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Párrafo 2
JESÚS MURIÓ CRUCIFICADO
I El proceso de
Jesús
Divisiones de las autoridades judías respecto a
Jesús
595 Entre las autoridades religiosas de
Jerusalén, no solamente el fariseo Nicodemo (cf. Jn 7, 50) o el
notable José de Arimatea eran en secreto discípulos de Jesús (cf. Jn
19, 38-39), sino que durante mucho tiempo hubo disensiones a propósito
de El (cf. Jn 9, 16-17; 10, 19-21) hasta el punto de que en la misma
víspera de su pasión, S. Juan pudo decir de ellos que "un buen número
creyó en él", aunque de una manera muy imperfecta (Jn 12, 42). Eso no
tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de
Pentecostés "multitud de sacerdotes iban aceptando la fe" (Hch 6, 7) y
que "algunos de la secta de los Fariseos ... habían abrazado la fe" (Hch
15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a S. Pablo que
"miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos
partidarios de la Ley" (Hch 21, 20).
596 Las autoridades religiosas de Jerusalén no
fueron unánimes en la conducta a seguir respecto de Jesús (cf. Jn 9,
16; 10, 19). Los fariseos amenazaron de excomunión a los que le
siguieran (cf. Jn 9, 22). A los que temían que "todos creerían en él;
y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra
nación" (Jn 11, 48), el sumo sacerdote Caifás les propuso
profetizando: "Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que
perezca toda la nación" (Jn 11, 49-50). El Sanedrín declaró a Jesús
"reo de muerte" (Mt 26, 66) como blasfemo, pero, habiendo perdido el
derecho a condenar a muerte a nadie (cf. Jn 18, 31), entregó a Jesús a
los romanos acusándole de revuelta política (cf. Lc 23, 2) lo que le
pondrá en paralelo con Barrabás acusado de "sedición" (Lc 23, 19). Son
también las amenazas políticas las que los sumos sacerdotes ejercen
sobre Pilato para que éste condene a muerte a Jesús (cf. Jn 19, 12.
15. 21).
Los Judíos no son responsables colectivamente de la
muerte de Jesús
597 Teniendo en cuenta la complejidad histórica
manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y
sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso
(Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual solo Dios conoce, no se puede
atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de
Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc
15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las
exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23.
36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1 Ts 2, 14-15).
El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo
su ejemplo apelan a "la ignorancia" (Hch 3, 17) de los Judíos de
Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito
del pueblo: "¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mt
27, 25), que significa una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18,
6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en
el espacio y en el tiempo:
Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el
Concilio Vaticano II: "Lo que se perpetró en su pasión no puede ser
imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a
los judíos de hoy...no se ha de señalar a los judíos como reprobados
por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada
Escritura" (NA 4).
Todos los pecadores fueron los autores de la Pasión
de Cristo
598 La Iglesia, en el magisterio de su fe y en
el testimonio de sus santos no ha olvidado jamás que "los pecadores
mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas
que soportó el divino Redentor" (Catech. R. I, 5, 11; cf. Hb 12, 3).
Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo (cf.
Mt 25, 45; Hch 9, 4-5), la Iglesia no duda en imputar a los cristianos
la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús, responsabilidad
con la que ellos con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a
los judíos:
Debemos considerar como culpables de esta horrible
falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son
nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor
Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se
sumergen en los desórdenes y en el mal "crucifican por su parte de
nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia (Hb 6, 6). Y es
necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el
de los Judíos. Porque según el testimonio del Apóstol, "de haberlo
conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria"
(1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y
cuando renegamos de El con nuestras acciones, ponemos de algún modo
sobre El nuestras manos criminales (Catech. R. 1, 5, 11).
Y los demonios no son los que le han crucificado;
eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando
todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados (S. Francisco
de Asís, admon. 5, 3).
II La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación
"Jesús entregado según el preciso designio de
Dios"
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto
del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece
al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los
judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "fue
entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios"
(Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han
"entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de
un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo
están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio
eterno de "predestinación" incluyendo en él la respuesta libre de cada
hombre a su gracia: "Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad
contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio
Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2,
1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y
tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido
los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11)
para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
601 Este designio divino de salvación a través
de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había
sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención
universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la
esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo
profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3)
que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
(ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte
redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo
doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el
sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt
20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las
Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los
propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
"Dios le hizo pecado por nosotros"
602 En consecuencia, S. Pedro pudo formular así
la fe apostólica en el designio divino de salvación: "Habéis sido
rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con
algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de
cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la
creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de
vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del
pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co
15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf.
Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa
del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios "a quien no conoció pecado, le hizo
pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él"
(2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él
mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le
unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento
con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir
en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con
nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien
le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor
universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados,
Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor
benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es
que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm
5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola
de la oveja perdida que este amor es sin excepción: "De la misma
manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de
estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida en rescate por
muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone
el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se
entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los
Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por
todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre
alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853:
DS 624).
III
Cristo se ofreció a su Padre por nuestros pecados
Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
606 El Hijo de Dios "bajado del cielo no para
hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado" (Jn 6, 38), "al
entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo ... para hacer, oh
Dios, tu voluntad ... En virtud de esta voluntad somos santificados,
merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo"
(Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo
acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: "Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del mundo
entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el
Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha
de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn
14, 31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor
redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22,
15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su
Encarnación: "¡Padre líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta
hora para esto!" (Jn 12, 27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo
voy a beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz antes de que "todo
esté cumplido" (Jn 19, 30), dice: "Tengo sed" (Jn 19, 28).
