(“Trente visites a Joseph le Silencieux”)
Padre Michel Gasnier, O,F
Fuente:
www.encuentra.com
INTRODUCCIÓN
El
Evangelio no dedica a San José más que unas cuantas frases.
Aparece sin que se nos haya dicho nada sobre su nacimiento y
su vida anterior; tampoco se menciona su muerte. No se cita
ninguna palabra suya.
Sin
embargo, sería un error el querer medir su grandeza y su
papel en los designios de Dios por el escaso lugar que ocupa
en el Nuevo Testamento.
El
Evangelio es siempre lacónico. Tampoco de la Santísima
Virgen se nos habla mucho. Sólo dice aquello que es esencial
que sepamos, lo que hace una referencia directa al misterio
de la Encarnación, dejando a nuestro cuidado el estudiar las
Escrituras para extraer de ellas las riquezas que encierran.
Los textos
del Evangelio relativos a José están repletos de tesoros
ocultos. Los detalles que nos suministran, por sobrios que
sean, se convierten, cuando se meditan, en
extraordinariamente esclarecedores. Bastan para hacer un
retrato suyo exacto y atractivo, en absoluto ficticio. Su
vida oculta y aparentemente borrosa, toma a nuestros ojos un
relieve impresionante. La oscuridad en la que aparecía estar
sumergido, se nos revela radiante de esplendor. Cuando más
se escrutan los textos y se medita sobre ellos, más luz
proyectan, descubriéndonos cosas grandes y bellas.
Con objeto
de suplir los silencios de la Sagrada Escritura, hemos
compuesto esta vida de San José con un espíritu semejante al
que inspiró nuestra obra "Treinta visitas a Nuestra Señora
de Nazaret”. Es un ensayo de reconstrucción histórica de la
vida de San José y a la vez un estudio sobre su
espiritualidad. Lo hemos llamado "el silencioso" para
subrayar lo que, a nuestra manera de ver, es una de las
características más atractivas de su persona.
¿Se trata,
pues, de una obra de imaginación? En absoluto, ya que sigue
lo más de cerca posible el relato evangélico y se ajusta
siempre a las enseñanzas de la Iglesia. Además, se basa en
la considerable aportación de los Padres de la Iglesia, de
los Doctores, teólogos y hagiógrafos, con sus reflexiones y
deducciones.
Hemos
consultado también documentos extrabíblicos y casi
contemporáneos suyos, los cuales nos han permitido colocar
en su cuadro geográfico e histórico el desarrollo de la vida
de José. "El período —escribe justamente Daniel-Rops—
durante el cual transcurrió la infancia de la Virgen, se
produjo el milagroso acontecimiento de la Anunciación y
nació su Hijo, es uno de los mejor conocidos de la historia
antigua'
Gracias al
historiador Flavio Josefo y al Talmud, que nos suministran
numerosos detalles sobre las costumbres israelitas de
aquella época, resulta relativamente fácil representamos con
bastante, exactitud lo que podía ser la vida de un judío
piadoso y observante de la Ley.
El lector
podrá hacer fácilmente una distinción entre lo que,
procedente del Evangelio, es absolutamente cierto, y lo que,
siendo una elaboración tomada de documentos extra-bíblicos,
o reflexión teológica, no es más que una opinión probable.
Ojalá estas páginas susciten en él una devoción especial
hacia aquel a quien la Iglesia no cesa de exaltar en la
misma medida en que él quiso ocultarse y desaparecer.
¿Habrá que
repetir lo que Santa Teresa de Jesús dijo sobre él...?: «No
me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya
dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes
que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado Santo,
de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de
alma, que a otros Santos parece les dio el Señor gracia para
socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo
experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor
darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra,
que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar,
así en el cielo hace cuanto se le pide» (Libro de la vida,
cap. VI).
Con su
lenguaje poético, Francis Jammes prolonga el texto de Santa
Teresa cuando nos hace esta promesa: «Oh, amigos míos! No,
os lo juro; jamás os abandonará aquél que anda con aire
pueblerino, la vara al hombro y la sonrisa en los labios...»
Capitulo 1
JOSÉ, PREFIGURADO EN EL ANTIGUO
TESTAMENTO
“¿Podríamos
por ventura encontrar un hombre como éste, lleno del
espíritu de Dios?” (Gn 41, 38)
No hay que
extrañarse de que los cristianos, generación tras
generación, convencidos del papel excepcional desempeñado
por José en el misterio dé la Encarnación y' sabedores por
otra parte de que el Antiguo Testamento anuncia y profetiza
el Nuevo, se hayan aplicado a la tarea de buscar, a través
de la historia del pueblo elegido, hechos e imágenes capaces
de anunciar y prefigurar al padre virginal de Jesús.
Algunos
personajes semejantes a José, sobre todo por su misión o por
sus virtudes, han llamado su atención. Hay quien ve en el
patriarca Noé, que acogió en el arca la paloma portadora &
una rama de olivo en el pico para anunciar el final del
diluvio, una imagen de José, protector de María, mística
paloma que trae la salvación al mundo alumbrando a Jesús.
Igualmente
se ve en Eliezer, servidor de la familia de Isaac, encargado
de vigilar a la prometida de su amo, una imagen del que tuvo
a su cargo la custodia de la Virgen-Madre.
También se
piensa en José cuando se leen algunos textos relativos a
Moisés, particularmente aquellos en que se dice que era el
más dulce de los hombres y el confidente íntimo de los
designios de Dios.
La figura
de David evoca igualmente, a los ojos de muchos intérpretes,
una imagen lejana de José: «Es, en verdad —escribe San
Bernardo— el hijo de David, un hijo digno de su padre. Es el
hijo de David con toda la fuerza del término, no tanto por
la carne como por la fe, por la santidad, por la piedad. El
Señor le quiso como otro David, capaz de guardar sus
secretos... » (Homilía sobre “Missus est”).
Pero si se
trata de ver en el Antiguo Testamento un anuncio profético
de San José, ninguno mejor que el que nos ofrece el
personaje del mismo nombre, hijo del patriarca Jacob. Los
Papas Pío IX en el decreto que proclamaba a San José patrón
de la Iglesia universal, y León XIII en su famosa encíclica
de 5 de agosto de 1889, que se hacía eco de lo expresado por
numerosos Padres de la Iglesia, y la misma Liturgia, así lo
expresan claramente. No sólo tenían el mismo nombre, sino
que también se parecían en sus virtudes y en su vida
entretejida de pruebas y alegrías, de asombrosas
coincidencias.
Uno y otro
—dos hombres justos en toda la acepción de esta palabra— se
entregaron por igual en cuerpo y alma a la misión que les
había sido confiada, evitando que se les tributaran honores
que sólo pertenecían a su Amo. Es sabido cómo los dos Josés,
por una serie de circunstancias providenciales, fueron a
Egipto: el primero, perseguido por sus hermanos y entregado,
por una envidia feroz que prefiguraba la traición que se
habría de cometer con Cristo; el segundo, huyendo del furor
celoso de Herodes, para salvar a Aquel que debía ser puro
trigo de los elegidos.
El José del
Antiguo Testamento recibió de Dios el privilegio de
interpretar los sueños, siendo advertido así de lo que le
había de suceder. El nuevo José, a su vez, recibió por medio
de sueños todos los mensajes del Señor.
Parece como
si los sueños del primero, aunque verificados en su persona,
no vieron su plena realización más que en la misión del
segundo. He aquí lo que nos dice del primer José el libro
del Génesis (37, 5-10): Tuvo también José un sueño que contó
a sus hermanos... Díjoles: "Oíd, si queréis, este sueño que
he tenido. Estábamos nosotros en el campo atando gavillas y
vi que se levantaba mi gavilla y se tenía de pie, y las
vuestras la rodeaban y se inclinaban ante la mía,
adorándola... " Tuvo José otro sueño, que contó a también a
sus hermanos, diciendo: "He visto que el sol, la luna y once
estrellas me adoraban ". Contó el sueño a su padre y a sus
hermanos, y aquél le increpó, diciendo: “¿Qué es ese sueño
que has soñado? ¿Acaso vamos a postrarnos en tierra ante ti,
yo, tu madre y tus hermanos?”.
Estos
sueños se cumplieron en la vida del primer patriota cuando
su padre se trasladó a Egipto con toda su familia y se
prosternó efectivamente ante José , convertido en virrey del
país y padre nutricio de los pueblos de la tierra. Pero
podemos pensar que su SU~ prefiguraba el misterio que en
Nazaret asombraría al mundo, cuando Jesús, el sol de
justicia, y María, alabada por la liturgia como una luminosa
luna blanca y bella, se sometieran a la autoridad del jefe
de familia, y cuando también toda la asamblea de los sabios
aclamase los méritos de quien se habla hecho servidor del
Verbo encarnado.
El primer
José obtuvo la confianza y el favor del Faraón: se convirtió
en intendente de los graneros de Egipto, y cuando un hambre
aterradora asoló la tierra, logró que allí reinara la
abundancia y la prosperidad. El Faraón, asombrado por la
sabiduría de su intendente, no tardó en dejar en sus manos
el gobierno del reino, diciendo a quienes venían a verle: Id
a José y haced lo que él os diga. De igual manera, el
segundo José recibió el encargo de ganar el pan de la
familia de Nazaret y, más tarde, recibirla por misión
—escribe León XIII— «salvaguardar la religión cristiana, ser
el defensor titulado de la Iglesia, que es en verdad la casa
del Señor y el reinado de Dios sobre la tierra».
Cuando la
Biblia nos dice que el Faraón se quitó su anillo y se lo
puso en el dedo a José, le vistió con vestiduras de fino
lino, le puso un collar de oro, y le hizo montar en su carro
mientras los heraldos ordenaban a todos que se arrodillasen
a su paso, ¿no anunciaba proféticamente el triunfo de
nuestro glorioso San José? ¿Y no nos dice la Iglesia, como
antaño el Faraón, que vayamos a José, que nos pongamos bajo
su tutela y que tengamos confianza en su sabiduría y en su
poder?
Otra
virtud, común a ambos, completa el emocionante paralelismo:
la castidad. El primero rechazó las vergonzosas
incitaciones de la mujer de Putifar, diciéndole: mi Amo y
Señor ha puesto en mis manos todo lo que posee. Sólo me ha
prohibido que te toque, porque eres su mujer. ¿Cómo iba a
cometer tan grande villanía, pecando contra Dios?
Enloquecida de despecho, la ignominiosa mujer acusó
falsamente a José, que fue encarcelado, prefiriendo la
prisión al pecado.
Más
perfecta todavía fue la castidad del segundo José que no
sólo se abstuvo de todo acto culpable, sino que sabiendo que
Dios había puesto bajo su amparo y protección a la más pura
de las criaturas, la esposa del Espíritu Santo, la consideró
siempre como un don de Dios, la trató con soberano respeto y
sintió por ella un amor purísimo y una religiosa veneración.
¿Hace falta
continuar repasando la Biblia para buscar otras figuras
representativas u otras imágenes simbólicas del esposo de
María...? Algunos han visto en el jardín de delicias del
paraíso terrenal un símbolo de las entrañas de María, tierra
fecunda donde germinó Jesús, árbol de la vida cuyo guardián
fue José.
Se ha
querido también comparar a José con el Arca de la Alianza,
que Dios ordenó a Moisés recubrir de una lámina de oro puro
(Ex 25 y 17): dos querubines igualmente de oro la remataban,
uno frente al otro, con la mirada baja y las alas
desplegadas, para adorar y proteger el llamado
"propiciatorio", pues el Señor se mostraba propicio a las
oraciones que se le dirigían. Pues bien, esos dos querubines
son como un símbolo de María y José en la actitud de
adoración que tuvieron en Belén junto a la cuna de Jesús,
hostia de propiciación.
Ante el
Arca de la Alianza, se extendía, según la orden dada por el
Señor, un velo de fino lino de color .púrpura, escarlata y
jacinto. Ese velo sustraía el Arca a las miradas profanas, y
según una interpretación posterior, ese velo de honor y de
respeto anunciaba el papel que tendría José para imponer,
con su sola presencia, respeto hacia María, protegiendo el
misterio de la Encarnación virginal.
Ni qué
decir tiene que nadie pretende que estas semejanzas y
simbolismos hayan sido formalmente queridos por el Espíritu
Santo. Basta con pensar que se adaptan a la misión propia de
José. No dudemos, pues, en saludar en él, haciendo uso del
Antiguo Testamento, corno lo haremos a lo largo de esta
obra, al guardián vigilante del nuevo Paraíso, al ángel
protector y adorador del Verbo encarnado, al velo bajo el
cual la Trinidad Beatísima realizó la obra más sublime y
fecunda.
