EVANGELIO
Bendito el que viene
en nombre del Señor
+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 19,
28-40
En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia
Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los
Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: "Id a la aldea de enfrente; al
entrar,
encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía.
Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: "¿Por qué
lo desatáis?", contestadle: "El Señor lo
necesita".
Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el
borrico, los dueños les preguntaron: "¿Por qué desatáis el borrico?"
Ellos contestaron: "El Señor lo necesita." Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus
mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el
camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte
de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se
pusieron a alaba¡ a Dios a gritos, por todos los milagros que
habían visto, diciendo: "¡Bendito el que viene como rey, en nombre
del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto."
Palabra de Dios.
PRIMERA LECTURA
No me tapé el
rostro ante los ultrajes,
sabiendo que no quedaría defraudado
Lectura del libro de Isaías 50, 4-17
Mi Señor me ha
dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me
espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído.
Y yo no resistí ni me eché atrás:
ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.
El Señor me ayuda,
por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial
Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24 (R.: 2a)
R. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
Al verme, se burlan de mi,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere. » R.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. R.
Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel. R.
SEGUNDA LECTURA
Se rebajó,
por eso Dios lo levantó sobre todo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los
Filipenses, 6-1-1
Cristo, a pesar de su condición
divina, no
hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango y tomó
la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cual quiera- y
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le
concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.
Palabra de Dios.
Versículo antes
del evangelio Flp 2,9-9
Cristo, por
nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una
muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le
concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre».
EVANGELIO
Pasión de
nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14-23, 56
He deseado
enormemente comer esta comida pascua¡
con vosotros antes de padecer
C. Llegada la hora, se sentó Jesús con
sus discípulos y les dijo:
+ - «He deseado enormemente comer esta comida
pascual con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no
la volveré a comer, hasta que se cumpla en el reino de Dios.»
C. Y, tomando una copa, pronunció la acción
-de gracias y dijo:
+ - «Tomad esto, repartidlo entre vosotros;
porque os digo que no beberé desde ahora del
fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios. »
C. Y, tomando pan, pronunció la acción de
gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:
+ -«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria
mía.»
C. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa, diciendo:
+ - «Esta copa es la nueva alianza, sellada
con mi sangre, que se derrama por vosotros.»
+ - «Pero mirad: la mano del que me
entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del hombre
se va, según lo establecido; pero, i ay de ése que lo entrega!
»
C. Ellos empezaron a preguntarse unos a otros
quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso.
C. Los discípulos se pusieron a disputar
sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús
les dijo:
+ -«Los reyes de las naciones las dominan, y
los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores.
Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros
pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve.
Porque, ¿quién es más, el que está en la
mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está en la mesa? Pues
yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Vosotros sois los que habéis perseverado
conmigo en mis pruebas, y yo os transmito el reino como me lo
transmitió mi Padre a mí: comeréis y beberéis a mi mesa en mi reino, y os sentaréis en tronos para regir a las doce tribus de
Israel.»
C. Y añadió:
+ - «Simón, Simón, mira que Satanás os ha
reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti,
para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da
firmeza a tus hermanos.»
C. Él le contestó:
S. -«Señor, contigo estoy dispuesto a ir
incluso a la cárcel y a la muerte.»
C. Jesús le replicó:
+ - «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el
gallo antes que tres veces hayas negado conocerme.»
C. Y dijo a todos:
+ - «Cuando os envié sin bolsa, ni alforja,
ni sandalias, ¿os faltó algo?»
C. Contestaron:
S. - «Nada.»
C. Él añadió:
+ - «Pero ahora, el que tenga bolsa que la coja, y lo mismo la al
forja; y el que no tiene espada, que venda
su manto y compre una. Porque os aseguro que tiene que cumplirse
en mí lo que está escrito: "Fue contado con los malhechores." Lo que se refiere a mi toca a su fin.»
C. Ellos dijeron:
S. - «Señor, aquí hay dos espadas. »
C. Él les contestó:
+ - «Basta.»
C. Y salió Jesús, como de costumbre, al
monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les
dijo:
+ - «Orad, para no caer en la tentación.»