"El cordero que quita el pecado del mundo"
608 Juan Bautista, después de haber aceptado
bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15),
vio y señaló a Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados
del mundo" (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la
vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is
53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is
53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando
celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda
la vida de Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en rescate
por muchos" (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el
amor del Padre hacia los hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13,
1) porque "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su
humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino
que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5,
7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su
Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita la
vida; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana
libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte
(cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su
vida
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda
libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26,
20), en "la noche en que fue entregado" (1 Co 11, 23). En la víspera
de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena
con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (cf. 1
Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este es mi Cuerpo que va a
ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi sangre de
la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de
los pecados" (Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento
será el "memorial" (1 Co 11, 25) de su sacrificio. Jesús incluye a los
apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla (cf. Lc 22,
19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva
Alianza: "Por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean también
consagrados en la verdad" (Jn 17, 19; cf. Cc Trento: DS 1752, 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús
anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta
a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt
26, 42) haciéndose "obediente hasta la muerte" (Flp 2, 8; cf. Hb 5,
7-8). Jesús ora: "Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz
.." (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para
su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada
a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está
perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la
muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona
divina del "Príncipe de la Vida" (Hch 3, 15), de "el que vive" (Ap 1,
18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga
la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora
para "llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero" (1 P 2,
24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y
definitivo
613 La muerte de Cristo es a la vez el
sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los
hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por medio del "cordero que quita
el pecado del mundo" (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19) y el sacrificio de
la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre a la
comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con El por "la sangre
derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28;cf. Lv
16, 15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da
plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante
todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo
para reconciliarnos con él (cf. Jn 4, 10). Al mismo tiempo es ofrenda
del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor (cf. Jn 15,
13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio del
Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su
obediencia
615 "Como por la desobediencia de un solo
hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la
obediencia de uno solo todos serán constituidos justos" (Rm 5, 19).
Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución
del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en expiación",
"cuando llevó el pecado de muchos", a quienes "justificará y cuyas
culpas soportará" (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y
satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616 El "amor hasta el extremo"(Jn 13, 1) es el
que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de
satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos
en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). "El amor de
Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por
tanto murieron" (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo
estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los
hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo
de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza
a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la
humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617 "Sua sanctissima passione in ligno crucis
nobis justif icationem meruit" ("Por su sacratísima pasión en el
madero de la cruz nos mereció la justificación")enseña el Concilio de
Trento (DS 1529) subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo
como "causa de salvación eterna" (Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la
Cruz cantando: "O crux, ave, spes unica" ("Salve, oh cruz, única
esperanza", himno "Vexilla Regis").
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo
"único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en
su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo
hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la
forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS
22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt
16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que
sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su
sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros
beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza
en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al
misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir
al cielo (Sta. Rosa de Lima, vida)
Resumen
619 "Cristo murió por nuestros pecados según
las Escrituras"(1 Co 15, 3).
620 Nuestra salvación procede de la
iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque "El nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10).
"En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo" (2 Co 5, 19).
621 Jesús se ofreció libremente por nuestra
salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante
la última cena: "Este es mi cuerpo que va a ser entregado por
vosotros" (Lc 22, 19).
622 La redención de Cristo consiste en que
él "ha venido a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28), es
decir "a amar a los suyos hasta el extremo" (Jn 13, 1) para que ellos
fuesen "rescatados de la conducta necia heredada de sus padres" (1 P
1, 18).
623 Por su obediencia amorosa a su Padre,
"hasta la muerte de cruz" (Flp 2, 8) Jesús cumplió la misión
expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que "justifica a muchos
cargando con las culpas de ellos". (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19).
Párrafo 3
JESUCRISTO FUE SEPULTADO
624 "Por la gracia de Dios, gustó la muerte
para bien de todos" (Hb 2, 9). En su designio de salvación, Dios
dispuso que su Hijo no solamente "muriese por nuestros pecados" (1 Co
15, 3) sino también que "gustase la muerte", es decir, que conociera
el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su
cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que él
expiró en la Cruz y el momento en que resucitó . Este estado de Cristo
muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es
el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba (cf.
Jn 19, 42) manifiesta el gran reposo sabático de Dios (cf. Hb 4, 4-9)
después de realizar (cf. Jn 19, 30) la salvación de los hombres, que
establece en la paz el universo entero (cf. Col 1, 18-20).
El cuerpo de Cristo en el sepulcro
625 La permanencia de Cristo en el sepulcro
constituye el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de
Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona
de "El que vive" que puede decir: "estuve muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1, 18):
Dios [el Hijo] no impidió a la muerte separar el
alma del cuerpo, según el orden necesario de la natur aleza pero los
reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la Resurrección, a fin
de ser El mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y
de la vida deteniendo en él la descomposición de la naturaleza
que produce la muerte y resultando él mismo el principio de reunión
de las partes separadas (S. Gregorio Niceno, or. catech. 16).
626 Ya que el "Príncipe de la vida que fue llevado a
la muerte" (Hch 3,15) es al mismo tiempo "el Viviente que ha
resucitado" (Lc 24, 5-6), era necesario que la persona divina del Hijo
de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre
sí por la muerte:
Por el hecho de que en la muerte de Cristo el alma
haya sido separada de la carne, la persona única no se encontró
dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo
existieron por la misma razón desde el principio en la persona del
Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra,
permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo (S.
Juan Damasceno, f.o. 3, 27).
"No dejarás que tu santo vea la corrupción"
627 La muerte de Cristo fue una verdadera
muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a
causa de la unión que la Persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste
no fue un despojo mortal como los demás porque "no era posible que la
muerte lo dominase" (Hch 2, 24) y por eso de Cristo se puede decir a
la vez: "Fue arrancado de la tierra de los vivos" (Is 53, 8); y: "mi
carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el
Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción" (Hch
2,26-27; cf.Sal 16, 9-10). La Resurrección de Jesús "al tercer día"
(1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo
de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a
partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39).
