Teología del corazón - Mensaje
de S.S. Juan Pablo II a la Familia Monfortiana |
A LA FAMILIA RELIGIOSA
MONFORTIANA CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LA
CANONIZACIÓN DE SU FUNDADOR
Mensaje de S.S. Juan Pablo II
21 de junio de 1997
www.vatican.va
Al Reverendo Padre
WILLIAM CONSIDINE
Superior general de la Compañía de María
Al Reverendo hermano
JEAN FRIANT
Superior general de los Hermanos de la Instrucción cristiana
de San Gabriel
A la Reverenda Madre
BÁRBARA O’DEA
Superiora general de las Hijas de la Sabiduría
1. La familia monfortiana va a inaugurar un año dedicado a
la celebración del quincuagésimo aniversario de la
canonización de san Luis María Grignion de Montfort, que
tuvo lugar en Roma el 20 de julio de 1947. Con la Compañía
de María, los Hermanos de San Gabriel y las Hijas de la
Sabiduría, me alegra dar gracias al Señor por la creciente
irradiación de este santo misionero, cuyo apostolado se
alimentaba de una profunda vida de oración, de una fe
inquebrantable en Dios trino y de una intensa devoción a la
santísima Virgen María, Madre del Redentor.
Pobre entre los pobres, profundamente integrado en la
Iglesia a pesar de las incomprensiones que afrontó, san Luis
María tomó como lema estas sencillas palabras: «Dios solo».
Cantaba: «Dios solo es mi ternura. Dios solo es mi apoyo.
Dios solo es todo mi bien, mi vida y mi riqueza» (Cántico
55, 11). En él, el amor a Dios era total. Con Dios y por
Dios salía al encuentro de los demás y caminaba por los
senderos de la misión. Siempre consciente de la presencia de
Jesús y María, era con todo su ser un testigo de la caridad
teologal, que deseaba compartir. Su acción y su palabra sólo
tenían como finalidad llamar a la conversión y hacer que se
viviera de Dios. Sus escritos son igualmente testimonios y
alabanzas del Verbo encarnado y también de María, «obra
maestra del Altísimo, milagro de la Sabiduría eterna» (cf.
Amor de la Sabiduría eterna, 106).
2. El mensaje que nos dejó el padre de Montfort se funda, de
modo inseparable, en las meditaciones del místico y en la
pedagogía pastoral del apóstol. A partir de las grandes
corrientes teológicas difundidas en aquel entonces, expresó
su fe personal en función de la cultura de su tiempo. Su
estilo, a la vez poético y familiarmente cercano al lenguaje
de sus interlocutores, puede sorprender a nuestros
contemporáneos, pero esto no debe impedirles inspirarse en
sus intuiciones fecundas. Por eso, el trabajo realizado hoy
por la familia monfortiana es valioso, puesto que ayuda a
los fieles a captar la coherencia de una visión teológica y
espiritual siempre orientada hacia una intensa vida de fe y
de caridad.
San Luis María nos sorprende ante todo por su espiritualidad
teocéntrica. Posee «el gusto de Dios y de su verdad» (ib.,
13) y sabe comunicar su fe en Dios, cuya majestad y dulzura
expresa a la vez, ya que Dios es fuente desbordante de amor.
El padre de Montfort no duda en descubrir a los más humildes
el misterio de la Trinidad, que inspira su oración y su
reflexión sobre la Encarnación redentora, obra de las
Personas divinas. Quiere hacer captar la actualidad de la
presencia divina en el tiempo de la Iglesia. Escribe,
fundamentalmente: «La forma en que procedieron las tres
Personas de la santísima Trinidad en la Encarnación y la
primera venida de Jesucristo, la prosiguen todos los días,
de manera invisible, en la santa Iglesia, y la mantendrán
hasta el fin de los siglos, en la última venida de
Jesucristo» (Tratado de la verdadera devoción, 22). En
nuestra época, su testimonio puede ayudar a cimentar
vigorosamente la existencia cristiana en la fe en el Dios
vivo, en una cordial relación con él y en una sólida
experiencia eclesial, gracias al Espíritu del Padre y del
Hijo, cuyo reino continúa hasta ahora (cf. Súplica ardiente,
16).