Capitulo 2
LOS
ANTEPASADOS DE JOSÉ
Un hombre
llamado José, de la casa de David (Lc 1, 27)
Cuando,
antes de que naciese Jesús, el ángel del Señor se apareció
en sueños a José, le llamó por su título de nobleza: José,
hijo de David.
Dos
evangelistas, San Mateo y San Lucas, nos dan la genealogía
que establece que José procedía de la casa real de David. No
tiene nada de extraño que los evangelistas se basaran en
documentos ciertos para establecer su descendencia, ya que
entre los hebreos se consideraba como un deber el conservar
la lista de los antepasados. Es sabido que había en el
Templo una comisión permanente encargada de examinar y de
rectificar los árboles genealógicos de sacerdotes y levitas.
Era obligatorio, además, presentar pruebas de pertenencia a
tal o cual familia si se quería recuperar los bienes
patrimoniales en la época del jubileo, y si se pertenecía a
la casa de David, de la cual había de nacer el Mesías, esa
obligación era más estricta todavía. Es natural, pues, que
José y María se hubiesen preocupado, tanto o más que otros,
de conservar cuidadosamente sus tablas genealógicas para
probar que Jesús era, en efecto, un descendiente directo de
David.
Que el
Mesías debía nacer en la casa y familia de David era algo
tan claramente expresado en las profecías, que nadie dudaba
de ello. ¿De quién ha de ser hijo el Mesías?,preguntará un
día Jesús a los fariseos. ¡De David!, contestarán todos al
unísono. Y, de hecho, será con ese título como muchos se
dirigirán a él: ¡Jesús, hijo de David!
En unas
enumeraciones que se diría tomadas de las actas notariales,
San Mateo y San Lucas nos dicen quiénes fueron, a través de
José, los antepasados de Jesús. Lucas, al parecer, utilizó
los archivos familiares guardados en Nazaret, mientras que
Mateo debió de tener a su alcance documentos oficiales
conservados en Belén. Por otra parte, así como Mateo coloca
su genealogía al comienzo de su Evangelio, mostrando cómo
Jesús desciende de Abraham, Lucas pone la suya tras el
bautismo del Señor y, adoptando un sistema ascendente, se
remonta hasta Adán, padre del género humano.
Es evidente
que una y otra genealogía difieren notablemente; sólo dos
nombres aparecen tanto en una como en otra: los de Salatiel
y Zorobabel.
Desde
tiempos remotos, los cristianos se han preguntado el por qué
de esas divergencias'. Según San jerónimo, juliano el
Apóstata negaba la verdad de los relatos evangélicos
basándose en ellas. Por eso, desde esa época, e incluso
antes, se trató de resolver tal dificultad.
Se han
formulado muy diversas hipótesis. Desde el siglo III, se
viene invocando la doble filiación usada por los hebreos,
natural y legal. Según la llamada "ley del levirato", si un
hombre casado moría sin dejar hijos, su pariente más próximo
debía casarse con la viuda, y los niños nacidos de ese
matrimonio llevar el nombre del difunto. Eso explicaría, por
ejemplo, que las dos genealogías difieran en el nombre del
padre de José, Helí según Lucas y Jacob según Mateo, pues se
supone que había nacido de un matrimonio levirático; tras un
segundo casamiento de su madre, José habría tenido como
padre natural a Helí, quedando como padre legal Jacob, el
esposo difunto. Esta hipótesis pareció a muchos tan seria
que fue adoptada por la mayor parte de los Padres de la
Iglesia.
Otra
hipótesis, bastante más tardía, dice que San Lucas nos
habría transmitido la genealogía de María y San Mateo la de
José, pero tal explicación sólo es convincente en
apariencia, pues se basa en un texto evangélico que no
parece autorizarla.
Una
tercera, solución, más simple, se presenta como mucho más
probable. Como los orientales no tenían una concepción tan
estrecha de las genealogías como nosotros, que sólo tenemos
en cuenta los ascendientes directos, incluían también a los
parientes colaterales, lo que dejaba una cierta libertad
para componer el árbol genealógico. Al remontarse a los
orígenes, además de saltarse varias generaciones, se
permitían una serie de bifurcaciones a derecha e izquierda,
escogiendo los nombres de quienes les parecían más ilustres
o más santos, de esta forma podían establecer varias
genealogías en apariencia discordantes.
Cuando San
Lucas transcribió la lista genealógica que le suministraron,
no podía ignorar la de San Mateo, y aunque debió constatar
sus aparentes divergencias, no se inquietó por ello,
sabiendo bien lo que pasaba en aquellos tiempos con los
árboles genealógicos. Se habría extrañado mucho si alguien
le hubiese dicho que, con el paso de¡ tiempo, esas
divergencias iban a constituir una piedra de escándalo para
algunos...
Sea como
sea, una y otra lista muestran que José era el último
eslabón de la cadena antes del nacimiento de Jesús.
¿Resulta
acaso sorprendente que se nos haya transmitido la genealogía
de Jesucristo a través de José y no de María, teniendo en
cuenta que José no tuvo nada que ver en su nacimiento ... ?
La respuesta es que, aparte de que no era costumbre entre
los hebreos establecer la genealogía de las mujeres, los
evangelistas, al darnos la de José, establecen también la de
María, ya que, probablemente, su linaje era el mismo, dado
su parentesco.
Con todo,
los evangelistas no se preocupan de eso. Aunque afirman
claramente la virginidad de María, es normal que, en virtud
de las ideas de la época, sólo se refieran al origen oficial
de Jesús, a su descendencia de David por José. En él, y sólo
en él, ven la auténtica genealogía legal de Cristo. Jesús
había sido concebido y engendrado por María en tanto en
cuanto era esposa de José, el cual era de la Casa de David,
y eso les basta para que Jesús pueda llamarse hijo de David.
Se cuidan, eso sí, de precisar además que, como María
concibió a su hijo siendo virgen, José se limita a recoger
el fruto de esa fecundidad virginal.
«Si se
pudiera demostrar —dice San Agustín — que María no descendía
de David, bastaría con que el padre legal de Cristo sí
descendiera para que Cristo fuese legítimamente hijo de
David» (De cons. Evang. II, 1, 2). Y el mismo San Agustín
escribe: "No temamos trazar la genealogía de Jesús por la
línea que desemboca en José, pues si es esposo-virgen
también es padre virginal. No temamos colocar al marido por
delante de la esposa, según el orden de la naturaleza y ¡a
ley de Dios. Si separásemos a José para mencionar sólo a
María, nos diría con razón: "¿Por qué me apartáis de mi
esposa ...? ". “¿Por qué no queréis que la genealogía de
Jesús desemboque en mí ... ?". “Porque tú no has engendrado
por obra de la carne", le diríamos. Y él respondería:
"¿Acaso María ha engendrado por obra de la carne? Lo que es
obra del Espíritu Santo se ha obrado para los dos".
Cuando
consideramos las cuarenta generaciones enumeradas en la
genealogía de José3, constatamos que cubren dos mil años de
historia. Se ha dicho que todo lo que hay de gloria, de
virtud, de fe y de piedad en el pueblo de Israel viene a
concentrarse en Cristo, heredero de las promesas divinas,
pero sería más exacto decir que si los antepasados de José
llevan en efecto el sello de una elección divina, siguen no
obstante siendo plenamente humanos. No todo fue glorioso en
esa ascendencia patricia. Hay reyes y pastores, guerreros y
poetas, constructores y nómadas. Hay nombres ilustres y
nombres oscuros. Hay santos, pero hay también pecadores,
como esas cuatro mujeres de las que tres no eran ciertamente
irreprochables. Y es que era preciso atestiguar que Jesús,
quien se llamaría a sí mismo "hijo del hombre" y que venía a
expiar los pecados de los hombres, empezando por los de su
pueblo, pertenecía realmente a la raza humana, cuya herencia
asumía; que ocupaba su puesto en la humanidad. Si el nombre
de tres mujeres pecadoras se intercala en la genealogía no
es tan sólo, como se suele decir, para poner más de relieve,
por contraste, la pureza y la santidad de Aquella cuyo
nombre purísimo estalla al final como radiante aurora:
María, de quien nació Jesús; es también para dar a entender,
desde la primera página del Evangelio, que Jesús vino a
salvar a todos, hombres y mujeres, judíos y gentiles, justos
y pecadores.
Así, pues,
José, al final de la genealogía, es como la llave que cierra
el Antiguo Testamento y abre el Nuevo. Pertenece a la vez a
ambos: es el último de los Patriarcas del Antiguo y el
primero de los santos del Nuevo. Por otra parte, Dios, al
venir a este mundo, escogió como padre un heredero de
diecinueve reyes, para que éstos aprendieran que son
depositarios de una gran responsabilidad. Pero este
descendiente de reyes que nunca pensó en hacer gala de su
noble origen, vivió en la pobreza para dar a entender al
mundo que en el reino de los cielos la pobreza es la primera
de las noblezas, y que se convierte, cuando se la acepta sin
reticencias, en medio seguro de participar de las riquezas
divinas.
Capitulo 3
JOSÉ DE
NAZARET
Fue enviado
el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret (Lc 1, 26)
Sería falso
imaginar que José, cualesquiera que fuesen su humildad y su
santidad, se hubiese desinteresado de la herencia moral y
espiritual transmitida por sus antepasados. Las promesas
hechas a David y a su descendencia ocupaban un lugar
demasiado importante en las Escrituras para que él se
creyera con derecho a desdeñarlas. Se sentía solidario con
los de su estirpe que le habían precedido, bien para
mostrarse digno de sus virtudes, bien para rescatar sus
faltas, bien para crear, con su sola presencia en el seno de
esa raza predestinada de la que habría de salir el Mesías,
un testimonio agradable a Dios.
No
desconocía, pues, sus orígenes. Releería a veces la lista
genealógica de sus antepasados, no para enorgullecerse, sino
para recordar a cada uno de los que se sentía deudor. Sabía
que llevaba en las venas sangre de Abraham, cuya fe viva y
obediencia total le habían valido ser bendecido en su
posteridad. Sangre de Jesé, del que Isaías había dicho: un
vástago surgirá de ese tronco.
Los
documentos le indicaban la serie de generaciones que le
ligaban al rey profeta: tenia por antepasados a Salomón, el
más glorioso de los monarcas, cuya reputación de sabiduría
había sido universal, el cual había dirigido la construcción
del famoso Templo de Jerusalén. A Roboam, cuyo yugo se
habían sacudido diez de las tribus. Al santo Josafat; al rey
Acaz, a quien el profeta Elías le había profetizado el
alumbramiento de una virgen; a Ezequías, rescatado
milagrosamente de las fauces de la muerte; a Jeconías, el
último de los reyes de Judá; a Zorobabel, que había
conducido al pueblo de vuelta de la cautividad.
Así pues,
sintiéndose hijo de reyes y de profetas, de patriarcas y de
pontífices, heredero de una sangre que incluía todo lo que
la tribu de Judá consideraba más ilustre, ¿ignoraría acaso
que la corona, sobre todo después de la extinción de la
noble familia de los Macabeos, pertenecía a su estirpe por
derecho...? Príncipe por nacimiento, José se encontraba, sin
embargo, reducido a la modesta situación de artesano de
pueblo. En lugar de vivir en las fértiles tierras asignadas
antaño a su tribu, habitaba en Nazaret, humilde villorrio
sin pretensiones poblado por agricultores y pastores, de tan
mediocre reputación que, según señala el Evangelio, un
proverbio decía que de Nazaret no podía salir nada bueno.
En Nazaret,
efectivamente, vivía José cuando se comprometió formalmente
con María y no tenemos motivos para dudar de que naciera
allí, o, al menos, de que pasara allí su infancia y su
juventud, aunque algunos creen que vio la luz en Belén. Pero
si fuera así, quedaría por explicar cómo,'al volver allí con
su esposa, no hubiera ningún pariente o amigo que les
abriera la puerta de su casa y se vieran obligados a buscar
hospedaje en la posada.
Ocho días
después de nacer, el día de su circuncisión, sus padres le
habían impuesto el nombre de José, honroso entre los judíos
desde que el hijo de Jacob, convertido en ministro del
Faraón, lo había enaltecido. Sin duda no sospechaban que su
hijo lo enaltecería más todavía.
¿Enseñarían
a leer a su hijo, llevándole a la escuela del pueblo, cuyo
“maestro” solía formar parte del personal de la sinagoga ...
? Nada nos dice el Evangelio, pero Flavio Josefo atestigua
que, por amor a la Ley, muchos jóvenes aprendían a leer,
aunque sólo fuese para tener el privilegio de leer en la
sinagoga. Por otra parte, ¿cómo José, sabiéndose
descendiente de David, no iba a tener deseos de conocer
directamente lo que decían las Escrituras de sus antepasados
y, sobre todo, lo que anunciaban los profetas en relación
con el Mesías que debía salir de su estirpe? ¿Cómo él, que
era "justo", como dice el Evangelio, no iba a desear poseer
la ciencia de la Ley, cuyo contenido era como el alimento de
su alma?