C. Él se arrancó de ellos, alejándose como
a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba, diciendo:
+ - «Padre, si quieres, aparta de mi ese cáliz; pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya.»
C. Y se le apareció un ángel del cielo, que
lo animaba. En medio de su angustia, oraba con más insistencia.
Y le bajaba hasta el suelo un sudor como de gotas de sangre. Y,
levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los
encontró dormidos por la pena, y les dijo:
+ - «¿Por qué dormís? Levantaos y orad,
para no caer en la tentación.»
C. Todavía estaba hablando, cuando aparece
gente; y los guiaba el llamado Judas, uno de los Doce. Y se
acercó a besar a Jesús.
Jesús le dijo:
+ - «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo
del hombre?»
C. Al darse cuenta los que estaban con él de
lo que iba a pasar, dijeron:
S. - «Señor, ¿herimos con la espada?»
C. Y uno de ellos hirió al criado del sumo
sacerdote y le cortó la oreja derecha.
Jesús intervino, diciendo:
+ - «Dejadlo, basta.»
C. Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús
dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los
ancianos que habían venido contra él:
+ - «¿Habéis salido con espadas y palos,
como a caza de un bandido? A diario estaba en el templo con vosotros, y no me echasteis
mano. Pero ésta es vuestra hora: la
del poder de las tinieblas.»
C. Ellos lo prendieron, se lo llevaron y lo
hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía
desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se
sentaron alrededor, y Pedro se sentó entre ellos.
Al verlo una criada sentado junto a la lumbre,
se lo quedó mirando y dij o:
S. - «También éste estaba con él. »
C . Pero él lo negó, diciendo:
S. - «No lo conozco, mujer.»
C. Poco después lo vio otro y le dijo:
S. - «Tú también eres uno de ellos.»
C. Pedro replicó:
S. - «Hombre, no lo soy.»
C. Pasada cosa de una hora, otro insistía:
S. - «Sin duda, también éste estaba con él, porque es
galileo.»
C. Pedro contestó:
S. - «Hombre, no sé de qué me hablas.»
C. Y, estaba todavía hablando, cuando cantó
un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y
Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho:
«Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces.» Y,
saliendo afuera, lloró amargamente.
C. Y los hombres que sujetaban a Jesús se
burlaban de él, dándole golpes.
Y, tapándole la cara, le preguntaban:
S. - «Haz de profeta; ¿quién te ha pegado?»
C. Y proferían contra él otros muchos insultos.
C. Cuando se hizo de día, se reunió el
senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y escribas, y,
haciéndole comparecer ante su Sanedrín, le dijeron:
S. - «Si tú eres el Mesías, dínoslo.»
C. Él les contestó:
+ - «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si
os pregunto, no me vais a responder.
Desde ahora, el Hijo del hombre estará
sentado a la derecha de Dios todopoderoso.»
C. Dijeron todos:
S. - «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?»
C. Él les contestó:
+ - «Vosotros lo decís, yo lo soy.»
C. Ellos dijeron:
S. - «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su
boca.» C. Se levantó toda la asamblea,
y llevaron a Jesús a presencia de Pilato.
C. Y se pusieron a acusarlo, diciendo:
S. - «Hemos comprobado que éste anda
amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen
tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey.»
C. Pilato preguntó a Jesús:
S. - «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Él le contestó:
+ - «Tú lo dices. »
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
S. - «No encuentro ninguna culpa en este
hombre.»
C. Ellos insistían con más fuerza, diciendo:
S. - «Solivianta al pueblo enseñando por
toda Judea, desde Galilea hasta aqui. »
C. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y, al enterarse que era de la jurisdicción de
Herodes,
se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por
aquellos días.
C. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy
contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque
oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hizo
un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los
escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con su escolta, lo trató con
desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a
Pilato. Aquel mismo día se hicieron
amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
C. Pilato, convocando a los sumos
sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo:
S. - «Me habéis traído a este hombre,
alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo lo he
interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este
hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco, porque nos lo ha
remitido: ya veis que nada digno de
muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré. »
C. Por la fiesta tenía que soltarles a uno.
Ellos vociferaron en masa, diciendo:
S. - «¡Fuera ése! Suéltanos a Barrabás.»
C. A éste lo habían metido en la cárcel por
una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra con
intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: S. - «¡Crucificalo,
crucificalo!»