3. La persona de Cristo domina el pensamiento de Grignion de
Montfort: «El fin último de toda devoción debe ser
Jesucristo, Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero
hombre» (Tratado de la verdadera devoción, 61). La
encarnación del Verbo es para él la realidad absolutamente
central: «Oh Sabiduría eterna y encarnada (...), te adoro
profundamente en el seno y esplendores del Padre durante la
eternidad, y en el seno virginal de María, tu dignísima
Madre, en el tiempo de la Encarnación» (Amor de la Sabiduría
eterna, 223). La celebración apasionada de la persona del
Hijo de Dios encarnado, que se encuentra en toda la
enseñanza del padre de Montfort, conserva hoy su inestimable
valor, dado que surge de una concepción equilibrada desde el
punto de vista de la doctrina y lleva a una adhesión total
del ser a Aquel que ha revelado a la humanidad su verdadera
vocación. Ojalá que los fieles comprendan esta exhortación:
«Jesucristo, Sabiduría eterna, es todo cuanto puedes y debes
desear. Anhela poseerlo. Corre en busca suya, (...) la perla
incomparable y preciosa » (ib., 9).
La contemplación de la grandeza del misterio de Jesús va a
la par con la de la cruz que Montfort convertía en el mayor
signo de sus misiones. Con frecuencia probado duramente,
conoció en carne propia su peso, como lo atestigua una carta
a su hermana, a quien pide que ruegue por él para «obtener
de Jesús crucificado la fuerza para llevar las más arduas y
pesadas cruces» (Carta 24). Día tras día practica la
imitación de Cristo en lo que llama el amor loco de la cruz,
en la que ve «el triunfo de la Sabiduría eterna» (Amor de la
Sabiduría eterna, cap. XIV). Por el sacrificio del Calvario,
el Hijo de Dios, haciéndose pequeño y humilde hasta el
extremo, asume la condición de sus hermanos sometidos al
sufrimiento y a la muerte. Cristo manifiesta así, de manera
elocuente, su amor infinito y abre a la humanidad el camino
de la vida nueva. Luis María, que seguía a su Señor y hacía
«de la cruz su morada» (ib., 180), da un testimonio de la
santidad, que están llamados a dar, a su vez, sus herederos
en la familia monfortiana para mostrar a este mundo la
verdad del amor salvador.
4. Para conocer la Sabiduría eterna, increada y encarnada,
Grignion de Montfort invitó constantemente a encomendarse a
la santísima Virgen María, tan inseparablemente unida a
Jesús, que «primero se separaría la luz del sol» (Tratado de
la verdadera devoción, 63). Es un incomparable cantor y
discípulo de la Madre del Salvador, a quien celebra como la
que guía seguramente hacia Cristo: «Si establecemos la
sólida devoción a la santísima Virgen, es sólo para
establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un
medio fácil y seguro para encontrar al Señor» (ib., 62),
puesto que María es la criatura elegida por el Padre y
entregada totalmente a su misión materna. Al entrar, por su
libre consentimiento, en unión con el Verbo, se encuentra
asociada de manera privilegiada a la Encarnación y a la
Redención, desde Nazaret hasta el Gólgota, pasando por el
cenáculo, con fidelidad absoluta al Espíritu Santo. Ella
«halló gracia delante de Dios para todo el mundo en general
y para cada uno en particular» (ib., 164).
San Luis María invita también a entregarse totalmente a
María para acoger su presencia en el fondo del alma. «María
viene, finalmente, a ser indispensable para esta alma en sus
relaciones con Jesucristo: ella le ilumina el espíritu con
su fe, le ensancha el corazón al infundirle su humildad, la
dilata e inflama con su caridad, la purifica con su pureza,
la ennoblece y engrandece con su maternidad » (El secreto de
María, 57). Acudir a María lleva siempre a dar a Jesús un
espacio mayor en la vida. Es significativo, por ejemplo, que
Montfort invite a los fieles a dirigirse a María antes de la
comunión: «Suplica a esta bondadosa Madre que te preste su
corazón, para recibir en él a su Hijo con sus propias
disposiciones » (Tratado de la verdadera devoción, 266).
En nuestro tiempo, en el que la devoción a María está llena
de vida, pero no siempre suficientemente clara, sería
conveniente volver a encontrar el fervor y el tono justo del
padre de Montfort para dar a la Virgen su verdadero lugar y
aprender a dirigirse a ella: «¡Oh Madre de misericordia,
alcánzame la verdadera sabiduría de Dios, colocándome para
ello entre aquellos a quienes amas, enseñas y diriges!