Sea como
fuere, al cumplir los doce años se convirtió, como todo buen
israelita, en "hijo de la Ley”, es decir, que ante Dios y
ante los hombres, quedaba obligado oficialmente a cumplir
todas las prescripciones legales, todos los ritos judíos.
También a
esa edad tendría que escoger un oficio, no sólo porque era
pobre y tenía que ganarse el pan, sino también porque se
trataba de una obligación impuesta por las costumbres
sagradas de Israel. Lejos de ser algo despreciable entre los
judíos —como lo era entre los romanos—, el trabajo manual
estaba considerado como un medio de ser bendecido por Dios.
Todo judío, incluso si era un rabino o un hombre rico, debía
aprender un oficio y saber trabajar con sus manos.
José
escogió el oficio de carpintero. ¿Era el de sus padres? ¿Lo
eligió porque le gustaba o por una serie de circunstancias
fortuitas en apariencia...? Ningún documento nos permite
responder a estas preguntas. Aunque tendremos ocasión a
menudo de hablar del oficio de José, bástenos, de momento,
con subrayar que se trata de un oficio modesto, sin duda uno
de los más humildes del pueblo, y que lejos de avergonzarse
de él, José tendría como timbre de honor su título de
carpintero.
Puede
decirse, resumiendo, que la estirpe real de Israel, cuyos
orígenes con David habían tenido por cuadro una majada,
había vuelto, con José, a su simplicidad primitiva, con la
diferencia de que la majada se había convertido en una
carpintería.
Así pues,
José, en Nazaret, sin bienes ni herencia, vivía del trabajo
de sus manos, sin lamentarse por ello. Más feliz en su
pobreza que Augusto en el primer trono del mundo, estaba
contento con su suerte, ya que Dios quería que fuese pobre.
El espectáculo de Roma, dueña de Jerusalén, el recuerdo de
las diferentes revoluciones que habían conmovido a su
patria, no habían alterado en absoluto la paz de su corazón.
Por otra
parte, cuando iba a la sinagoga, todo lo que escuchaba le
recordaba el lujo y el esplendor que había rodeado a sus
antepasados. Al regresar a su humilde morada, no se sentía
nostálgico, envidioso o amargado. No se avergonzaba de su
delantal de cuero ni se quejaba de la Providencia que le
había despojado de todo. Y cuando iba a Jerusalén para
celebrar las fiestas legales, donde encontraba a cada paso
vestigios de aquella gloria pasada, tampoco experimentaba
ningún sentimiento de amargura. Sin prevalerse jamás ante
los hombres de su título de descendiente de David, sin
pensar en absoluto en darse importancia, le bastaba con ser
lo que Dios había querido que fuese, aplicándose a su oficio
con tanta dedicación y cuidado como si tuviese que regir un
reino.
Sin
embargo, su pobreza no restaba nada a su nobleza, antes al
contrario le revestía de ese brillo discreto a que hizo
referencia Jesús en su Sermón de la Montaña, y que le hacía
príncipe privilegiado de la primera bienaventuranza. Hijo de
David por la carne, lo era mucho más todavía por el corazón
y el espíritu. Representaba exactamente ese “justo” que su
antepasado había cantado por adelantado acompañándose del
salterio.
¿Tenía
parientes en Nazaret? También en este punto, carentes de
documentos, es difícil responder. Ya hemos dicho que, según
San Mateo, su padre se llamaba Jacob y según San Lucas Helí,
anomalía que puede explicarse, como también hemos dicho, a
causa de un. probable segundo matrimonio de su madre; según
la ley del levirato, uno sería su padre natural y el otro el
legal. Sin embargo, según un historiador que vivió en
Palestina a comienzos del siglo II, Hegesipo, el cual pudo
recoger su información allí mismo, José tenía un hermano
llamado Cleofás; este tío de Jesús había esposado una María
que el Evangelio designa como "hermana" de la Virgen, la
cual era probablemente la madre de los cuatro varones a
quienes el Evangelio llama "hermanos" del Señor (Santiago,
José, Simón y judas) y de tres hijas de nombre desconocido.
Como es sabido, la expresión "hermanos y hermanas" de Jesús
no tiene por qué asombrarnos, pues, en realidad, eran sólo
sus primos hermanos. El término "hermano" tiene en la Biblia
un significado mucho más amplio que en nuestro idioma', por
la sencilla razón de que el arameo y el hebreo no tienen
palabras para designar a los primos y los sobrinos,
utilizando la expresión "hermanos" para hablar de próximos
parientes.
En medio,
pues, de su familia de Nazaret, José se entregaba a su
humilde tarea, preocupado ante todo de agradar a Dios
observando la Ley. Vestía como los obreros de su
corporación, y llevaba en la oreja, según la costumbre, una
viruta de madera. Es de suponer, sin embargo, que su rostro
reflejaría su dignidad y, más todavía, su santidad. Bajo sus
hábitos artesanos, había unas maneras que llamaban la
atención, pues no se solían encontrar entre gentes de su
oficio. Tenía en su actitud y en su compostura un no sé qué
de digno y sosegado que imponía respeto; en su rostro un
aire de dulzura y de bondad, y en sus ojos un mirar limpio y
profundo.
Todos, en
la comarca, sabían que pertenecía a la casa de David, pero
como era sencillo y humilde y jamás hacía valer sus títulos,
y por otra parte la modestia de su oficio desdecía de su
nobleza de origen, había quien se resistía a creerlo... ¡Ya
era tiempo de que Dios viniese en persona a la tierra para
revelar a los hombres en lo que consiste la verdadera
grandeza!
Capitulo 4
JOSÉ, EL
CARPINTERO
¿De dónde
te vienen a éste tal sabiduría y tales poderes? ¿No es éste
el hijo de¡ carpintero? (Mt 13, 55).
Los
evangelistas San Mateo y San Marcos, para designar el oficio
de José utilizan un término cuyo sentido general es el de
artesano obrero'. Si nos atuviéramos sólo al significado de
esta palabra, podría creerse que José era herrero, ebanista,
albañil, alfarero, tintorero... Que ejercía, en fin, uno u
otro de los múltiples oficios a que en aquella época se
dedicaban los artesanos. Sin embargo, las más antiguas
tradiciones son casi unánimes, tanto entre los Padres de la
Iglesia como entre los evangelistas apócrifos: José era "faber
lignarus", es decir, obrero de la madera, o dicho de otra
forma, ebanista, carpintero. Verdad es que San Hilario, San
Beda el Venerable y San Pedro Crisólogo dicen que fue
herrero, y San Ambrosio y Teófilo de Antioquía nos lo
representan cortando árboles y construyendo casas, pero esas
diversas afirmaciones no tienen nada de contradictorio. A un
humilde artesano de pueblo le habría sido imposible
especializarse, pues no habría tenido suficiente trabajo; se
dedicaba, pues, a realizar tareas diversas, entre las cuales
las de carpintería y ebanistería parecen haber sido las
principales. Tal oficio le obligaba a ser al tiempo un poco
leñador, herrero y albañil. Algunos autores dicen que les
cuesta admitir que ejerciera tales oficios, pues «exigían un
ambiente de ruido y una fuerza corporal que no están en
armonía con los hábitos de calma y de oración de la Sagrada
Familia» (Card. Lépicier). En realidad, son más bien estas
ideas las que resultan extrañas y ofensivas: creer que el
Hombre-Dios, que vino a este mundo para compartir la
condición humana, se iba a preocupar de escoger una
profesión en que nada hiriera sus delicados tímpanos o la
delicadeza de sus manos, es francamente ridículo.
Es la misma
incomprensión que empuja a ciertos autores a querer elevar
el nivel social de José. Según ellos, habría sido una
especie de contratista de obras o de arquitecto, con obreros
a sus órdenes... Es decir, una especie de notable de
Nazaret. A eso se le llama, simplemente, avergonzarse de la
humildad del Evangelio.
No dudemos,
pues, en afirmar —en la medida que es posible saberlo— que
era un pequeño y oscuro artesano de pueblo que se ganaba
penosamente. La vida, y que esta oscuridad aparente estaba
de completo acuerdo con el espíritu del Misterio de la
Encarnación, en el que José iba a verse implicado.
En el siglo
II, hacia el año 160, el filósofo San Justino, mártir,
escribía: «Jesús pasaba por ser hijo del carpintero José y
era él mismo carpintero, pues mientras permaneció entre los
hombres, fabricó piezas de carpintería como arados y yugos».
San Justino había nacido en Samaria, concretamente en
Naplusa, la antigua Siquem; as! pues, había podido recoger
testimonios procedentes de la vecina Galilea. Ahora bien,
los arados de aquella época, como los actuales, llevaban una
reja de hierro que el carpintero se encargaba de forjar
personalmente, lo que le obligaba a completar su oficio con
el de herrero.
En
cualquier caso, es curioso constatar que todavía hoy la
fabricación de arados es, con la de hoces y cuchillos, una
especialidad de Nazaret. El oficio de José no ha cesado,
pues, de constituir una tradición en donde él mismo lo
ejerció.
San Cirilo
de Jerusalén dice, por su parte, que en sus tiempos todavía
se mostraba (vivió en el siglo IV) una pieza de madera en
forma de teja, labrada, según se decía, por José y por
Jesús.
Uno se
siente inclinado a responder afirmativamente a la pregunta
que se hace Maurice Brillant en su obra sobre El pueblo de
la Virgen: «Podría decirse —por emplear un término familiar,
pero expresivo— que José en su taller multiforme hacía toda
clase de chapuces... ». Trabajaba a la vez el hierro, la
madera y el barro. Era el artesano del pueblo al que se
recurría cuando había que colocar una puerta, levantar un
muro desplomado, reemplazar un armazón Podrido, fabricar un
mueble o reparar un útil de trabajo. No sólo confeccionaba
todas las piezas de madera que entraban en la construcción
de las casas de adobe, sino también ruedas para carros,
escardillos, rastrillos, cunas, ataúdes, útiles de cocina,
taburetes, toneles, y esos baúles o arcones que, en aquélla
época, sustituían a los armarios para guardar la ropa, los
vestidos y los víveres. En ocasiones es posible que también
hiciera piezas finas de marquetería .
Los
habitantes de Nazaret solicitarían con frecuencia sus
servicios; cuando una puerta no cerraba, cuando se rompía la
pata de una banqueta, cuando una repisa estaba carcomida,
cuando unos recién casados querían poner su casa, se repetía
lo que el Faraón decía refiriéndose a su primer ministro: "Id
a ver a José ".
Su taller,
como solía ocurrir en Oriente, estaría situado cerca de su
casa, quizá adosado a ella. Como en las tiendas de nuestros
pueblos, la puerta estaría siempre abierta y se vería
repleto de carros y arados por reparar, de troncos de
árboles todavía no aserrados y de vigas y tablones de cedro
y de sicómoro apoyados en la fachada. Al fondo, las
herramientas colgadas del muro. La Biblia menciona entre
ellas el hacha y la sierra, el martillo y el rascador, el
compás y el cordel; habría que añadir a esta lista el mazo y
el berbiquí, el cepillo y la garlopa.
Es absurdo
pensar que José no fuese un buen artesano, reputado tanto
por su destreza y habilidad como por su honestidad y
rectitud. Se sabía en Nazaret, y sin duda en toda la
comarca, que al dirigirse a él se estaba seguro de pagar un
precio justo y recibir una obra bien hecha.
Amaba su
oficio y lo conocía a fondo. Lo había estudiado y lo había
ejercido con la misma meticulosidad con que escrutaba la Ley
de Dios. Sabía que ante el Señor el trabajo no es solo una
exigencia, sino también un motivo de orgullo, algo noble y
redentor; que lejos de considerarlo una esclavitud, hay que
verlo como una forma de oración, como un medio de encontrar
a Dios y, a la vez, ganarse el pan y la salvación. Por eso,
transformar un tronco de árbol en planchas, en útiles o en
muebles, era un gozo para él. Le gustaba, el entrar por la
mañana en el taller, sentir el olor a madera fresca recién
cepillada, ver cómo el sol, entrando por la puerta abierta,
hacía brillar el metal de sus herramientas. Se preparaba
para su tarea como para una ceremonia religiosa. Cuando se
ataba a la cintura su delantal de cuero, lo hacía con la
gravedad del sacerdote al ponerse la casulla, y cuando se
inclinaba sobre su banco de carpintero, llenaba de ilusión y
de cariño cada gesto, experimentando un gozo inexpresable en
ejecutar los encargos de su clientela.