"Sepultados con Cristo ... "
628 El Bautismo, cuyo signo original y pleno es
la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al
sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: "Fuimos,
pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al
igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm
6,4; cf Col 2, 12; Ef 5, 26).
Resumen
629 Jesús gustó la muerte para bien de todos
(cf. Hb 2, 9). Es verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre que
murió y fue sepultado.
630 Durante el tiempo que Cristo permaneció
en el sepulcro su Persona divina continuó asumiendo tanto su alma como
su cuerpo, separados sin embargo entre sí por causa de la muerte. Por
eso el cuerpo muerto de Cristo "no conoció la corrupción" (Hch 13,37).
ARTÍCULO 5
"JESUCRISTO DESCENDIO A LOS INFIERNOS,
AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS"
631 "Jesús bajó a las regiones inferiores de la
tierra. Este que bajó es el mismo que subió" (Ef 4, 9-10). El Símbolo
de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de
Cristo a los infiernos y su Resurrección de los muertos al tercer día,
porque es en su Pascua donde, desde el fondo de la muerte, él hace
brotar la vida:
Christus, Filius tuus,
qui, regressus ab inferis,
humano generi serenus illuxit,
et vivit et regnat in saecula saeculorum. Amen.
(Es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos.Amén).
(MR, Vigilia pascual 18: Exultet)
Párrafo 1
CRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
632 Las frecuentes afirmaciones del Nuevo
Testamento según las cuales Jesús "resucitó de entre los muertos" (Hch
3, 15; Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes de la
resurrección, permaneció en la morada de los muertos (cf. Hb 13, 20).
Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de
Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres
y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido
como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban
allí detenidos (cf. 1 P 3,18-19).
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o
hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los
muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se
encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6;
88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de
todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32,
17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo
enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de
Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son precisamente estas almas santas, que
esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo
liberó cuando descendió a los infiernos" (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús
no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de
Roma del año 745; DS 587) ni para destruir el infierno de la
condenación (cf. DS 1011; 1077) sino para liberar a los justos que le
habían precedido (cf. Cc de Toledo IV en el año 625; DS 485; cf.
también Mt 27, 52-53).
634 "Hasta a los muertos ha sido anunciada la
Buena Nueva ..." (1 P 4, 6). El descenso a los infiernos es el pleno
cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase
de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero
inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra
redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los
lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la
Redención.
635 Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de
la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para "que los muertos
oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan" (Jn 5, 25).
Jesús, "el Príncipe de la vida" (Hch 3, 15) aniquiló "mediante la
muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo y libertó a cuantos,
por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud "(Hb
2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado "tiene las llaves de la
muerte y del Hades" (Ap 1, 18) y "al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en los abismos" (Flp 2, 10).
Un gran silencio reina hoy en la tierra, un gran
silencio y una gran soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme.
La tierra ha temblado y se ha calmado porque Dios se ha dormido en
la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde hacía siglos
... Va a buscar a Adán, nuestro primer Padre, la oveja perdida.
Quiere ir a visitar a todos los que se encuentran en las tinieblas y
a la sombra de la muerte. Va para liberar de sus dolores a Adán
encadenado y a Eva, cautiva con él, El que es al mismo tiempo su
Dios y su Hijo...'Yo soy tu Dios y por tu causa he sido hecho tu
Hijo. Levántate, tú que dormías porque no te he creado para que
permanezcas aquí encadenado en el infierno. Levántate de entre los
muertos, yo soy la vida de los muertos (Antigua homilía para el
Sábado Santo).
Resumen
636 En la expresión "Jesús descendió a los
infiernos", el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que, por
su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al Diablo "Señor
de la muerte" (Hb 2, 14).
637 Cristo muerto, en su alma unida a su
persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las
puertas del cielo a los justos que le habían precedido.
Párrafo 2
AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
638 "Os anunciamos la Buena Nueva de que la
Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos,
al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la
verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la
primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como
fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo
Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al
mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado la vida.
(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)
I El
acontecimiento histórico y transcendente
639 El misterio de la resurrección de Cristo es
un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente
comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia
el año 56, puede escribir a los Corintios: "Porque os transmití, en
primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a
los Doce: "(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición
viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las
puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).
El sepulcro vacío
640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que
vive? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de los
acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el
sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo
de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13;
Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para
todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el
primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el
caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23),
después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El discípulo que Jesús amaba" (Jn
20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir "las
vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que
constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la
ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que
Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido
el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que
venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1)
enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del
Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al
Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las
primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios
Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos,
primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a
confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al
Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que
la comunidad exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha
aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas
pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en
particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la
mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las
piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de
creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de
los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos
"testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son ante todo
Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de
más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola
vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible
interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no
reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe
de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de
la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc
22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los
discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en
la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una
comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos
presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y
asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres
que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como
desatinos" (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta
a los once en la tarde de Pascua "les echó en cara su incredulidad y
su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto
resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que,
incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos
dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39).
"No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados" (Lc
24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27)
y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin
embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la
resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad)
de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la
experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus
discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn
20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9.
13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc
24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con
el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y
crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24,
40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al
mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está
situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a
su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24,
15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser
retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del
Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es
soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un
jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta
de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe
(cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno
a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había
realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro.
Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas
afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una
vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La
resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo
y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del
poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de
su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre
celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet'
de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de
entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del
acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo
describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su
esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del
sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles
con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al
centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a
la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf.
Jn 14, 22) sino a sus discípulos, "a los que habían subido con él
desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el
pueblo" (Hch 13, 31).
II La
Resurrección obra de la Santísima Trinidad
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe
en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la
creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan
juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por
el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su
Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad -
con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo
de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección
de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la
manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10;
Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la
humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia
Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo
del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido
activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte,
él afirma explícitamente: "doy mi vida, para recobrarla de nuevo ...
Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10,
17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Te 4, 14).
650 Los Padres contemplan la Resurrección a
partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y
a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la
naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes
del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la
separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las
dos partes separadas" (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325;
359; 369; 539).
III
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
651 "Si no resucitó Cristo, vana es nuestra
predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección
constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y
enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu
humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado
la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es
cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24,
26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28,
6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (cf. 1
Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la
Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús
es confirmada por su Resurrección. El había dicho: "Cuando hayáis
levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28).
La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era
"Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los
Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros
... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: 'Hijo
mío eres tú; yo te he engendrado hoy" (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7).
La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno
de Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio
Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos
abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la
justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25)
"a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos
... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste
en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación
en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial
porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús
mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a
mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino
por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una
participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado
plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo - y
el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra
resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron ... del mismo modo que en Adán mueren
todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la
espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de
sus fieles. En El los cristianos "saborean los prodigios del mundo
futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida
divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven,
sino para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Resumen
656 La fe en la Resurrección tiene por
objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los
discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y
misteriosamente transcendente en cuanto entrada de la humanidad de
Cristo en la gloria de Dios.
657 El sepulcro vacío y las vendas en el
suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por
el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción .
Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.
658 Cristo, "el primogénito de entre los
muertos" (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección,
ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más
tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 11).
ARTÍCULO 6
“JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS,
Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
659 "Con esto, el Señor Jesús, después de
hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc
16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su
Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales,
de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24,
31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come
y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les
instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada
bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15;
Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la
entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada
por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por
el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha
de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1).
Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo
"como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye
a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660 El carácter velado de la gloria del
Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras
misteriosas a María Magdalena: "Todavía no he subido al Padre. Vete
donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios
y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de
manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo
exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico
y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661 Esta última etapa permanece estrechamente
unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en
la Encarnación. Solo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre":
Cristo (cf. Jn 16,28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del
cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus
fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre"
(Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido
abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza
nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la
ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la
Ascensión).
662 "Cuando yo sea levantado de la tierra,
atraeré a todos hacia mí"(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz
significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su
comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna,
no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, ... sino en el
mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en
favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente
su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él
se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su
favor"(Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros"(Hb 9,
11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al
Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
663 Cristo, desde entonces, está sentado a
la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria
y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios
antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está
sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue
glorificada" (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104C).
664 Sentarse a la derecha del Padre significa
la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del
profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio,
honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron.
Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será
destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles
se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo
de Nicea-Constantinopla).
Resumen
665 La ascensión de Jesucristo marca la
entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de
Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo
esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).
666 Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos
precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de
su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente.
667 Jesucristo, habiendo entrado una vez por
todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como
el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu
Santo.
ARTÍCULO 7
“DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”
I Volverá en gloria
Cristo reina ya mediante la Iglesia ...
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso,
para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo
al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en
la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en
los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo Principado,
Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió
todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef
4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la
humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef
1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de
la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y
glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra
en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo,
en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4,
11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio",
"constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG
3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha
entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1 Jn 2, 18;
cf. 1 P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la
renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso
de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La
Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera
santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo
manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16,
17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su
Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y
gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la
tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal
(cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su
raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf.
1 Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los
que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos
e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo
que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de
parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios"
(LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la
Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf.
2 P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf.1 Co 16, 22; Ap
22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún
no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico
esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is
11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la
justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es
el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también
un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1 Co 7, 26) y la prueba
del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1 P 4, 17)
e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4,
1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13,
33-37).
El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de
Israel
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de
Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros
no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con
su autoridad" (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento
escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1
Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de
preceder estén "retenidos" en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12).
674 La Venida del Mesías glorioso, en un
momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del
Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que "una parte
está endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad" respecto a Jesús (Rm
11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de
Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros
pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la
consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a
quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración
universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21).
Y San Pablo le hace eco: "si su reprobación ha sido la reconciliación
del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los
muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm
11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de "la plenitud de
los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios
"llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios será todo
en nosotros" (1 Co 15, 28).
La última prueba de la Iglesia
675 Antes del advenimiento de Cristo, la
Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de
numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que
acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15,
19-20) desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una
impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución
aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la
verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir,
la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo
colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf.
2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3;2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece
esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la
esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino
más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico:
incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta
falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS
3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo
secularizado, "intrínsecamente perverso" (cf. Pío XI, "Divini
Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta "falsificación
de la redención de los humildes"; GS 20-21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del
Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en
su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se
realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf.
Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de
Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que
hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo
de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf.
Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que
pasa (cf. 2 P 3, 12-13).
II Para
juzgar a vivos y muertos
678 Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10;
Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció
en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la
luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los
corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces
será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la
gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42). La actitud con
respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y
del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día:
"Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me
lo hicisteis" (Mt 25, 40).
679 Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno
derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los
hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este
derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al
Hijo" (Jn 5, 22;cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4,
1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf.
Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el
rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí
mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co
3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el
Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).
Resumen
680 Cristo, el Señor, reina ya por la
Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este
mundo. El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último
asalto de las fuerzas del mal.
681 El día del Juicio, al fin del mundo,
Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo
del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido
juntos en el curso de la historia.
682 Cristo glorioso, al venir al final de
los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición
secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y
según su aceptación o su rechazo de la gracia.
CAPÍTULO TERCERO
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
683 "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino
por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). "Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Ga
4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu
Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente
haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y
despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento
de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por
el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo
en la Iglesia:
El Bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en
Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que
son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es
decir al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les
concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es
posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse
al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el
conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo (San
Ireneo, dem. 7).