C. Él les dijo por tercera vez:
S. - «Pues, ¿qué mal ha hecho éste? No he
encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Asi es
que le daré un escarmiento y lo soltaré. »
C. Ellos se le echaban encima, pidiendo a
gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío.
Pilato decidió que se cumpliera su petición:
soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por
revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
C. Mientras lo conducian, echaron mano de
un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron
la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo segula un gran gentio del pueblo, y de
mujeres que se daban golpes y lanzaban larnentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ - «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros
hijos, porque mirad que
llegará el día en que dirán: "Dichosas las estériles y
los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado." Entonces empezarán a decirles a los
montes:
"Desplomaos sobre nosotros", y a las colinas:
"Sepultadríos"; porque, si asi tratan al leño verde, ¿qué pasará con el
seco?»
C. conducían también otros malhechores para
ajusticiarlos con él.
C. Y, cuando llegaron al lugar llamado «La
Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno
a la derecha y otro a la izquierda.. Jesús decia:
+ - «Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen.»
C. Y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte.
C. El pueblo estaba mirando.
Las autoridades le hacían muecas, diciendo:
S. - «A otros ha salvado; que se salve a si mismo, si él es el Mesías de
Dios, el Elegido.»
C. Se burlaban de él también los soldados,
ofreciéndole vinagre y diciendo:
S. - «Si eres tú el rey de los judíos,
sálvate a ti mismo.»
C. Había encima un letrero en escritura griega, latina y
hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
C. Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba, diciendo:
S. - «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti
mismo y a nosotros.»
C. Pero el otro le increpaba:
S. - «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando
en el mismo suplicio?
Y lo nuestro es justo, porque recibimos el
pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.»
C. Y decia:
S. - «Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino.»
C. Jesús le respondió:
+ - «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en
el paraiso.»
C. Era ya eso de mediodía, y vinieron las
tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se
oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz
potente, dijo:
+ - «Padre, a tus manos- encomiendo mi espíritu.
C. Y, dicho esto, expiró.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. El centurión, al ver lo que pasaba,
daba gloria a Dios, diciendo:!,-"
S. - «Realmente, este hombre era justo.»
C. Toda la muchedumbre que había acudido a
este espectáculo, biendo visto lo que ocurría, se volvía
dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos se mantenían a distancia,
y lo mismo las mujeres que lo hablan seguido desde Galilea y que
estaban mirando.
C - Un hombre llamado José, que era
senador, hombre bueno y honrado (que no había votado a favor de
la decisión y del crimen de que era natural de Arimatea, pueblo
de Judea, y que aguardaba el reino de Dios, acudió a Pilato a
pedirle el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, envolvió en una
sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no
habían puesto a nadie todavía.
Era el día de la Prparación y rayaba el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea
fueron detrás a examinar el sepulcro y cómo colocaban su cuerpo. A la vuelta, prepararon aromas y
ungüentos. Y el sábado
guardaron reposo, conforme al mandamiento.
Palabra del Señor.
Comentario las lecturas
Ver también:
Domingo de Ramos
Domingo de Ramos
Isaías 50, 4-7; Filipenses 2, 6-11; Lucas 22, 14-23,56
“¡Qué diferentes voces eran:
"quita, quita, crucifícale" y "bendito sea el que
viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas!" ¡Qué diferentes
voces son llamarle ahora "Rey de Israel", y de ahí a pocos días: "¡No
tenemos más rey que el César!" ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la
cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los
vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan
suertes sobre ellos” -SAN BERNARDO, Sermón en el Domingo de Ramos, 2, 4.
Este domingo contemplamos el amor de
Jesús por nosotros, que lo lleva a la cruz. Al mismo tiempo contemplamos
como los hombres le traicionan. Ante esta verdad es necesario un examen
de conciencia, pedir perdón y hacer propósito de enmienda: Una buena
confesión.
Homilía de Domingo de Ramos, S.S.