No se
envanecía de nada, pero se sentía feliz satisfaciendo a sus
clientes. Les preguntaba qué tal iba el arado que les había
hecho, si aguantaba bien el armazón del techo, y el contento
que manifestaban se convertía en suyo.
Se pueden
aplicar perfectamente a José —como se ha hecho muchas veces—
las frases de Péguy en las que dice que en aquella época el
trabajo se consideraba como «un increíble honor» y que se
hacía una silla de enea «con el mismo espíritu, el mismo
amor y las mismas manos que se alzaron las catedrales». José
fabricaba los yugos y los arados como si se tratara de hacer
un tabernáculo, pues sabía que toda obra realizada por amor
es agradable a Dios.
No
protestaba por los callos de sus manos, más duros cada día,
por el sudor que perlaba su frente y secaba con el dorso de
su mano, antes bien cantaba mientras trabajaba en su taller.
Cantaba al ritmo de su mazo y repetía los versículos del
salmo 150 que su tatarabuelo David había compuesto:
¡Alabad al
Señor con arpas y cítaras!
¡Alabadle
con tambores y danzas!
¡Alabadle
con, instrumentos de cuerda y con flautas!
¡Alabadle
con platillos sonoros!
íAlabadle
con platillos resonantes!
El címbalo
que José tañía era su hacha, su flauta una regla, su tímpano
una galopa, su salterio una sierra, su cítara un martillo,
Mientras los utilizaba, su corazón permanecía unido a Dios y
su alma se elevaba hacia él.
El demonio
jamás franqueaba la puerta de su taller. Se sentía
confundido y desarmado frente a este hombre humilde. Por
listo que fuese, no era capaz de comprender el misterio de
quien le parecía a la vez indefenso e inexpugnable. No sabía
por donde atacarle, por donde tentarle. Para tener éxito con
un alma, necesita encontrar en ella un mínimo de rebelión,
un esbozo del non serviam!Pero este misterioso carpintero
parecía tan feliz aserrando troncos de árboles y dando forma
a las ruedas de las carretas, que Satanás odiaba hasta el
ruido de su martillo y de su sierra, que, a sus oídos,
sonaba como una música religiosa. El espectáculo de aquel
hombre justo era una tortura para él.
Capitulo 5
JOSÉ, EL
JUSTO
“José, como
era justo... ” (Mt 1, 19)
El
panegírico de José, tal y como lo hace el Evangelio, es de
un laconismo desconcertante para los oídos del hombre
actual, tan aficionado a los superlativos, tan amante de las
alabanzas ditirámbicas. Se limita a una sola palabra: era
justo.Sin embargo, al nombrarle así, el Evangelio no se
queda corto, ya que la palabra expresa una plenitud de
santidad. La justicia a que se refiere no es sólo la virtud
que consiste en dar a los demás lo que se les debe: es
también ese conjunto de perfecciones que ponen al hombre en
sintonía total con la ley de Dios, en perfecta adecuación
con su voluntad.
La palabra
justo, en el lenguaje bíblico, designa el compendio de todas
las virtudes. El justodel Antiguo Testamento es el mismo que
el Evangelio llama santo. justicia y santidad expresan la
misma realidad. El retrato del justo bajo la Antigua Ley se
esboza sobre todo en los Salmos con una variedad de rasgos
cuyo conjunto representa el ideal de la rectitud moral tal y
como Dios la quiere para los hombres. El justo es el que se
abstiene del mal y hace el bien, el que tiene un corazón
puro y es irreprochable en sus intenciones, el que en su
conducta observa todo lo prescrito con relación a Dios, al
prójimo y a uno mismo. El justo no hace nada sin preguntarse
lo que Dios manda o prohíbe: le alaba, le enaltece y bendice
su nombre, le merece una confianza sin límites, le presta
una obediencia diligente. Conserva, además, su corazón
limpio de orgullo, de ambición, de ansia de riquezas. Con su
prójimo, practica la sinceridad, la rectitud y la lealtad;
le horroriza la mentira, la duplicidad y el fraude. Se
esfuerza por ser bueno, bienhechor, compasivo; por atender
con amor a quienes necesitan consuelo y socorro. Ejercita,
en una palabra, las obras de misericordia temporales y
espirituales en toda su plenitud.
¡Bienaventurado —no cesan de proclamar los Salmos— quien
obre así! Sobre él se posará la mirada de Dios. Se asemejará
al árbol plantado junto a un río, cuyas hojas siempre están
verdes y da a su tiempo magníficos frutos. No estará por eso
al abrigo de cualquier prueba, pero todo lo que padezca se
convertirá, por voluntad divina, en progreso espiritual.
Recibirá ciento por uno a la hora de la verdad.
En la vida
de José se verificó al pie de la letra el programa de
perfección contenido en esta descripción. Fue justo en todas
las acepciones del término. No hay que llamarse a engaño
ante la, falta de relieve de su vida. Si, tal como nos
cuenta el Evangelio, nada a los ojos del mundo lo hizo
protagonista, interiormente poseía una extraordinaria
grandeza, un esplendor moral auténtico, que es lo que cuenta
ante Dios. A este justo se le podía aplicar a la letra lo
que Jesús dijo en su oración al Padre: Yo te bendigo, porque
has ocultado estas cosas a los sabios y los prudentes y se
las has revelado a los humildes (Mt 10, 25; Lc 11, 21).
Moldeados
por la gracia divina, su corazón era puro y su voluntad
fuerte. Tenía un alma profunda y fiel, recta y sencilla,
desconocedora de su valía.
Era justo,
en primer lugar, respecto a Dios, cuidadoso de agradarle en
todo y no desagradarle en nada. Su ocupación constante
consistía en escrutar la Ley de Dios para conformar con ella
su vida, pensamientos, deseos, palabras y actos. A veces
interrumpiría su trabajo para dar reposo a sus brazos, se
sentaría en un taburete y releería los salmos de su
tatarabuelo, el rey David. Terminaría sabiéndoselos de
memoria y así, al tomar de nuevo la garlopa o la sierra,
cantaría versículos que subirían a Dios como humo de
incienso:
He
escondido en mi corazón tu oráculo
para no
pecar contra ti... (Sal 118, 11).
¡Qué dulces
son a mi paladar tus oráculos,
más que la
miel para mi boca! (Sal 118, 103).
Como el
ciervo suspira por la fuente de las aguas,
así mi alma
suspira por ti, mi Dios.
Mi alma
tiene sed de Yahveh, Dios Vivo (sal 41, 2-3).
Porque tú,
Señor, eres mi esperanza,
mi
confianza desde mi juventud..
Tú eres mi
refugio...
Llénese mi
boca de tus alabanzas,
de tu
gloria continuamente (Sal 70, 5-8).
José era
igualmente justo con los hombres. Vivía alejado de todo
orgullo que, en los ambientes orientales, es causa de
disputas o de pleitos incesantes. Era cosa sabida en Nazaret
que no era parlanchín, que odiaba la maledicencia, el
comadreo. Eso no quiere decir que no hablara con nadie. La
puerta de su taller siempre estaba abierta y los que pasaban
por la calle solían entrar para verle trabajar y entablar
diálogo con él. Pero sus visitantes quedaban siempre
conmovidos por su sentido común, por el acierto de sus
apreciaciones y la indulgencia que emanaba de sus juicios.
Se sentían mejores después de haberle oído.
José era
justo con todos. Reputado por su conciencia profesional, los
que recurrían a él quedaban siempre satisfechos. No dudaba
en madrugar y prolongar su jornada hasta la noche para
acabar un encargo urgente. Nunca se excedía en el precio, lo
que no era óbice para que —como suele ocurrir en Oriente—
hubiera quien regatease y protestase. Algunos abusaban de su
bondad, pues sabían que le repugnaban las reclamaciones y
los deudores recalcitrantes.
José era
del temple de esos justos que, como Simeón y la profetisa
Ana, esperaban la redención de Israel y el cumplimiento de
las antiguas promesas. Deseaban con toda su alma la venida y
la manifestación del Mesías, y creían que "la plenitud de
los tiempos", de la que tan a menudo hablaban las
Escrituras, estaba cerca. Habían calculado que las setenta
semanas de años, cuyo desarrollo había desvelado a Daniel el
ángel Gabriel, ya habían pasado, y que los días del Enviado
de Dios eran inminentes. Para los que permanecían atentos a
las realidades religiosas, existía como un presentimiento
confuso de que un mundo nuevo estaba a punto de surgir, que
se aproximaba una “edad de oro”. Historiadores paganos como
Tácito y Suetonio se sintieron obligados a consignarlo en
sus obras.
En José,
esa espera era especialmente ardiente y hacía palpitar su
corazón con inmensa alegría. Mientras otros se agitaban
inútilmente con la misteriosa revelación y se entregaban a
una efervescencia político-religiosa, él pensaba que lo más
urgente era rezar. Su corazón ferviente imploraba al Señor
constantemente que sonase por fin la hora en que Dios había
de enviar a Aquel que traería a la tierra la luz y la
salvación.
No
sospechaba, por supuesto, que sus deseos iban a verse
colmados, que Dios había dirigido sobre él, pobre carpintero
de una humilde aldea galilea, sus miradas misericordiosas, y
que todas las generaciones futuras le llamarían
Bienaventurado. No sabía que habría de ser el último
patriarca que cerraría. el inmenso cortejo en ruta hacia el
Mesías, y que, más privilegiado que sus antecesores, tendría
la dicha de llevar en sus brazos a Aquel que tantos profetas
y reyes habían deseado ver con sus ojos y oír con sus oídos.
Aquel a quien su antepasado David habla saludado y cantado
tantas veces con el salterio:
Apresúrate,
y sálgannos al encuentro tus misericordias,
que
estábamos abatidos sobremanera,
Socórrenos,
oh Dios, Salvador nuestro, por la gloria de tu nombre,
líbranos y
perdónanos nuestros pecados… (Sal 78, 8-9).
Despierta
tu poder,
ven y
sálvanos...
Haz
resplandecer tu faz sobre nosotros
y seremos
salvos(Sal 79, 3 y 20).
Nunca pudo
imaginar José que iba a ser considerado indispensable para
el misterio de la Encarnación y que contribuiría a realizar
el gran designio divino de cambiar la angustia humana en
transportes de alegría.
Por todo
eso, Dios le había querido justo; solo faltaba que él
estuviera a la altura de su misión. Dice la teología que
siempre que Dios confía una misión a un hombre, le da las
gracias necesarias para que la realice. Dios había llenado a
José de justicia, de sabiduría y santidad, pues le había
predestinado para ser esposo de María, la Madre del Verbo
encarnado, y padre virginal de Jesús.
Capitulo 6
LA
PREDESTINACIÓN DE JOSÉ
“Padre
nuestro... el pan nuestro de cada día dánosle hoy... ” (Mt.
6, 11).
Los justos
que vivieron antes del advenimiento de Cristo, conocedores
de los profetas de la Biblia, tuvieron un alma vibrante de
esperanza. Sabiendo que Dios es fiel a su palabra,
aguardaban la realización de las promesas: la venida de un
Mesías cuya misión consistiría en traer alegría a la Tierra
y salvar al mundo, librándole de sus pecados y del poder del
Maligno. Ahora bien, si el hecho mismo de esa redención
estaba fuera de toda duda, nadie podía prever la
desconcertante manera en que, para la sabiduría humana,
habría de producirse.
El Hijo de
Dios iba a hacerse presente entre los hombres, pero su
venida no iba a ser ni repentina ni deslumbrante. Aparecería
despojado de toda majestad y entraría en el mundo de forma
humilde y discreta' Una vida oculta iba a preceder a su vida
pública.
Santo Tomás
(cfr. STh III, q. 36 a. 1), buscando las razones de esa
oscuridad, descubre tres principales. Al venir a. salvar el
mundo por la Cruz —dice— era preciso que tuviera un cuerpo
capaz de padecer; una manifestación gloriosa habría
obstaculizado sus designios. Si hubiesen conocido al Dios de
majestad—afirma San Pablo—, los judíos no te habrían
crucificado (1 Cor 2, 8).
Por otra
parte, el brillo de su esplendor, además de disminuir el
mérito de la fe de sus discípulos, habría hecho dudar de su
naturaleza humana y por lo tanto de la realidad de sus
sufrimientos. Si el hijo de Dios no hubiese tenido necesidad
de comer, beber y dormir, si se hubiera librado de las
miserias inherentes a la naturaleza humana, habría
confirmado el error de quienes creen que no se hizo hombre
más que en apariencia. No habría sido verdaderamente el
"Emmanuel" anunciado por los profetas, es decir, un Dios
anonadado, puesto a nuestro nivel, viviendo con nosotros y
como nosotros.