684 El Espíritu Santo con su gracia es el
"primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que
es: "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado,
Jesucristo" (Jn 17, 3). No obstante, es el "último" en la revelación
de las personas de la Santísima Trinidad . San Gregorio Nacianceno,
"el Teólogo", explica esta progresión por medio de la pedagogía de la
"condescendencia" divina:
El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al
Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo
y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene
derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de
sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba
la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando
la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo
como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco
atrevida ... Así por avances y progresos "de gloria en gloria", es
como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más
espléndidos (San Gregorio Nacianceno, or. theol. 5, 26).
685 Creer en el Espíritu Santo es, por tanto,
profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima
Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, "que con el Padre y
el Hijo recibe una misma adoración gloria" (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la
"teología" trinitaria, en tanto que aquí no se tratará del Espíritu
Santo sino en la "Economía" divina.
686 El Espíritu Santo coopera con el Padre y el
Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su
consumación. Pero es en los "últimos tiempos", inaugurados con la
Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es
dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este
Designio Divino, que se consuma en Cristo, "primogénito" y Cabeza de
la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos
es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los
pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.
ARTÍCULO 8
“CREO EN EL ESPIRITU SANTO”
687 "Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el
Espíritu de Dios" (1 Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela
nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se
revela a sí mismo. El que "habló por los profetas" nos hace oír la
Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la
obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al
Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos "desvela" a Cristo "no
habla de sí mismo" (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto,
propiamente divino, explica por qué "el mundo no puede recibirle,
porque no le ve ni le conoce", mientras que los que creen en Cristo le
conocen porque él mora en ellos (Jn 14, 17).
688 La Iglesia, Comunión viviente en la fe de
los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento
del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que El ha inspirado:
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia
son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que El asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras
y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en Comunión con
Cristo;
– en la oración en la cual El intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se
edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde El manifiesta
su santidad y continúa la obra de la salvación.
I La
misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo
689 Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros
corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4, 6) es realmente Dios.
Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto
en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo.
Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e
individible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las
Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento:
misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos
pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta,
Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo
revela.
690 Jesús es Cristo, "ungido", porque el
Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación
mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es
glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el
Espíritu a los que creen en él: El les comunica su Gloria (cf. Jn 17,
22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La
misión conjunta y mutua se desplegará desde entonces en los hijos
adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu
de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en él:
La noción de la unción sugiere ...que no hay ninguna
distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera
que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la
razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato
el contacto del Hijo con el Espíritu... de tal modo que quien va a
tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto
necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté
desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del
Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la
aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que
se acercan por la fe (San Gregorio Niceno, Spir. 3, 1).
II El nombre, los apelativos y los símbolos del Espíritu Santo
El nombre propio del Espíritu Santo
691 "Espíritu Santo", tal es el nombre propio
de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La
Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo
de sus nuevos hijos (cf. Mt 28, 19).
El término "Espíritu" traduce el término hebreo "Ruah",
que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús
utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a
Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo
de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y
Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas.
Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la Liturgia y el
lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo,
sin equívoco posible con los demás empleos de los términos
"espíritu" y "santo".
Los apelativos del Espíritu Santo
692 Jesús, cuando anuncia y promete la Venida
del Espíritu Santo, le llama el "Paráclito", literalmente "aquél que
es llamado junto a uno", "advocatus" (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7).
"Paráclito" se traduce habitualmente por "Consolador", siendo Jesús el
primer consolador (cf. 1 Jn 2, 1). El mismo Señor llama al Espíritu
Santo "Espíritu de Verdad" (Jn 16, 13).
693 Además de su nombre propio, que es el más
empleado en el libro de los Hechos y en las cartas de los apóstoles,
en San Pablo se encuentran los siguientes apelativos: el Espíritu de
la promesa(Ga 3, 14; Ef 1, 13), el Espíritu de adopción (Rm 8, 15; Ga
4, 6), el Espíritu de Cristo (Rm 8, 11), el Espíritu del Señor (2 Co
3, 17), el Espíritu de Dios (Rm 8, 9.14; 15, 19; 1 Co 6, 11; 7, 40), y
en San Pedro, el Espíritu de gloria (1 P 4, 14).
Los símbolos del Espíritu Santo
694 El agua. El simbolismo del agua es
significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que,
después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el
signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la
gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua
bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina
se nos da en el Espíritu Santo. Pero "bautizados en un solo Espíritu",
también "hemos bebido de un solo Espíritu"(1 Co 12, 13): el Espíritu
es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo
crucificado (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en
nosotros brota en vida eterna (cf. Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is
55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22, 17).
695 La unción. El simbolismo de la
unción con el óleo es también significativo del Espíritu Santo, hasta
el punto de que se ha convertido en sinónimo suyo (cf. 1 Jn 2, 20. 27;
2 Co 1, 21). En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la
Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente "Crismación".
Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario volver a la
Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo
["Mesías" en hebreo] significa "Ungido" del Espíritu de Dios. En la
Antigua Alianza hubo "ungidos" del Señor (cf. Ex 30, 22-32), de forma
eminente el rey David (cf. 1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de
Dios de una manera única: La humanidad que el Hijo asume está
totalmente "ungida por el Espíritu Santo". Jesús es constituido
"Cristo" por el Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18-19; Is 61, 1). La Virgen
María concibe a Cristo del Espíritu Santo quien por medio del ángel lo
anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11) e impulsa a Simeón
a ir al Templo a ver al Cristo del Señor(cf. Lc 2, 26-27); es de quien
Cristo está lleno (cf. Lc 4, 1) y cuyo poder emana de Cristo en sus
curaciones y en sus acciones salvíficas (cf. Lc 6, 19; 8, 46). Es él
en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 1, 4; 8,
11). Por tanto, constituido plenamente "Cristo" en su Humanidad
victoriosa de la muerte (cf. Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente
el Espíritu Santo hasta que "los santos" constituyan, en su unión con
la Humanidad del Hijo de Dios, "ese Hombre perfecto ... que realiza la
plenitud de Cristo" (Ef 4, 13): "el Cristo total" según la expresión
de San Agustín.