Benedicto XVI, 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de
discípulos que, con alegría festiva, acompañan al Señor en su entrada en
Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los
prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y seguimos
viendo los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a
renunciar a las comodidades de la propia vida para ponerse totalmente al
servicio de los que sufren; cómo da valor a hombres y mujeres para
oponerse a la violencia y a la mentira y dejar espacio en el mundo a la
verdad; cómo, en lo secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien
a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la
paz donde reinaba la enemistad.
La procesión es ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de
Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por
quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros. En el Evangelio de
Lucas, la narración del inicio del cortejo en los alrededores de
Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos momentos literalmente, el
modelo del rito de coronación con el que, según el Primer Libro de los
Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David (Cf. 1
Reyes 1, 33-35). De este modo, la procesión de las Palmas es también una
procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo,
reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey
de la paz y de la justicia. Reconocerle como Rey significa aceptarle
como quien nos indica el camino, Aquél de quien nos fiamos y a quien
seguimos. Significa aceptar día tras día su palabra como criterio válido
para nuestra vida. Significa ver en Él la autoridad a la que nos
sometemos. Nos sometemos a Él porque su autoridad es la autoridad de la
verdad.
Ante todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión
para los discípulos, una manifestación de alegría, porque podemos
conocer a Jesús, porque Él nos permite ser sus amigos y porque nos ha
dado la clave de la vida. Esta alegría, que se encuentra en el origen,
es también expresión de nuestro «sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad
a caminar con Él allí donde nos lleve. La exhortación del inicio de
nuestra liturgia interpreta justamente el sentido de la procesión, que
es también una representación simbólica de lo que llamamos «seguimiento
de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle», hemos dicho. La expresión
«seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia
cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto
«seguir a Cristo»?
Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e
inmediato: significa que estas personas habían decidido dejar su
profesión, sus negocios, toda su vida para ir con Jesús. Significaba
emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental
de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en
su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo
tiempo muy interior. El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús
en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva
orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de
referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal,
sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro. Ponerse a su
disposición se había convertido en la razón de su vida. La renuncia que
esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera
sumamente clara en algunas escenas de los Evangelios.
Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su
verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia.
Exige que ya no me cierre en mi yo, considerando mi autorrealización
como la razón principal de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro
por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me
muestra el camino. Se trata de la decisión fundamental de dejar de
considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el éxito como el
objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como criterios
auténticos la verdad y el amor. Se trata de optar entre vivir sólo para
mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y
amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una
Persona. Al seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor.
Al perderme, vuelvo a encontrarme.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la
liturgia prevé el canto del Salmo 24 [23], que también en Israel era un
canto de procesión, utilizado para subir al monte del templo. El Salmo
interpreta la subida interior de la que era imagen la subida exterior y
nos explica lo que significa subir con Cristo. «¿Quién subirá al monte
del Señor?», pregunta el Salmo, y presenta dos condiciones esenciales.
Quienes suben y quieren llegar verdaderamente hasta arriba, hasta la
verdadera altura, tienen que ser personas que se preguntan por Dios.
Personas que escrutan a su alrededor para buscar a Dios, para buscar su
Rostro.
Queridos jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no hay
que dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que
contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar y
buscar a Dios. No hay que dejar que la pregunta por Dios se disuelva en
nuestras almas, el deseo de lo más grande, el deseo de conocerle a Él,
su Rostro…
Esta es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede
llegar al lugar santo quien tiene «manos limpias y puro corazón». Manos
limpias son aquellas que no cometen actos de violencia. Son manos que no
se han ensuciado con la corrupción, con los sobornos. Corazón puro,
¿cuándo es puro el corazón? Es puro un corazón que no finge y no se
mancha con la mentira y la hipocresía. Un corazón que es transparente
como el agua de un manantial, porque en él no hay doblez. Es puro un
corazón que no se extravía con la ebriedad del placer; un corazón cuyo
amor es auténtico y no una simple pasión del momento. Manos limpias y
corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y experimentamos las
purificaciones que nos llevan verdaderamente a esa altura a la que el
hombre está destinado: la amistad con el mismo Dios.