Sin
embargo, por humilde que debía ser el nacimiento del
Hombre-Dios, era preciso que tuviera al menos un carácter
excepcional en un punto. El Hijo eterno de Dios no podía
nacer más que de una mujer virgen. Sólo el Espíritu Santo
debía ser el autor de su concepción, pues es inimaginable
que fuera de otra manera. El Hijo de Dios no podía tener más
que un Padre en el sentido exacto y preciso del término.
Ciertamente, eso se podía lograr mediante un prodigio, pero
se trataba sin duda de un prodigio indispensable.
Ahora bien,
si Dios debía revestir la naturaleza humana en el seno de
una virgen por obra y gracia del Espíritu Santo, ¿qué iba a
pasar con el honor del niño y con el de su madre si los
hombres ignoraban el misterio? ¿No quedaban expuestos a ser
víctimas .del desprecio y del baldón públicos? ¿No recaería
la vergüenza sobre Aquel que venía a purificar al mundo de
toda mancha lo mismo que sobre Aquella que IQ había
engendrado?
La Virgen
que iba a alumbrar un niño, según la profecía de Isaías, no
podía proclamar a los cuatro vientos los favores de que
había sido objeto. Además, ¿quién la hubiera creído...?
Incluso suponiendo que la modestia, el candor, la gracia, la
pureza, iluminasen su frente, su persona y todo su
comportamiento, con una luz vivísima, no habría bastado para
garantizar el crédito de su testimonio. Se habrían
considerado sus afirmaciones como refinada hipocresía, y
cuando el hijo nacido de su carne dijera más tarde a los
judíos ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?,éstos le
habrían echado en cara el oprobio de su nacimiento.
Ciertamente, Dios habría podido intervenir para revelar
milagrosamente el misterio de la concepción virginal de su
Hijo. Se habría podido oír una voz proveniente del cielo
—como sucedió en el Tabor— declarando que ése era su Hijo
bien amado, nacido de una Virgen, pero esta forma de obrar
no es propia de Dios. A su infinita sabiduría le place,
incluso para realizar los más asombrosos milagros, usar los
medios más sencillos, menos aparatosos. Para poner la
reputación de su Hijo y de la Madre al abrigo de las
ultrajantes sospechas de los hombres, le bastó cubrir el
misterio de su concepción con el velo de un santo y legítimo
matrimonio.
Si hacía
falta que la Virgen-Madre tuviera un marido para salvar su
honor, también era necesario para que fuese padre nutricio
del niño que iba a nacer... Asombrosa proposición si se
piensa que este Niño era el Verbo divino, y por lo tanto,
padre nutricio de todas las criaturas, Aquel de quien todos
los seres reciben su vida, su sustancia y su crecimiento.
¿Iban, pues, a cambiarse los papeles y la criatura
convertirse en proveedora de su Creador? Así iba a ser, en
efecto. Aquél cuya Providencia abarca la entera creación, va
a pedir a una criatura humana que le socorra, porque quiere
nacer como los demás niños: desnudo, frágil, inerme, incapaz
de proveer por sí mismo a las necesidades más imperiosas de
su naturaleza humana, sin poder expresarlas más que mediante
gemidos inarticulados y lágrimas... Y así como ha puesto
junto a las más humildes cunas un padre y una madre, pondrá
también junto a su propia cuna, al lado de su madre, un
hombre con verdadero corazón de padre que tendrá como misión
alimentarle, vestirle y ofrecerle una morada.
El Verbo
eterno encarnado necesitará igualmente un protector que le
libre de las pruebas, dificultades y peligros en que habrá
de encontrarse, pues su Padre celestial le dejará
desprovisto de todo. No tendrá soldados, ni legiones
angélicas a su servicio, y mientras no sea suficientemente
fuerte como para protegerse a sí mismo, su debilidad
infantil reclamará la ayuda de unos brazos para protegerse
tras ellos en la hora del peligro.
Todas esas
tareas le van a ser confiadas a José. Al comienzo de la
creación, la maravillosa sabiduría de Dios dijo a Adán, tras
llamarle a la existencia: No es bueno que el hombre esté
solo. Yo te daré una ayuda semejante a él. Cuando llegó el
momento elegido por Dios para reparar el desastre causado
por el pecado de la primera pareja, vio que tampoco era
bueno que la Virgen diese a luz sola, sin apoyo ayuda de
nadie.
José fue el
fruto de ese gran designio divino. En el pensamiento de
Dios, estaba predestinado a dar al niño que había de nacer,
y a su madre, un hogar tranqu¡lo, con objeto de que uno y
otro pudiesen disfrutar, a los ojos de los hombres, de una
situación normal: habría de ser el guardián que rodearía
como con un velo de silencio, de candor, de paz y de
respeto, la inocencia de María y la debilidad del niño.
Gracias a
José, su honor quedaría libre de toda sospecha, y si un día
hubiera de. ser puesto en tela de juicio, sería el testigo
más autorizado, el menos sospechoso para atestiguar su
integridad.
A la espera
de que la identidad del niño quedase desvelada, sería, con
su sola presencia silenciosa y rgisanta, el guardián del
secreto de la Encarnación virginal. Hasta que los Apóstoles
reciban por misión manifestar al mundo el misterio del Hijo
de Dios, Él, provisionalmente, disimulará este misterio y lo
mantendrá oculto a los hombres.
Por otra
parte, los designios de Dios le señalan como escogido para
permanecer al lado de la Virgen y de su Hijo, a fin de
cuidarlos y conducirlos en días de prueba y de persecución
por los caminos y de ganar el pan dé todos con el sudor de
su frente, en espera de que el niño, convertido en
adolescente, fuese iniciado en esa vida laboriosa que habría
de llevar durante largos años.
Y es aquí
donde hay que admirar la grandeza de la misión recibida por
José: dar morada a quien creó el Universo, alimentar a quien
es la Providencia mantenedora de todos los seres, vestir a
quien da a los lirios del campo un ropaje más maravilloso
que el de Salomón, ejercer respecto de Aquel a quien todos
los hombres llaman "Padre" la carga y los deberes de la
paternidad.
Pero por
sublime que fuera la tarea que Dios confió a José, lo que
esperaba de él en primer lugar era su abnegación. Cada vez
que Dios llama, sus exigencias implican, para el llamado, la
obligación de vaciarse moralmente de sí mismo, con objeto de
no tener a la vista más que la búsqueda de los deseos
divinos. Por eso, el alma de José debía estar dispuesta a
todas las renuncias y todas las abnegaciones. Por eso,
también, Dios, que le había escogido desde toda la
eternidad, le había ido moldeando espiritualmente para que
estuviera a la altura de sus funciones.
Mientras
tanto, nadie, viendo a José atravesar las callejas de
Nazaret, descalzo, con una viga al hombro, camino de su
taller, supondría el incomparable destino que Dios tenía
reservado a este humilde artesano de aldea, sin el cual nada
hubiese sucedido, en el misterio de la Encarnación, tal y
corno Dios lo había decretado...
Capitulo 7
LA
PROMETIDA DE JOSÉ
“Y el
nombre de la Virgen era María...” (Lc 1, 26)
Mientras
José, en su taller, se dedicaba a sus humildes tareas de
carpintero, su espíritu permanecía unido al Señor. Sabía que
se aproximaba el tiempo en que se manifestaría Dios, y sus
labios suplicaban, con palabras del profeta: Cielos,
derramad vuestro rocío, y que las nubes destilen al justo;
ábrase la tierra y germine el Salvador (Is 45, 8).
Todos los
justos, en aquella época, repetían esa oración en Israel con
tanto más ardor cuanto que todos los signos anunciaban como
inminente la venida del Mesías.
De hecho,
en una humilde morada de Nazaret Dios ya había designado a
Aquella que había de traerle al mundo. Se llamaba María y
era el fruto tardío de Joaquín y de Ana, quienes, según una
antigua tradición, la habían obtenido de Dios por sus
oraciones, acompañadas de lágrimas y penitencia. El
nacimiento de la que todas las generaciones iban a saludar
con el título de Bienaventurada" no se había hecho notar.
Era, exteriormente, semejante a los demás niños, pero en su
interior Dios la había revestido de santidad y de
perfección. Había sido adornada, desde su concepción, con
los siete dones de¡ Espíritu Santo, ya que había sido
librada de la mancha original. La liturgia no duda en poner
en boca de Dios, que la contempla desde el cielo, este
clamor de admiración: Eres hermosísima, María, y no hay en
ti ninguna mancha.
La
tradición unánime de los Santos Padres dice que pasó su
infancia en el Templo de Jerusalén, a donde ella mismo quiso
que la condujeran para ofrecerla al Señor: en virtud de los
privilegios con que había sido colmada, había comprendido,
tan pronto como tuvo uso de razón, que la única sabiduría de
una criatura consiste en entregarse irrevocablemente a su
divino Maestro y ponerse en cuerpo y alma a su servicio.
Sin
renunciar por eso al amor, antes al contrario, escogiendo el
amor eterno y principal, había hecho voto de virginidad.
Pertenecía, por supuesto, a la descendencia de David, de la
cual había de nacer el Mesías, y deseaba, con más fuerza que
cualquier otra mujer en Israel, ver realizadas las promesas
de Dios y colaborar en ellas, pero corno no se consideraba
digna del favor divino, había ofrecido al Señor su
virginidad en holocausto, con objeto de que llegara cuanto
antes la hora anunciada de su intervención.
En aquella
época, la virginidad, aunque estimada en el pueblo hebreo,
era cosa excepcional y generalmente proscrita por la Ley. La
espera del Mesías aguijoneaba tanto los espíritus que la
renuncia al matrimonio equivalía a negarse a contribuir a la
llegada de quien debía restablecer el reino de Israel. Por
eso, en su momento, los parientes de María se empeñaron en
encontrar un marido para ella. Cuando se lo propusieron,
nada objetó, ya que a nadie había revelado el voto que había
hecho, convencida de que no la habrían comprendido y menos
aprobado. Confiaba exclusivamente en Dios para salir de
aquella situación delicada y, en apariencia, contradictoria.
Lo único que pedía al Cielo era que pusiese en su camino a
un hombre capaz de comprender, estimar y respetar su promesa
de virginidad, a fin de contraer con ella una unión cuyo
fundamento fuese tan sólo un amor espiritual.
Los
Apócrifos imaginaron una serie de leyendas sobre las
circunstancias en que se celebraron los esponsales de María,
leyendas tenaces que han encontrado un crédito tal a lo
largo de los siglos que no hay más remedio que mencionarlas
brevemente.
Según esas
leyendas, el Sumo Sacerdote habría convocado a todos los
jóvenes de la Casa de David que aspiraban a casarse con
María, invitándolos a depositar sobre el altar su cayado o
bastón, pues el dueño de aquél que floreciera sería el
elegido del Señor. Naturalmente, fue el bastón o la vara de
José el que floreció...
Entre los
defraudados, había un tal Agabo, joven rico y noble que,
lleno de rabia y de despecho, huyó al desierto. Es el
personaje que se ve en el famoso cuadro de Rafael (Lo
Sposaíizio), quebrando su vara en las rodillas.
La realidad
debió ser mucho más simple, y cabe imaginarla así: como los
padres de María probablemente habían muerto, se hallaba bajo
la tutela del sacerdote Zacarías, quien, un día, le diría
—pues en aquella época se casaba a las jóvenes sin
consultarlas demasiado— que sus gestiones habían tenido
éxito; que había encontrado un joven bueno para ella. Se
llamaba José, era una excelente persona y, como ella,
también descendía de David... No era, desde luego, más que
un simple obrero —trabajaba con sus manos para ganarse la
vida—, pero no ejercía ninguna profesión indigna,
incompatible con la práctica de la religión. Por otra parte,
tenía fama de ser recto, piadoso y justo...
Cuando
María supo que José era la persona elegida, sus temores se
disiparon. Seguramente le conocía, pues era de su misma
tribu y tal vez pariente lejano. Apreciaría su fe, la
elevación de su alma y amaría a este hombre sencillo, de
manos callosas, de mirada limpia y de gestos reposados y
graves. Sabría que vivía apartado del mal, a la espera
ardiente de la venida del Mesías...
José, por
su parte, no habría permanecido insensible al misterioso
encanto que emanaba de la persona de María. Habría detenido
la mirada en su rostro lleno de pureza y se habría sentido
profundamente conmovido, como ante la revelación de algo
indeciblemente grande. Pensaría que así debían ser los
ángeles cuando se mostraban en sus apariciones...
Sea como
fuese, María, en su primer encuentro, tuvo que darle a
conocer su resolución de permanecer virgen, para evitar que
su matrimonio quedara invalidado, y lo haría posando en él
su mirada clara y dulce. Hablaría con la misma sinceridad
que usaría más tarde con al Ángel de la Anunciación, ya que,
convencida de que sus palabras hallarían una resonancia
profunda en el alma de ese hombre justo, no tendría
inconveniente en proponerle que la acompañara en su camino
virginal. Esperaba de él, su futuro esposo, algo más que un
simple asentimiento: la promesa de que respetaría su voto
sin que nadie le hiciera cambiar de parecer.