696 El fuego. Mientras que el agua
significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el
Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los
actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que "surgió como el fuego y
cuya palabra abrasaba como antorcha" (Si 48, 1), con su oración,
atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1
R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo
que toca. Juan Bautista, "que precede al Señor con el espíritu y el
poder de Elías" (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que "bautizará en
el Espíritu Santo y el fuego" (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús
dirá: "He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que
ya estuviese encendido!" (Lc 12, 49). Bajo la forma de lenguas "como
de fuego", como el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la
mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición
espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más
expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz,
Llama de amor viva). "No extingáis el Espíritu"(1 Te 5, 19).
697 La nube y la luz. Estos dos símbolos
son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las
teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras
luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre
la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf.
Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la
marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón
en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas
figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. El es quien
desciende sobre la Virgen María y la cubre "con su sombra" para que
ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la
Transfiguración es El quien "vino en una nube y cubrió con su sombra"
a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y "se oyó una
voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle"
(Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que "ocultó a Jesús a
los ojos" de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la
que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su
Advenimiento (cf. Lc 21, 27).
698 El sello es un símbolo cercano al de
la unción. En efecto, es Cristo a quien "Dios ha marcado con su
sello" (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello
(2 Co 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello ["sphragis"]
indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los
sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen
se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el
"carácter" imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales
no pueden ser reiterados.
699 La mano. Imponiendo las manos Jesús
cura a los enfermos(cf. Mc 6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (cf. Mc
10, 16).En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo (cf. Mc 16, 18; Hch
5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la imposición de manos de los
Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado (cf. Hch 8, 17-19; 13, 3; 19,
6). En la carta a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el
número de los "artículos fundamentales" de su enseñanza (cf. Hb 6, 2).
Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia
lo ha conservado en sus epíclesis sacramentales.
700 El dedo. "Por el dedo de Dios
expulso yo [Jesús] los demonios" (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha
sido escrita en tablas de piedra "por el dedo de Dios" (Ex 31, 18), la
"carta de Cristo" entregada a los Apóstoles "está escrita no con
tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino
en las tablas de carne del corazón" (2 Co 3, 3). El himno "Veni
Creator" invoca al Espíritu Santo como "digitus paternae dexterae"
("dedo de la diestra del Padre").
701 La paloma. Al final del diluvio
(cuyo simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé
vuelve con una rama tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra
es habitable de nuevo(cf. Gn 8, 8-12). Cuando Cristo sale del agua de
su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma, baja y se posa
sobre él (cf. Mt 3, 16 par.). El Espíritu desciende y reposa en el
corazón purificado de los bautizados. En algunos templos, la santa
Reserva eucarística se conserva en un receptáculo metálico en forma de
paloma (el columbarium), suspendido por encima del altar. El
símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu Santo es tradicional en
la iconografía cristiana.
III El Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas
702 Desde el comienzo y hasta "la plenitud de
los tiempos" (Ga 4, 4), la Misión conjunta del Verbo y del Espíritu
del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios
preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía
plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y
aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el
Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3, 14), investiga en él (cf. Jn 5, 39-46)
lo que el Espíritu, "que habló por los profetas", quiere decirnos
acerca de Cristo.
Por "profetas", la fe de la Iglesia entiende aquí a
todos los que fueron inspirados por el Espíritu Santo en el vivo
anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo
como del Nuevo Testamento. La tradición judía distingue la Ley [los
cinco primeros libros o Pentateuco], los Profetas [que nosotros
llamamos los libros históricos y proféticos] y los Escritos [sobre
todo sapienciales, en particular los Salmos, cf. Lc 24, 44].
En la Creación
703 La Palabra de Dios y su Soplo están en el
origen del ser y de la vida de toda creatura (cf. Sal 33, 6; 104, 30;
Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10):
Es justo que el Espíritu Santo reine, santifique y
anime la creación porque es Dios consubstancial al Padre y al Hijo ...
A El se le da el poder sobre la vida, porque siendo Dios guarda la
creación en el Padre por el Hijo (Liturgia bizantina, Tropario de
maitines, domingos del segundo modo).
704 "En cuanto al hombre, es con sus propias
manos [es decir, el Hijo y el Espíritu Santo] como Dios lo hizo ... y
él dibujó sobre la carne moldeada su propia forma, de modo que incluso
lo que fuese visible llevase la forma divina" (San Ireneo, dem. 11).
El Espíritu de la promesa
705 Desfigurado por el pecado y por la muerte,
el hombre continua siendo "a imagen de Dios", a imagen del Hijo, pero
"privado de la Gloria de Dios" (Rm 3, 23), privado de la "semejanza".
La Promesa hecha a Abraham inaugura la Economía de la Salvación, al
final de la cual el Hijo mismo asumirá "la imagen" (cf. Jn 1, 14; Flp
2, 7) y la restaurará en "la semejanza" con el Padre volviéndole a dar
la Gloria, el Espíritu "que da la Vida".
706 Contra toda esperanza humana, Dios promete
a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del
Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38. 54-55; Jn 1, 12-13; Rm
4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf.
Gn 12, 3). Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3, 16) en quien la
efusión del Espíritu Santo formará "la unidad de los hijos de Dios
dispersos" (cf. Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento (cf. Lc 1,
73), Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado (cf. Gn 22, 17-19; Rm
8, 32;Jn 3, 16) y al don del "Espíritu Santo de la Promesa, que es
prenda ... para redención del Pueblo de su posesión" (Ef 1, 13-14; cf.
Ga 3, 14).
