al
principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más
tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido
explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor
parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en
ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas
precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a
partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que
no habla de obligación sino de consecuencias penales después de
tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante
(como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos
decretos de Concilios particulares han desembocado en una
costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo
obvia.(80)
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez
primera la tradición en una ley universal.(81) El Código actual
la confirma diciendo que « el domingo y las demás fiestas de
precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa
».(82) Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación
grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia
Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se considera
la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas
regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para
muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente
es a veces declaradamente hostil y, otras veces y más a
menudo indiferente y reacio al mensaje evangélico. El
creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de
poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es
necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su
vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para
celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva
Alianza. Corresponde de manera particular a los Obispos
preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los
fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del
Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar el
recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de
Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del
día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención
del trabajo ».(84)
49. Desde el momento en que participar en la Misa es una
obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los
Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la
posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea
están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por
ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del
Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los
días festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86)
y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la
observancia de la obligación comienza ya el sábado por la
tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo.(87)
En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de
vista litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa
llamada a veces « prefestiva », pero que en realidad es «
festiva » a todos los efectos, es la del domingo, con el
compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con
los fieles la oración universal.
Además, los pastores recordarán a los fieles que, al
ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben
preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren,
enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio personal.
Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una
calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera,
particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y
peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever
iniciativas particulares de asistencia religiosa.(89)
Celebración gozosa y animada por el canto
50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa
dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles,
se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas
por la prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo
con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración el
carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la
Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar
atención al canto de la asamblea, porque es
particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón,
pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la
única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su
calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la
melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo
sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la
tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un
patrimonio de valor inestimable.
Celebración atrayente y participada
51. Es necesario además esforzarse para que todos los
presentes jóvenes y adultos se sientan interesados,
procurando que los fieles intervengan en aquellas formas de
participación que la liturgia sugiere y recomienda.(90)
Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio ministerial al
servicio de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio
eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo.(91)
Aquí está el fundamento de la distinción, más que meramente
disciplinar, entre la función propia del celebrante y la que se
atribuye a los diáconos y a los fieles no ordenados.(92) No
obstante, los fieles han de ser también conscientes de que, en
virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, «
participan en la celebración de la Eucaristía ».(93) Aun en la
distinción de funciones, ellos « ofrecen a Dios la Víctima
divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el
ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su
función propia en la acción litúrgica »(94) recibiendo luz y
fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio de
una vida santa.
Otros momentos del domingo cristiano
52. Si la participación en la Eucaristía es el centro del
domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el
deber de « santificarlo ». En efecto, el día del Señor es
bien vivido si todo él está marcado por el recuerdo agradecido
y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello lleva a cada
discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la
jornada vividos fuera del contexto litúrgico vida en
familia, relaciones sociales, momentos de diversión un
estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado
en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los
padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no
solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también
para vivir juntos algún momento formativo y de mayor
recogimiento. Además, ¿por qué no programar también en la
vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas de
oración como son concretamente la celebración solemne
de las Vísperas o bien eventuales momentos de
catequesis, que en la vigilia del domingo o en la tarde del
mismo preparen y completen en el alma cristiana el don propio de
la Eucaristía?
Esta forma bastante tradicional de « santificar el domingo »
se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la
Iglesia manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la
potencia del Espíritu Santo mostrando, hoy más que nunca, que
no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres en el
campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es
más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con las
dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias
al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte
una nueva exigencia de oración en sus múltiples formas. Se
recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad, como
la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical
para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir,
preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una
experiencia más intensa de fe. Son momentos de gracia que es
preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con
auténtico tacto pastoral.
Asambleas dominicales sin sacerdote
53. Está el problema de las parroquias que no pueden disponer
del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía
dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes,
en las que un solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de
los fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también
pueden darse situaciones de emergencia en los Países de secular
tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite
garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad
parroquial. La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad
de la celebración eucarística, recomienda convocar asambleas
dominicales en ausencia del sacerdote,(95) según las
indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se
confía a las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin
embargo, debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la
Misa, única y verdadera actualización de la Pascua del Señor,
única realización completa de la asamblea eucarística que el
sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de
la Palabra y de la Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las
medidas pastorales que sean necesarias para que los fieles que
están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más
frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica
de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para
reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos
lejanos.
Transmisión por radio y televisión
54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o
cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de
lejos y del mejor modo posible a la celebración de la Misa
dominical, preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas
en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la
Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la radio
ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración eucarística
cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98) Obviamente
este tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el
precepto dominical, que exige la participación en la asamblea de
los hermanos mediante la reunión en un mismo lugar y la
consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para
quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están
por tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión
televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda, sobre todo si se
completa con el generoso servicio de los ministros
extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos,
transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la
comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical
produce también abundantes frutos y ellos pueden vivir el
domingo como verdadero « día del Señor » y « día de la
Iglesia ».
Continuación a PARTE II>>>
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Traspasados de Jesús y María
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