(...). ¡Oh Virgen fiel, haz que yo sea en todo tan perfecto
discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada,
Jesucristo, tu Hijo!» (El Amor de la Sabiduría eterna, 227).
Sin duda, hay que hacer ciertas transposiciones de lenguaje,
pero la familia monfortiana debe continuar su apostolado
mariano con el espíritu de su fundador, para ayudar a los
fieles a mantener una relación viva e íntima con Aquella a
quien el concilio Vaticano II honró como a miembro eminente
y absolutamente único de la Iglesia, recordando que «la
Madre de Dios es figura de la Iglesia, como ya enseñaba san
Ambrosio: en el orden de la fe, del amor y de la unión
perfecta con Cristo» (Lumen gentium, 63).
5. El año monfortiano llama la atención sobre los elementos
principales de la espiritualidad de san Luis María, pero
también es muy oportuno recordar que fue un misionero de
extraordinario resplandor. Ya desde su ordenación escribía:
«Siento grandes deseos de hacer amar a Jesucristo y a su
santísima Madre, de ir, de manera pobre y sencilla, a
enseñar el catecismo a los pobres». Vivió en total fidelidad
a esta vocación, que compartirá con los sacerdotes que se le
unieron. En la «Regla de los padres misioneros de la
Compañía de María », invita al misionero apostólico a
predicar con sencillez, verdad, sin miedo y con caridad, «y
con santidad, no mirando sino a Dios, sin otro interés que
el de la gloria divina, y practicando primero él lo que
enseña a los demás » (n. 62).
Ahora que en la mayor parte de las regiones del mundo se
necesita una nueva evangelización, el celo del padre de
Montfort por la palabra de Dios, su solicitud por los más
pobres, su actitud de hacerse comprender por los más
sencillos y de estimular la piedad, sus cualidades de
organizador, sus iniciativas para prolongar el fervor por la
fundación de movimientos espirituales o para comprometer a
los laicos en el servicio a los pobres, todo ello, con las
debidas adaptaciones, puede inspirar a los apóstoles de hoy.
Una de las constantes en las numerosas misiones predicadas
por san Luis María merece ser destacada hoy: pide renovar
las promesas del bautismo, haciendo incluso de este camino
una condición previa para la absolución y la comunión. Esto
adquiere sorprendente actualidad en este primer año de
preparación para el gran jubileo del año 2000, dedicado
precisamente a Cristo y al sacramento del bautismo. Montfort
había comprendido muy bien la importancia de este
sacramento, que consagra a Dios y constituye la comunidad,
así como la necesidad de redescubrir, con una firme adhesión
de fe, el alcance de los compromisos bautismales.
Caminante del Evangelio, inflamado por el amor a Jesús y a
su santa Madre, supo llegar a las multitudes y hacerles amar
a Cristo Redentor contemplado en la cruz. ¡Que él sostenga
los esfuerzos de los evangelizadores de nuestro tiempo!
6. Queridos hermanos y hermanas de la gran familia
monfortiana, en este año de oración y reflexión sobre la
preciosa herencia de san Luis María, os aliento a hacer
fructificar este tesoro, que no debe permanecer oculto. La
enseñanza de vuestro fundador y maestro abarca los temas que
toda la Iglesia medita al acercarse el gran jubileo; va
señalando el camino de la verdadera Sabiduría, que es
necesario abrir a tantos jóvenes que buscan el sentido de su
vida y el arte de vivir.
Aprecio vuestras iniciativas para difundir la espiritualidad
monfortiana, de la manera que conviene a las diferentes
culturas, gracias a la colaboración de los miembros de
vuestros tres institutos. Sed también un apoyo y un punto de
referencia para los movimientos que se inspiran en el
mensaje de Grignion de Montfort, a fin de dar a la devoción
mariana una autenticidad cada vez más segura. Renovad
vuestra presencia entre los pobres, vuestra inserción en la
pastoral eclesial y vuestra disponibilidad para la
evangelización.
Encomendando vuestra vida religiosa y vuestro apostolado a
la intercesión de san Luis María Grignion de Montfort y a la
beata María Luisa Trichet, os imparto de todo corazón la
bendición apostólica a vosotros y a quienes están cerca de
vosotros y servís.
© Copyright 1997 - Libreria Editrice Vaticana