En las Teofanías y en la Ley
707 Las Teofanías [manifestaciones de Dios]
iluminan el camino de la Promesa, desde los Patriarcas a Moisés y
desde Josué hasta las visiones que inauguran la misión de los grandes
profetas. La tradición cristiana siempre ha reconocido que, en estas
Teofanías, el Verbo de Dios se dejaba ver y oír, a la vez revelado y
"cubierto" por la nube del Espíritu Santo.
708 Esta pedagogía de Dios aparece
especialmente en el don de la Ley (cf. Ex 19-20; Dt 1-11; 29-30), que
fue dada como un "pedagogo" para conducir al Pueblo hacia Cristo (Ga
3, 24). Pero su impotencia para salvar al hombre privado de la
"semejanza" divina y el conocimiento creciente que ella da del pecado
(cf. Rm 3, 20) suscitan el deseo del Espíritu Santo. Los gemidos de
los Salmos lo atestiguan.
En el Reino y en el Exilio
709 La Ley, signo de la Promesa y de la
Alianza, habría debido regir el corazón y las instituciones del Pueblo
salido de la fe de Abraham. "Si de veras escucháis mi voz y guardáis
mi alianza, ... seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación
santa" (Ex 19,5-6; cf. 1 P 2, 9). Pero, después de David, Israel
sucumbe a la tentación de convertirse en un reino como las demás
naciones. Pues bien, el Reino objeto de la promesa hecha a David (cf.
2 S 7; Sal 89; Lc 1, 32-33) será obra del Espíritu Santo; pertenecerá
a los pobres según el Espíritu.
710 El olvido de la Ley y la infidelidad a la
Alianza llevan a la muerte: el Exilio, aparente fracaso de las
Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y
comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era
necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación (cf. Lc 24,
26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de Dios, y
el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de la figuras más
transparentes de la Iglesia.
La espera del Mesías y de su Espíritu
711 "He aquí que yo lo renuevo"(Is 43, 19): dos
líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del
Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen
en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que
aguardan en la esperanza la "consolación de Israel" y "la redención de
Jerusalén" (cf. Lc 2, 25. 38).
Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a
él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece
sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.
712 Los rasgos del rostro del Mesías
esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12)
("cuando Isaías tuvo la visión de la Gloria" de Cristo: Jn 12, 41), en
particular en Is 11, 1-2:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor.
713 Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo
en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1,
32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50,
4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión
de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar
a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra
"condición de esclavos" (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte,
puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714 Por eso Cristo inaugura el anuncio de la
Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is
61, 1-2):
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
715 Los textos proféticos que se refieren
directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios
habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los
acentos del "amor y de la fidelidad" (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37,
1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San
Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21). Según estas
promesas, en los "últimos tiempos", el Espíritu del Señor renovará el
corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y
reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la
primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716 El Pueblo de los "pobres" (cf. So 2, 3; Sal
22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos,
totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que
esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es,
finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo
durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo.
Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por
el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el
Espíritu prepara para el Señor "un pueblo bien dispuesto" (cf. Lc 1,
17).
IV El
Espíritu de Cristo en la plenitud de los tiempos
Juan, Precursor, Profeta y Bautista
717 "Hubo un hombre, enviado por Dios, que se
llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue "lleno del Espíritu Santo ya desde
el seno de su madre" (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la
Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La "visitación"
de María a Isabel se convirtió así en "visita de Dios a su pueblo" (Lc
1, 68).
718 Juan es "Elías que debe venir" (Mt 17,
10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como
"precursor"] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu
Santo culmina la obra de "preparar al Señor un pueblo bien dispuesto"
(Lc 1, 17).
719 Juan es "más que un profeta" (Lc 7, 26). En
él, el Espíritu Santo consuma el "hablar por los profetas". Juan
termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11,
13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la "voz"
del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el
Espíritu de Verdad, "vino como testigo para dar testimonio de la luz"
(Jn 1, 7;cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma
así las "indagaciones de los profetas" y la ansiedad de los ángeles (1
P 1, 10-12): "Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda
sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo ... Y yo lo he
visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios ... He ahí el
Cordero de Dios" (Jn 1, 33-36).
720 En fin, con Juan Bautista, el Espíritu
Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo:
volver a dar al hombre la "semejanza" divina. El bautismo de Juan era
para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo
nacimiento (cf. Jn 3, 5).
“Alégrate, llena de gracia”
721 María, la Santísima Madre de Dios, la
siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del
Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el
designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre
encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden
habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la
sabiduría, la tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente
con relación a María (cf. Pr 8, 1-9, 6; Si 24): María es cantada y
representada en la Liturgia como el trono de la "Sabiduría".
En ella comienzan a manifestarse las "maravillas de
Dios", que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia:
722 El Espíritu Santo preparó a María
con su gracia . Convenía que fuese "llena de gracia" la madre de Aquél
en quien "reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col
2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más
humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable
del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la
"Hija de Sión": "Alégrate" (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva
en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de
Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva
en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).
723 En María el Espíritu Santo realiza
el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al
Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte
en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe (cf.
Lc 1, 26-38; Rm 4, 18-21; Ga 4, 26-28).
724 En María, el Espíritu Santo manifiesta
al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente
de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo
en la humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (cf. Lc 2,
15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2, 11).
725 En fin, por medio de María, el Espíritu
Santo comienza a poner en Comunión con Cristo a los hombres
"objeto del amor benevolente de Dios" (cf. Lc 2, 14), y los humildes
son siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón
y Ana, los esposos de Caná y los primeros discípulos.
726 Al término de esta Misión del Espíritu,
María se convierte en la "Mujer", nueva Eva "madre de los vivientes",
Madre del "Cristo total" (cf. Jn 19, 25-27). Así es como ella está
presente con los Doce, que "perseveraban en la oración, con un mismo
espíritu" (Hch 1, 14), en el amanecer de los "últimos tiempos" que el
Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la
manifestación de la Iglesia.