El Salmo 24 [23], que habla de la subida, concluye con una liturgia de
entrada ante la puerta del templo: «Puertas, levantad vuestros dinteles,
alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria». En la
antigua liturgia del Domingo de Ramos el sacerdote, al llegar ante la
iglesia, tocaba fuertemente con la cruz de la procesión contra el
portón, que todavía estaba cerrado y que en ese momento se abría. Era
una bella imagen del misterio del mismo Jesucristo que, con la madera de
su cruz, con la fuerza de su amor, tocó desde el lado del mundo a la
puerta de Dios; del lado de un mundo que no lograba acceder a Dios. Con
la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta
entre Dios y los hombres. Ahora está abierta. Pero el Señor también toca
desde el otro lado con su cruz: toca a las puertas del mundo, a las
puertas de nuestros corazones, que con tanta frecuencia y en tan elevado
número están cerradas para Dios. Y nos habla más o menos de este modo:
si las pruebas que Dios en la creación te da de su existencia no lograr
abrirte a Él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia
te dejan indiferente, entonces, mírame a mí, que soy tu Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro
corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta
del mundo, para que Él, el Dios viviente, pueda venir en su Hijo a
nuestro tiempo, llegar a nuestra vida. Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]
Padre Raniero Cantalamessa
Una mirada de historiadores a la
Pasión de Cristo
En el Evangelio del domingo de Ramos escuchamos por completo el
relato de la Pasión según San Lucas. Nos planteamos la cuestión crucial,
para responder a la cual fueron escritos los Evangelios: ¿por qué un
hombre así acabó en la cruz? ¿Cuál es el motivo y quiénes los
responsables de la muerte de Jesús?
Según una teoría que empezó a circular después de la tragedia de la Shoa
de los judíos, la responsabilidad de la muerte de Cristo recae
principalmente, es más, tal vez exclusivamente, en Pilato y la autoridad
romana, cosa que indica que su motivación es más de orden político que
religioso. Los Evangelios han excusado a Pilato y acusado de ella a los
jefes del judaísmo para tranquilizar a las autoridades romanas y
tenerlas como amigas.
Esta tesis nació de una preocupación justa que hoy todos compartimos:
cortar de raíz todo pretexto para el antisemitismo que tanto mal ha
procurado al pueblo judío por parte de los cristianos. Pero el perjuicio
más grave que se puede hacer a una causa justa es el de defenderla con
argumentos erróneos. La lucha contra el antisemitismo hay que situarla
sobre un fundamento más sólido que una discutible (y discutida)
interpretación de los relatos de la Pasión.
La ajenidad del pueblo judío, en cuanto tal, a la responsabilidad de la
muerte de Cristo, reposa en una certeza bíblica que los cristianos tiene
en común con los judíos, pero que lamentablemente por muchos siglos ha
sido extrañamente olvidada: «El que peque es quien morirá; el hijo no
cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo» (Ez
18,20). La doctrina de la Iglesia conoce un solo pecado que se transmite
por herencia de padre a hijo, el pecado original; ningún otro.
Ya asegurado el rechazo del antisemitismo, desearía explicar por qué no
se puede aceptar la tesis de la total ajenidad de las autoridades judías
a la muerte de Cristo, y por lo tanto de la naturaleza esencialmente
política de ella. Pablo, en la más antigua de sus cartas, escrita en
torno al año 50, da, de la condena de Cristo, la misma versión
fundamental de los Evangelios. Dice que «los judíos dieron muerte al
Señor» (1 Ts 2,15), y sobre los hechos ocurridos en Jerusalén poco antes
de su llegada a la ciudad él debía estar mejor informado que nosotros,
los modernos, al haber aprobado y defendido «encarnizadamente», en un
tiempo, la condena del Nazareno.
No se pueden leer los relatos de la Pasión ignorando todo lo que les
precede. Los cuatro evangelios atestiguan, se puede decir que a cada
página, un choque religioso creciente entre Jesús y un grupo influyente
de judíos (fariseos, doctores de la ley, escribas) sobre la observancia
del sábado, sobre la actitud hacia los pecadores y publicanos, sobre lo
puro y lo impuro.
Pero una vez demostrada la existencia de este desacuerdo, ¿cómo se puede
pensar que ello no haya jugado ningún papel en el momento del ajuste
final de cuentas y que las autoridades judías se decidieran a denunciar
a Jesús ante Pilato únicamente por miedo a una intervención armada de
los romanos, casi a su pesar?