Podríamos
admitir también, con gran parte de la Tradición, que José
había hecho a su vez un voto de virginidad y que, al
contraer matrimonio, no hizo más que seguir una costumbre
que tenía casi fuerza de ley.
Otra
explicación es más plausible: José, que había vivido hasta
entonces una vida casta , al oír de labios de María la
belleza y la grandeza de la virginidad, concebiría hacia
esta virtud privilegiada un amor y una atracción todavía
mayores. Por eso, luego de explicar a María que no podía
ofrecerle más que una posición muy modesta, le aseguraría,
gozoso, que para ser más digno de ella haría a Dios un voto
semejante al suyo. Sería para ella como un hermano, y se lo
garantizaría con una promesa.
Cuando
terminara el encuentro, sintiendo compenetradas sus almas
con una armonía sin disonancias, uno y otro exultarían de
gozo. El corazón de María rebosaría de paz y seguridad. El
alma de José se dilataría con un inmenso deseo de ternura
protectora. Descendiente de reyes, no poseía palacios,
corte, opulencia o celebridad, pero Dios le acababa de dar,
con María, un tesoro tal que, a su lado, los de Salomón le
parecían miserables. Y en su espíritu, un texto del Libro de
la Sabiduría, se le ofrecía como la expresión perfecta de
sus sentimientos desbordantes de felicidad: por Ella y con
Ella, poseeré todos los bienes...
Capitulo 8
LOS
ESPONSALES DE JOSÉ
“Estando
desposada María, su madre, con José... ” (Mt 1, 18).
Si hubiera
que hacer caso a ciertos apócrifos, habría que creer que
José, cuando esposó a María, era ya un anciano. Influido tal
vez por ello, San Epifanio le asigna nada menos que ochenta
años...
Parece ser
que lo que lleva a éste y otros autores a atribuirle una
edad tan avanzada es su preocupación por afirmar mejor la
virginidad perpetua de María. Argumento detestable y
suposición injuriosa también para José, ésta de atribuir su
continencia a una supuesta senilidad.
Hay que
afirmar, por el contrario, que las costumbres de entonces,
como las de ahora, habrían justamente reprobado una unión
tan desigual. La boda de un anciano con una adolescente
habría sido considerada corno una profanación. Por eso, el
sentido común nos dice que José tenía que ser joven, no solo
para que la gente pudiera considerarle como padre del divino
Niño, sino también para que pudiera ejercer con Él la tarea
de protector y de padre nutricio que Dios iba a confiarle.
Un israelita solía casarse alrededor de los dieciocho años y
nada nos obliga a pensar que José fuese mucho mayor. Algunos
documentos de la iconografía antigua (catacumba romana de
San Hipólito y sarcófago de San Celso en Milán) le muestran
joven e imberbe, y cuando la imaginería moderna nos lo
representa casi con los rasgos de un anciano, queremos creer
que es para subrayar, más que su edad, la perfección de sus
virtudes,, especialmente su prudencia y su madurez.
Ciertos
autores se han preguntado si José era o no bien parecido.
Apoyándose, por analogía, en el testimonio de la Biblia que
nos dice que el José del Antiguo Testamento era agradable y
gracioso, responden afirmativamente. No hay ningún
inconveniente en admitirlo, aunque el argumento no deja de
ser débil. En cualquier caso, podemos estar seguros de que,
para María, el encanto varonil de su futuro esposo no era lo
más importante.
Entre los
judíos, las transacciones que precedían a los esponsales
constituían, por parte de los parientes, una especie 'de
chalaneo. Discusiones interminables trataban de precisar
minuciosamente la aportación recíproca de los prometidos. Si
los esponsales de María y de José no escaparon a este tira y
afloja, ¡cuánto les harían sufrir!
En ningún
documento consta el lugar en el que se desarrollaron las
ceremonias. Fuera en Jerusalén o fuera en Nazaret,
asistirían todos los parientes. María y José, que nunca
quisieron singularizarse, no se sustraerían a ninguno de los
ritos obligatorios, tanto más cuanto que el ceremonial de
los esponsales databa de la época de los patriarcas. José
tendría que revestirse de una larga túnica sobre la cual
pendía un pesado manto. En cuanto al traje de novia de
María, la Iglesia de Chartres asegura poseerlo. Le fue
donado por Carlos el Calvo en el año 877. Provenía del
tesoro imperial de Bizancio y es una larga túnica de color
beige, sembrada de flores azules, blancas y violeta,
bordadas con aguja y entreverada de oro...
María daría
a José la mano, no esa mano fina y delicada que pintaron los
artistas del Renacimiento, sino una mano de mujer
acostumbrada a lavar, a coser y a amasar el pan. José, por
su parte, pondría en su dedo el anillo de oro —símbolo de
alianza y de posesión—, diciendo: "Por este anillo, quedas
unida a mí, ante Dios, según el rito de Moisés". Luego,
entregaría a su prometida el acta del contrato, así como el
denario de plata que representaba su dote o su viudedad.
Jamás una joven novia, al dar su mano a su joven novio,
aportó una felicidad semejante a la que estalló en el
corazón de José.
Ya se
pertenecían mutuamente, de manera irrevocable. Porque entre
los hebreos, los esponsales no eran una simple promesa de
alianza, como ocurre con nuestra petición de mano. Tenían el
mismo valor, en la práctica, que el matrimonio. En el
Deuteronomio, lo mismo que en el Evangelio, a la prometida
se la llama "mujer" del prometido, porque lo es realmente.
Si se demostraba su infidelidad, era condenada a la pena de
las adúlteras y debía ser lapidada. Si su prometido moría,
se la consideraba como viuda, y no podía ser repudiada más
que mediante las formalidades exigidas para la esposa
legítima. Sin embargo, la cohabitación solía quedar diferida
durante un lapso de tiempo que a veces duraba hasta un año.
Era preciso —decían los rabinos— dejar a la prometida tiempo
suficiente para preparar su equipo y al prometido para
cumplir las cláusulas del contrato.
Los
esposados, no obstante, mantenían constantes relaciones y
sus derechos recíprocos eran idénticos a los de los casados.
La esposada podía concebir de su futuro marido sin incurrir
en falta. Por eso, las interminables controversias relativas
a la situación de María después de concebir al Verbo
encarnado —unos afirmando que estaba sólo prometida y otros
casada— quedan reducidas a simples e inútiles juegos de
palabras.
Así pues,
luego de sus esponsales, José y María se separaron y se
fueron cada uno a su casa, en espera de la ceremonia oficial
de la boda, pero desde ese momento, puesto que se habían
hecho ante Dios promesas definitivas, eran ya marido y mujer
para siempre.
Seguramente, una cláusula secreta eliminaría uno de los
fines esenciales de la unión conyugal. Por el voto de
virginidad renunciaban al ejercicio del débito recíproco. Su
compromiso no dejaba de ser por eso una verdadera unión,
valedera ante Dios y ante los hombres, pues lo que hace al
matrimonio perfecto, según Santo Tomás, es «una unión
indisoluble de las almas en virtud de la cual los esposos se
prometen una fidelidad inviolable».
Uno y otro,
pues, ofrecerían a Dios su virginidad como un don que sabían
le sería agradable, aunque no podían sospechar las
consecuencias. ¿Cómo iban a prever que renunciando a
engendrar según la naturaleza se estaban preparando para
recibir el más sublime de los dones? No podían saber que su
unión virginal era obra de Dios, algo preparado y ordenado
por El con vistas a la venida al mundo del Mesías.
La
virginidad de María era necesaria para operar la Encarnación
del Verbo: «Así como Dios produce a su Hijo en la eternidad
por una generación virginal —dice Bossuet—, así también
nacerá en el tiempo, engendrado por una madre-virgen».
La
virginidad de José no era menos importante, ya que debía
salvaguardar la de María.
He aquí,
pues, dos almas vírgenes que se prometían fidelidad, una
fidelidad que consistía sobre todo en proteger su mutua
virginidad. Obran al contrario, según todas las apariencias,
de lo que era preciso hacer para contribuir personalmente a
acelerar la hora del advenimiento del Mesías. Han renunciado
al honor de ver un día una cuna en su hogar, pero
precisamente a causa del valor y del mérito de su renuncia,
van a merecer que Dios en persona venga a poner un niño en
medio de esta pareja virginal. Y ese niño será Su propio
Hijo. Sin saberlo, acaban de firmar un contrato y de
pronunciar una promesa que les capacita para recibir la
misión excepcionalmente grandiosa que Dios les va a
encomendar.
Capitulo 9
LA
ENCARNACIÓN DEL VERBO
“He aquí
que una virgen concebirá y parirá un hijo...” (Mt 1, 23; Is
7, 14)
Nunca un
alma tuvo una alegría parecida a la de José después de sus
esponsales. Consideraba su felicidad única en el mundo. No
cesaba de repetir las palabras de la Sagrada Escritura:
Dichoso el marido de una mujer buena (Sir 26, l). La mujer
fuerte... vale mucho más que las perlas (Prv 31, 10). Sabía
que había tenido una suerte inmensa y, por eso, no dejaba de
pensar en su prometida. La llevaba como un sello en su
corazón. La amaba cada día más y su agradecimiento a Dios
aumentaba en la misma medida.
Guardémonos
de creer que el corazón de María permaneciera insensible
tras pronunciar su promesa matrimonial. Así como había de
ser un día modelo de esposas y de madres, fue también, en la
espera, una perfecta prometida. No trataría, en absoluto, de
frenar el impulso que la llevaba hacia José. Lejos de sentir
por él un cariño ficticio o reprimido, su amor era tanto más
vivo cuanto que se alimentaba en el horno de una pureza
inmaculada. También le agradecía al Señor el haber escogido
para ella un compañero tan dulce y un apoyo tan seguro.
Se amaban
mutuamente, admirando cada uno las bellezas morales del
otro. De momento, vivían separados, pero la proximidad de
sus casas les permitiría verse con frecuencia. Cada vez que
se reunían, sus rostros se iluminaban con una sonrisa
confiada. Una perfecta corrección inspiraba sus intercambios
de afecto, exentos, por otra parte, de cualquier
ceremoniosidad que rompiera su sencillez.
A la espera
de verse reunidos bajo un mismo techo, mientras María
preparaba su modesto equipo, José fabricaba los muebles del
futuro hogar. No sospechaban que Dios estaba a punto de
visitarles para hacerles instrumentos iniciales del
acontecimiento prodigioso que cambiaría la historia del
mundo.
Como ya
hemos visto, los exégetas han discutido mucho para dilucidar
si en el instante de la Anunciación María ya estaba casada
con José o sólo prometida en esponsales, ya que el texto
evangélico permite una u otra interpretación. Que estuviese
casada o solamente prometida, carece de importancia, ya que
los esponsales conferían prácticamente los mismos derechos
que el matrimonio y, por lo tanto, pertenecía legalmente a
José. Aunque sólo hubiera estado prometida, una maternidad
anterior a la formalización del matrimonio no habría
manchado en absoluto su honor, antes al contrario, le habría
merecido toda clase de felicitaciones, ya que la fecundidad
era considerada un gozo y una gloria de la unión conyugal.
María debió
recibir la embajada del ángel Gabriel poco tiempo después de
sus esponsales. Convenía que fuese en primavera, ya que el
acontecimiento haría salir al mundo, sobrenaturalmente, del
largo invierno de la espera. La liturgia lo sitúa a finales
de marzo, para poder repetir con el Cantar de los Cantares:
el invierno se ha ido, las lluvias han cesado, las flores se
abren, la higuera tiene yemas, la viña se perfuma, la
tórtola canta.
Sería
superfluo revivir la escena. El relato del Evangelio está
vivo en el recuerdo... María está en su casa y, a la hora en
que el crepúsculo envuelve en sombras la tierra, ella
prolonga su oración. De pronto, el ángel se presenta. Calma
su turbación y le hace partícipe del gran designio de Dios:
es ella la elegida para alumbrar al Mesías. No se llena de
orgullo. Piensa solamente en la felicidad que va a inundar
al mundo, pero se pregunta también cómo el voto de
virginidad que ha pronunciado puede conciliarse con la
misión que se le pide, por lo que no duda en preguntar, con
precisión y candor, la manera y las circunstancias en que se
obrará el prodigio. El ángel la tranquiliza: se convertirá
en madre sin perder nada de su integridad virginal, pues el
Espíritu Santo en persona será el autor del prodigio. María
entonces, serena ya, sabiendo que la mayor sabiduría de la
criatura consiste en abrazar la voluntad de Dios, da su
consentimiento: he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí
según tu palabra. Inmediatamente, en el seno de María, se
opera la Encarnación del Verbo. Se ha consumado el gran
misterio del amor de Dios. Las entrañas de María se han
convertido en Tabernáculo divino.