Cristo Jesús
727 Toda la Misión del Hijo y del Espíritu
Santo en la plenitud de los tiempos se resume en que el Hijo es el
Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías.
Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay
que leerlo a la luz de esto. Toda la obra de Cristo es misión
conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Aquí se mencionará solamente
lo que se refiere a la promesa del Espíritu Santo hecha por Jesús y
su don realizado por el Señor glorificado.
728 Jesús no revela plenamente el Espíritu
Santo hasta que él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su
Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su
enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento
para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo sugiere también a
Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y
a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7,
37-39). A sus discípulos les habla de él abiertamente a propósito de
la oración (cf. Lc 11, 13) y del testimonio que tendrán que dar (cf.
Mt 10, 19-20).
729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que
va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu
Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la
Promesa hecha a los Padres (cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26; 16, 7-15;
17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el
Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en
nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha
salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos,
estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo
enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará
testimonio de él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a
Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de
justicia y de juicio.
730 Por fin llega la Hora de Jesús (cf. Jn 13,
1; 17, 1): Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc
23, 46; Jn 19, 30) en el momento en que por su Muerte es vencedor de
la muerte, de modo que, "resucitado de los muertos por la Gloria del
Padre" (Rm 6, 4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu
Santo dirigiendo sobre ellos su aliento (cf. Jn 20, 22). A partir de
esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la
misión de la Iglesia: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn
20, 21; cf. Mt 28, 19; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8).
V El
Espíritu y la Iglesia en los últimos tiempos
Pentecostés
731 El día de Pentecostés (al término de las
siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la
efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como
Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36),
derrama profusamente el Espíritu.
732 En este día se revela plenamente la
Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está
abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en
la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su
venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los
"últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero
todavía no consumado:
Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el
Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la
Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado (Liturgia bizantina,
Tropario de Vísperas de Pentecostés; empleado también en las
liturgias eucarísticas después de la comunión)
El Espíritu Santo, El Don de Dios
733 "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8. 16) y el Amor
que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor "Dios lo ha
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado" (Rm 5, 5).
734 Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos
sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la
remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co
13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la
semejanza divina perdida por el pecado.
735 El nos da entonces las "arras" o las
"primicias" de nuestra herencia (cf. Rm 8, 23; 2 Co 1, 21): la Vida
misma de la Santísima Trinidad que es amar "como él nos ha amado" (cf.
1 Jn 4, 11-12). Este amor (la caridad de 1 Co 13) es el principio de
la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos "recibido una
fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1, 8).
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los
hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid
verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu que es caridad,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre,
templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra Vida": cuanto más
renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más "obramos también
según el Espíritu" (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace
espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los
cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios
Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de
la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir.
15,36).
El Espíritu Santo y la Iglesia
737 La misión de Cristo y del Espíritu Santo se
realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su
Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo
prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos
hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda
su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección.
Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la
Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión
con Dios, para que den "mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16).
738 Así, la misión de la Iglesia no se añade a
la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo
su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar
testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de
la Santísima Trinidad (esto será el objeto del próximo artículo):
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único
espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre
nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos
separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo
habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible
lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí
... y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él .
Y de la misma manera que el poder de la santa
humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se
encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma
manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible,
los lleva a todos a la unidad espiritual (San Cirilo de Alejandría,
Jo 12).
739 Puesto que el Espíritu Santo es la Unción
de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus
miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones
mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su
ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de
los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y
Santificador, a los miembros de su Cuerpo (esto será el objeto de la
segunda parte del Catecismo).
740 Estas "maravillas de Dios", ofrecidas a los
creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la
vida nueva, en Cristo, según el Espíritu (esto será el objeto de la
tercera parte del Catecismo).
741 "El Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8,
26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro
de la oración (esto será el objeto de la cuarta parte del Catecismo).
Resumen
742 "La prueba de que sois hijos es que Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:Abba,
Padre" (Ga 4, 6).
743 Desde el comienzo y hasta de la
consumación de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía siempre
a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta e inseparable.
744 En la plenitud de los tiempos, el
Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones para la venida
de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en
ella, el Padre da al mundo el Emmanue l, "Dios con nosotros" (Mt 1,
23).
745 El Hijo de Dios es consagrado Cristo
[Mesías] mediante la Unción del Espíritu Santo en su Encarnación (cf.
Sal 2, 6-7).
746 Por su Muerte y su Resurrección, Jesús
es constituído Señor y Cristo en la gloria (Hch 2, 36). De su plenitud
derrama el Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Iglesia.
747 El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza,
derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia.
Ella es el sacramento de la Comunión de la Santísima Trinidad con los
hombres.
ARTÍCULO 9
“CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA”
748 "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso,
este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea
vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que
resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el evangelio a
todas las criaturas". Con estas palabras comienza la "Constitución
dogmática sobre la Iglesia" del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio
muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente
de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene
otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los
Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del
sol.
749 El artículo sobre la Iglesia depende
enteramente también del que le precede, sobre el Espíritu Santo. "En
efecto, después de haber mostrado que el Espíritu Santo es la fuente y
el dador de toda santidad, confesamos ahora que es El quien ha dotado
de santidad a la Iglesia" (Catech. R. 1, 10, 1). La Iglesia, según la
expresión de los Padres, es el lugar "donde florece el Espíritu" (San
Hipóli to, t.a. 35).
750 Creer que la Iglesia es "Santa" y
"Católica", y que es "Una" y "Apostólica" (como añade el Símbolo
nicenoconstantinopolitano) es inseparable de la fe en Dios, Padre,
Hijo y Espíritu Santo. En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos
profesión de creer que existe una Iglesia Santa ("Credo ... Ecclesiam"),
y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y
para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha
puesto en su Iglesia (cf. Catech. R. 1, 10, 22).
Continuación