Pilato no era una persona sensible a razones de justicia, como para
preocuparse de la suerte de un desconocido judío; era un tipo duro y
cruel, dispuesto a ahogar en sangre cualquier mínimo indicio de
revuelta. Todo ello es muy cierto. No intenta salvar a Jesús por
compasión hacia la víctima, sino sólo por una obstinación contra sus
acusadores, con los que estaba en marcha una guerra sorda desde su
llegada a Judea. Naturalmente, esto no disminuye en absoluto la
responsabilidad de Pilato en la condena de Cristo, que recae en él no
menos que sobre los jefes judíos.
No se trata, sobre todo, de querer ser «más judíos que los judíos». De
las noticias sobre la muerte de Jesús, presentes en el Talmud y en otras
fuentes judaicas (si bien tardías e históricamente contradictorias),
emerge algo: la tradición judía nunca ha negado una participación de las
autoridades religiosas del tiempo en la condena de Cristo. No ha fundado
la propia defensa negando el hecho, sino a lo más negando que el hecho,
desde el punto de vista judío, constituyera delito y que su condena
fuera una condena injusta.
A la pregunta: «por qué Jesús fue condenado a muerte», después de todas
las investigaciones y alternativas propuestas, se debe por lo tanto dar
la respuesta que dan los evangelios. Fue condenado por un motivo
esencialmente religioso, el cual sin embargo fue hábilmente formulado en
términos políticos para convencer mejor al procurador romano. El título
Mesías sobre el que estaba fundamentada la acusación del Sanedrín, en el
proceso ante Pilato, se convierte en «Rey de los judíos», y éste será el
título de condena que se colgará en la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los
judíos». Jesús había luchado toda su vida para evitar esta confusión,
pero al final será precisamente ella la que decida su suerte.
Esto deja abierto el tema sobre el uso que se hace de los relatos de la
Pasión. En el pasado estos se usaron frecuentemente (por ejemplo, en
ciertas representaciones teatrales de la Pasión) de manera impropia, con
forzamientos antijudíos. Se trata de algo hoy por todos firmemente
confirmado, aunque tal vez aún queda algo qué hacer para eliminar de la
celebración cristiana de la Pasión todo lo que pueda ofender la
sensibilidad de los hermanos judíos. Jesús fue y sigue siendo, a pesar
de todo, el mayor don que el judaísmo dio al mundo. Un don, entre otras
cosas, que pagó a un elevado precio...
La conclusión que podemos sacar de las consideraciones históricas
realizadas es, por lo tanto, que poder religioso y poder político, los
jefes del Sanedrín y el procurador romano, participaron ambos, por
motivos diferentes, en la condena de Cristo. Debemos añadir enseguida
que la historia no dice todo ni lo esencial sobre este punto. Por la fe,
quienes dieron muerte a Jesús fuimos todos nosotros con nuestros
pecados.
Dejemos ahora aparte las cuestiones históricas y dediquemos algún
instante a contemplarle a Él. ¿Cómo se comporta Jesús en la Pasión?
Sobrehumana dignidad, paciencia infinita. Ni un solo gesto o palabra que
desmienta lo que Él había predicado en su Evangelio, especialmente en
las Bienaventuranzas. Él muere pidiendo el perdón para sus verdugos.
Con todo, nada hay en Él que se asemeje al orgulloso desprecio del dolor
del dolor del estoico. Su reacción al sufrimiento y a la crueldad es
humanísima: tiembla y suda sangre en Jetsemaní, desearía que el cáliz
pasara de él, busca apoyo en sus discípulos, grita su desolación en la
cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Un rasgo de esta sobrehumana grandeza de Cristo en la Pasión me fascina
sobre todo: su silencio: «Jesús callaba» (Mt 26, 63). Calla ante Caifás,
calla ante Pilato, quien se irrita por su silencio, calla ante Herodes,
que esperaba verle hacer un milagro (Cf. Lc 23, 8). «Al ser insultado,
no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba», dice de Él la
Primera carta de Pedro (2, 23).
Sólo un instante antes de morir rompe el silencio y lo hace con aquel
«fuerte grito» que lanza desde la cruz y que arranca al centurión romano
la confesión: «Verdaderamente éste era hijo de Dios».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]