Sin
embargo, como garantía de su mensaje, el ángel le anuncia
que en otro matrimonio bien conocido por ella se ha obrado
otro prodigio parecido: Y he aquí que Isabel, tu pariente,
ha concebido también un hijo en su vejez, y se encuentra ya
en el sexto mes aquella que se llamaba estéril, porque para
Dios nada es imposible.
Esta
información del ángel embajador fue para María como una
señal. Estimó que era su deber, puesto que Dios se tomaba la
molestia de facilitarle un signo, ir a comprobarlo
personalmente, aunque, evidentemente no pusiera en duda un
solo momento la veracidad del mensaje celestial. Por otra
parte, la moción del niño que acababa de concebir en su
vientre la impelía hacer ese viaje: el Mesías tenía prisa en
ir a santificar a su Precursor.
Al día
siguiente de la Anunciación, cuando José fue a visitar a
María, nada notó en ella que le hiciera sospechar el
misterio a no ser, tal vez, una luz todavía más dulce en su
rostro y una gravedad más atenta en su mirada. Pero María no
le dijo nada: ni una insinuación, ni una alusión que pudiera
hacerle adivinar el divino secreto.
Expresó,
sin embargo, un deseo a su prometido. Quería visitar, lo más
pronto posible, a su prima Isabel, que le había informado de
su inesperado y tardío embarazo, y que, quizá, necesitara su
ayuda. José, probablemente, se extrañaría de esa prisa
repentina por emprender un viaje del que nada le había dicho
hasta entonces, y que implicaba una separación dolorosa. No
obstante, convencido de que todos los deseos de su prometida
eran siempre razonables, y dispuesto como siempre a aceptar
toda clase de sacrificios en prueba de su amor, no le pidió
ninguna explicación, diciéndole que, a pesar de que lo
sentía mucho, podía irse tranquila.
Algunos
autores piensan que José la acompañó. Alegan que como Isabel
vivía lejos, posiblemente en Hebrón o.en Karem, hoy Ain-Karim,
y se necesitaban cuatro o cinco días de marcha para llegar,
no habría dejado irse a María sola, expuesta a los riesgos
de un viaje de casi treinta leguas a través de regiones
inhospitalarias y malos caminos jalonados de salteado res y
bandoleros. Nada se opone a tal suposición, aunque el texto
del evangelio da a entender que viajó sola. De lo que
podemos estar seguros es de que el fiel guardián de María
procuraría que estuviera segura. Si no la acompañó, la
confiaría a un pariente o a una caravana de peregrinos que
fueran a Jerusalén para la Pascua.
En
cualquier caso no parece ser que asistiera al encuentro
entre las dos primas y, sin duda, no escuchó a María entonar
el Magnificat, pues de haberlo oído se habría enterado del
misterio de su maternidad, acontecimiento que sólo conoció
por la revelación del Ángel.
La
prometida de José, partió, pues, dispuesta y presurosa;
sabiendo que llevaba en su seno a Aquél que la libraría de
todos los peligros, nada turba su tranquilidad. A lo largo
del camino irían cuajando en su alma los versículos del
Magnificatmientras caminaba deprisa, impaciente por contar a
su prima las grandes cosas que Dios había obrado en ella,
por cantar con aquella que —según los Santos Padres—
representaba a la Ley Antigua el himno de acción de gracias
de los nuevos tiempos.
Durante los
tres meses que va a permanecer ausente, José, con el corazón
lleno de una inexpresable emoción, esperará su regreso. Los
días se le hacen interminables, pero su radiante esperanza
le hace olvidar su pena: piensa que pronto va a poder llevar
a su casa —que acaba de amueblar y que querría convertir en
un palacio— a la que Dios ha destinado para ser reina de su
hogar... No sospecha en absoluto que lleva ya en su seno un
germen de vida que no es otro que el Hijo de Dios encarnado.
Aquel que, más tarde, hará oír esta tremenda advertencia: el
que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz y me siga...
Capitulo 10
LA DOLOROSA
PASIÓN DE JOSÉ
“José...
resolvió repudiaría en secreto ” (Mt 1, 19)
María —dice
el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Isabel
y luego regresó a su casa. Este lacónico texto nos permite
imaginar los sentimientos de la Virgen durante el viaje de
vuelta...
Volvía
feliz, pensando en José, pero su felicidad era menos clara
que a la ¡da. Sabía que pronto su prometido advertiría su
estado, y tal idea le causaba una inquietud que sólo podía
paliar pensando en la gloria del Ser divino que llevaba en
su seno, adorándole llena de confianza y de abandono.
Al llegar a
Nazaret, José la acogería con desbordante gozo, que le
impediría reparar en su estado. Sin embargo, los signos de
su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y
ciertos síntomas la traicionarían... Las gentes de Nazaret,
al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven
pareja...
Es entonces
cuando estalla el drama en el alma de José. Al principio, no
termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias
las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error
posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre...
Y ante esta realidad indudable, sucumbe. Su espíritu se
hunde en un abismo de agonía...
¿Dudó de la
virtud de María? Bastantes Padres de la Iglesia así lo
creen: San Justino, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San
Agustín... Nosotros pensamos que no, pues nos repugna
imaginar que la virginidad de María fuese puesta en
entredicho, incluso fugitivamente, en el espíritu de José.
Preferimos, con mucho, la opinión de San Jerónimo: «José,
sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio
que ignoraba».
¿Cómo iba a
dudar de la inocencia de María? ¿Cómo iba a creerla culpable
de esa debilidad...? Rechazaría tal pensamiento como un
crimen. Habría creído más fácilmente a quien le hubiera
dicho que las aguas del Jordán corrían hacia su fuente o que
el monte Hermón había desaparecido. La inocencia de María
era patente en todas sus palabras, en todos sus gestos.
Seguía siendo igual de cándida, igual de sencilla...
Continuaba realizando sus tareas habituales con la misma
dedicación, sin artificio ni duplicidad. Ninguna inquietud,
ningún gesto equívoco, rompía la serenidad de su sonrisa o
la pureza de su semblante. Cuando se acercaba a él, le
miraba con sus ojos profundos, más llenos que nunca de amor
y de lealtad, y le tendía las manos con su naturalidad
habitual... No, no es una culpable la que tiene ante él.
Además, ¿no le ha hecho partícipe de su voto de
virginidad?... Pero, ¿por qué no le dice nada? ¿Por qué
calla? ¿No tiene acaso derecho a saber la verdad?
María, con
una sola palabra, hubiera podido tranquilizar e inundar de
gozo al angustiado José. Si no lo hizo, fue porque no había
recibido el mandato de descubrir el secreto del Rey.
Pensaría que era conveniente que, por delicadeza, no hiciera
ella tal confidencia a su esposo, y esperaría, llena de
confianza, que Dios hablara a José. Y mientras esperaba,
rezaría y se abandonaría, en manos de la Sabiduría infinita.
Este
abandono no impedía que sufriera. Si guardaba silencio era
porque tenía una fe heroica, no porque. fuera indiferente.
Veía la profundísima angustia que atenazaba a su esposo y la
sentía como propia, viviendo as¡ su primer misterio
doloroso. Observaba en su frente arrugada, en sus rasgos
afilados y ensombrecidos, una especie de desesperación tanto
más profunda cuanto que. no podía compartirla con nadie. Sus
ojos estaban enfebrecidos y fatigados, y ella adivinaba que
debía estar pasando horribles noches en vela. Le veía ir a
su trabajo como a rastras y, sin embargo, continuaba
guardando silencio, aceptando la idea atroz de que José
alimentase sospechas sobre esa virginidad que él santamente
había respetado.
De hecho,
en el alma de José se desarrollaba un dramático combate.
Dios no ha puesto jamás en una situación como aquella a un
alma superior en santidad y amada por El con amor de
predilección. Durante noches y días tuvo que luchar con
aquel enigma irresoluble, dándole vueltas y más vueltas.
Cada hora que pasaba estrechaba más y más el lazo que
apretaba su corazón.
Al
principio pensó en interrogar a María. Intentó hablarle
varias veces, pero no lo logró. Las palabras preparadas para
iniciar el diálogo morían antes de salir de su boca,
convencido de que el silencio de su esposa encerraba un
misterio cuyo velo no se creía autorizado a levantar.
Se sentía
perplejo ante la doble imposibilidad de conservar a María y
de condenarla. Su lealtad le ,prohibía tanto seguirla
teniendo por esposa como exponerla a la vergüenza pública.
No ignoraba la férrea norma dictada por Moisés que ordenaba,
en casos como éste, entregarla a 1 los tribunales de
justicia, pero como estaba convencido de que María era
inocente, buscaba la manera de dejarla en libertad
salvaguardando al mismo tiempo su honor.
Por una
parte no podía conservarla, pues a ello se oponía la Ley. No
tenía ningún derecho sobre el fruto que llevaba en sus
entrañas, cuyo origen ella le ocultaba, y tampoco quería
hacerse solidario de un misterio que le estaba vedado. Se
sentía incapaz de construir su matrimonio sobre una mentira.
Por otra
parte, no quería tampoco tratar a María como a esas
adúlteras a que se refería la Ley. El texto del Evangelio lo
señala claramente: Porque era "justo", no quería denunciar a
su prometida ante los tribunales, ya que estaba envuelta en
un misterio que no le correspondía desvelar, un misterio que
presentía que venía de Dios.
Así pues,
sólo una cosa podía hacer, incluso a riesgo de difamarse él
mismo. Una cosa con la que creía salvaguardar al mismo
tiempo el honor de María y la obediencia a la Ley: se
separaría de su prometida no por despecho, sino para
respetar un misterio que no le estaba permitido desentrañar.
No tendría más remedio que abandonarla, después de
devolverle su anillo y de recuperar los presentes que le
había hecho en los esponsales... Sí: la dejaría en secreto,
sin decir nada a nadie. Tal vez le acusaran de cobardía,
pero eso era mejor que acusarla a ella...
Pero José
tarda en ejecutar su proyecto. Lo aplaza día tras día, hasta
que llega el momento en que la situación ya no puede
prolongarse. Dios, sin duda, ha aceptado su sacrificio
—puesto que nada dice—, un sacrificio tan duro como el que
pidió a Abraham mandándole sacrificar a Isaac, su único
hijo. Por fin, se decide: Mete en un saco lo que se va a
llevar, para partir con el alba... Y mientras espera, dice:
"Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué permites
que sufra tal martirio?..."
Porque eras
agradable a Dios, José, la tentación había de probarte.
Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser
ahogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus
ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y
aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que
estuvieras preparado para desempeñar tu papel, porque te
había correspondido el indecible honor de ser padre adoptivo
del Verbo encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz,
signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte
en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a
aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus
pensamientos...
Porque
debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra
Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas
a estar presente, al lado de María, junto a la Cruz del
Gólgota, pero tenías que conocer , tú también, y vivir por
anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.
Sin
embargo, tranquilízate, José: pronto se te aparecerá un
ángel que apartará la espada, porque Dios se va a contentar
con aceptar tu holocausto sin exigir que se realice...
Capitulo 11
EL ANUNCIO
A JOSÉ
“No temas
recibir en tu casa a María, tu esposa...” (Mt 1, 20)
Dios había
conducido a José hasta el borde de la sima de la desolación,
hasta el límite en que el sufrimiento, colmado, no se puede
superar. El momento de la atroz separación había llegado.
A la espera
de partir en secreto, antes de que amanezca, Dios ha
permitido que José, rendido de cansancio y de dolor, se
duerma. Y de repente, mientras duerme, un ángel del Señor se
le aparece.
Parece
razonable presumir que este ángel fuese Gabriel, el mismo
que se había aparecido a María para anunciarle la concepción
del Salvador, ya que habría sido designado por Dios para
ejecutar todas las órdenes concernientes al misterio de la
Encarnación.
Habiendo
tomado esta resolución —dice San Mateo en su evangelio—, he
aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le
dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a
María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del
Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a, quien pondrás por
nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados...
"José, hijo
de David", le dice el ángel. El pobre carpintero de Nazaret,
consciente tan sólo de su pequeñez, es llamado con el máximo
respeto. Le saluda como descendiente de reyes, le da su
título de nobleza, pues ha llegado el momento de recordar
las promesas que fueron hechas a su antepasado el rey David
y que han empezado ya a cumplirse.
"No temas
recibir en tu casa a María, tu esposa". Si José estaba
dispuesto a abandonar a María, no era por indignación o
despecho, sino por temor. Temía que, quedándose, pareciera
que asumía una paternidad a la que no tenía derecho, que se
inmiscuía indiscretamente en un misterio que no le
concernía, ofendiendo así al Señor.
"Pues lo
concebido en ella es obra del Espíritu Santo". Esta frase
proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa
grandeza de lo que se ha realizado en el seno de María. Se
trata de una concepción que tiene por autor al Espíritu
Santo. El Dios eterno ha intervenido allí donde no había
lugar para la carne y la sangre.
"Dará a luz
un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a
su pueblo de sus pecados". Aunque José no haya participado
en la concepción, no deberá considerarse por eso como un
extraño respecto al niño. Antes al contrario, se le anuncia
que ejercerá el oficio —con todos sus derechos— de un
auténtico padre, en especial el de darle un nombre. Ese
nombre designará su misión, pues "Jesús" quiere decir
"Salvador": viene a la tierra, en efecto, para librar a los
hombres de la peor esclavitud: la del pecado. Y con ello
afirmará su naturaleza divina, pues ¿quién puede librar a la
humanidad de su pecado sino Dios?...
José no
tuvo oportunidad de dialogar con el ángel como María en el
momento de la Anunciación. Recibe el mensaje de Dios
mientras duerme, pero eso le basta para disipar sus
temores. Es como el centurión del Evangelio que está
acostumbrado a obedecer y a que le obedezcan sin resistencia
alguna. Aunque la visión se ha producido en sueños, hay
motivos para pensar que fuese una visión de carácter
profético, sin lugar para la ilusión o la duda, que llevaba
en sí misma la certeza de una procedencia divina. José
estaba seguro de que no ha "soñado" en el sentido vulgar del
término: es Dios quien se ha dirigido a él por mediación de
un ángel.
Inundado de
felicidad, se despierta inmediatamente. Le invade una
alegría desbordante, equivalente a su anterior angustia. Las
sombras desaparecen, la tempestad se disipa. El lazo que
anudaba su corazón se rompe y, liberado de su tortura,
exulta de júbilo. Todo se ilumina a sus ojos, todo
resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo
lo más valioso del mundo, sino también —en frase de Monseñor
Gay— «lo que vale más que todos los universos posibles...».
Comprende que el niño que se ha encarnado en el seno de su
prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado. Se
acuerda del texto de Isaías: una virgen concebirá y
alumbrará un hijo... Y esa Virgen profetizada es María, lo
cual no le sorprende, pues conoce mejor que nadie su
santidad y sus virtudes. Sí, es digna de convertirse en
tabernáculo del Altísimo...
Al mismo
tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido
asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar d e ser su
esposa al convertirse en madre del Hijo de Dios, lejos de
seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha
encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María
y del niño, asegurarles con su entrega la necesaria
protección. Sin él, el misterio de la Encarnación. habría
carecido de su armoniosa expresión.
Su misión
se le presenta corno soberanamente grave. Es un peso
exaltante y abrumador a la vez. Se pregunta cómo él, simple
trabajador aldeano, ha podido ser elegido para tal tarea y,
lejos de enorgullecerse, se siente penetrado de la
conciencia de su bajeza y miseria. Pero sabe que Dios lo
quiere así y que, en adelante, deberá callar sus temores y
sus dudas. Está dispuesto a encarar esa responsabilidad,
convencido de que Dios le ayudará.
Enseguida,
pues, acepta su misión. No es su costumbre responder a los
favores del cielo con protestas de incapacidad. Estima que
es más urgente, cuando Dios habla, responder a su llamada
con presteza y sin vacilaciones.
Al
despertar José de su sueño —dice el Evangelio— hizo como el
ángel del Señor te había mandado. Puede imaginarse lo que,
en concreto, significan estas palabras. Se apresura a vaciar
el saco de viaje y, en cuanto amanece, corre a casa de su
prometida. María, que le abre la puerta, comprende
inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa
radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que,
por supuesto, le anuncia contándole la visión del ángel.
María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura
humana, de la escena que precedió a la Encarnación del
Verbo.
Al
terminar, José, posando sus ojos, llenos de ternura y de
respeto, en el rostro de su esposa, quien, a causa del
misterio operado en ella le parece más bella, más pura y más
divina, la saludaría como la Flor de Jesé, que, según la
profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos
futuros. Y por primera vez, haciéndose eco de las palabras
que María había escuchado en la Anunciación y en la
Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos
habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos:
"Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es
contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito
es el fruto de tu vientre, Jesús". Y María respondería a su
vez repitiendo una vez más los versículos del Magnificat...
Luego,
hablarían de la ceremonia nupcial, manifestándose de acuerdo
en la conveniencia de celebrarla cuanto antes, no sólo
porque fuera oportuno socialmente, sino también, y sobre
todo, porque José tenía prisa en obedecer las órdenes del
cielo y poner así de manifiesto que deseaba incorporarse de
lleno al misterio inefable en que Dios había querido
implicarle. Deseaba mostrar que aceptaba la paternidad legal
del Niño y que ocupaba el lugar que se le había asignado.
Ella le pertenecía ya, pero cuando él había pronunciado el
"sí" de los esponsales, no había dado más que un
asentimiento a su unión con una mujer virgen. Ahora, sin
embargo, esa virgen se había convertido en madre del Mesías
y Dios mismo le había pedido que la aceptara tras —si se
puede hablar así— esta divina metamorfosis. Por eso, arde en
deseos de pronunciar un nuevo "sí" que le asocie definitiva
y plenamente a los imprevisibles destinos —tal vez
dolorosos— de la Corredentora del género humano...
Capitulo 12
EL ESPOSO
DE MARÍA
“Y Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la cual nació
Jesús...” (Mt 1, 16)
El
Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición
del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a
María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en
efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no
le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se
apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que
había acordado con ella el día de los esponsales.
Se conoce
con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre
los judíos las ceremonias nupciales. Ni qué decir tiene que
María y José, respetuosos con los menores detalles de la
Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos
tradicionales.
María
llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor
cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo
cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la
tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa
de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un
anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de
jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida,
mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza.
Los
habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas
y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a
lo largo de las calles para aplaudir a la desposada. Nadie
sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo
seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y
anhelos de la nación.
José
esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido
también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro,
ya. dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se
sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José,
bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados
y telas pintadas.
Tras la
lectura de¡ contrato de sus esponsales, beberían en el mismo
vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que
significaba que debían estar dispuestos a compartir sus
penas y alegrías.
El banquete
se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas
se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio,
durante varios días.
José y
María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los
hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía
en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial
sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las
mujeres. Ponía en sus manos a la que había creado con tanto
amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la
que iba a hacer suya con tanto celo.
No había,
sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El
matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a
ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de
esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero
José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras:
no temas tomar a María por esposa...
El
significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede
interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido
para esposo de la que acaba de concebir por obra del
Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión. Ser esposo
de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para
las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los
hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las
gracias necesarias".
José y
María son esposos realmente, no se trata de una simple
ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una
pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan
maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios.
Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la
inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse
más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la
aspiración esencial de su ser. El amor del Altísimo
constituía la base de su alianza.
Pero es
precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y
su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola, a los
Romanos (8, 58): Porque persuadido estoy que ni la muerte ni
la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente,
ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la
profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor
de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro… Un clamor semejante
hace vibrar constantemente el corazón de José y de María.
Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así
nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta de¡ de
Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse
mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de
apartarles de Dios, les une a El más y más.
Había sido
así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía
entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras
la revelación de] ángel aumentó considerablemente. La fuerza
de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un
hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a
sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios
de las promesas, hacia el cual tendían todas sus
aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una
nueva Arca de la Alianza, tabernáculo de¡ Santo de los
Santos.
María, por
su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la
autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el
misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y
un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y
afectuosa.
Han hecho
ambos votos de virginidad, pero eso les une más
estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la
carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido
frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las
decepciones. Las vírgenes tienen una ternura que no conocen
los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama
"las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios
(1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor
capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh,
Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más
vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de
la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede
igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los
espíritus que el amor a la pureza une».
Por otra
parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción
recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada
de sensible. No tenemos ningún motivo para negarles esa
limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa
que ilumina el corazón de los esposos.
¿Presentía
José que a causa de su misión María sería llamada un día por
el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier
caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella
una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir,
María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría.
Y mientras
que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella
formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos
que conservará en su corazón, María, por su parte, se
comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega
pronta y alegre está atenta a los menores detalles.
Hay entre
ellos una admirable emulación para servirse mutuamente:
"Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo
el designado por Dios para servirte".
Y mientras
María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna
de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del
universo, el Salvador del mundo.
Capitulo 13
BELÉN
“José
subió... a Judea, a la ciudad de David, que se llama
Belén...” (Lc 2, 4)
No se puede
tratar de imaginar sin emoción en qué intimidad pasarían
María y José los meses que les separaban del esperado
nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con el rollo
de los profetas en la mano, tratarían de escrutar los
oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías, no
por vana curiosidad, sino para encarar mejor preparados el
próximo acontecimiento. Y sobre los textos proféticos que
parecían referirse al niño que María sentía ya palpitar en
ella, proyectaban el nombre de Jesús.
Unas
palabras de Miqueas (5, l), que precisaba que Belén sería
donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso:
Pero tú,
Belén de Efratá,
pequeña
entre los clanes de Judá,
de ti me
saldrá quien señoreará en Israel,
cuyos
orígenes serán de antiguo,
de días de
muy remota antigüedad.
Miqueas,
ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se
preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no
Nazaret...
Y he aquí
que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo
sonar un cuerno anuncia que el emperador Augusto acaba de
ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así
pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado
judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en
tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el
lugar de su nacimiento o en su domicilio actual, sino en
aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban
los registros civiles de sus antepasados.
Es probable
que este edicto de Augusto tuviera una intención vejatoria.
“El emperador quiere contar a los hijos de Israel como se
cuentan las cabezas de ganado'”, comentarían los judíos, y
tal vez hubiera manifestaciones de cólera y de indignación.
En cuanto a
María y José, lejos de pensar en discutir los decretos de
una autoridad a la que Dios había permitido que estuviesen
sometidos, escucharían con el corazón palpitante la
proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de
Belén su antepasado David...? Tendrían, pues, que
inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía
cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas... Porque
también María debería trasladarse a Belén, bien por ser hija
única, heredera de sus padres, bien porque la obligación de
presentarse personalmente se extendiese a las mujeres, que
de los 12 a los 60 años estaban sometidas al impuesto.
Así pues,
hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino.
Es probable que José tuviese un asno, que utilizaría para
buscar madera y llevarla a su taller. Las imágenes
tradicionales nos los muestran en ruta, María a lomos del
asno y José caminando al lado, con un cayado en la mano y un
saco de viaje a la espalda.
De Nazaret
a Belén hay unos 120 kilómetros, lo que representa cuatro o
cinco jornadas de marcha por Betulia, Siquem, Betel y
Jerusalén; pero como era invierno, el viaje resultaba más
penoso e incómodo, si bien es de suponer que María, en
virtud de su milagrosa maternidad, se viese libre de las
molestias del embarazo.
Tal vez
hicieran un alto más prolongado en Jerusalén para visitar el
Templo y rezar en él. Escucharían a los fieles cantar con
voz plañidera las quejas de su espera mortal ("¿Cuándo Señor
piensas enviamos el libertador prometido?"), y pensarían que
muy pronto esos gemidos iban a cesar, ¡Cómo les habría
gustado gritar que el Salvador estaba allí, a su lado!
Oculto todavía, sí, pero pronto nacido en Belén, tal y como
estaba escrito...
El último
día de marcha, los dos viajeros divisaron Belén sobre su
redondeada colina, en medio de viñas y de huertos opulentos
que le habían valido el título de Efratá, "la fructuosa, la
fértil', y enseguida pensarían en su tatarabuelo David, que
había vivido allí, y en su Descendiente, que allí también
había de nacer...
Llegados a
la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones
del censo, observando a la letra el precepto del que habría
de decir: Dad al César lo que es del César... Se colocan en
la fila que espera para inscribirse, donde todos fingen no
darse cuenta de que la joven está encinta para no dejarla
pasar antes, y José tiene que vigilar para que la
muchedumbre impaciente y egoísta no la empuje ni la
aplaste... Por fin, logran llegar hasta los escribas,,
rodeados de soldados con capas rojas. Les hacen las
preguntas pertinentes y José responde dando -Su filiación
completa: “José, carpintero, de Nazaret, de la familia de
David. Mi mujer, Miriam, de la misma familia…”. Quienes les
oyen y les ven exhibir sus pergaminos, los miran con
curiosidad, preguntándose cómo los descendientes de un
linaje tan noble pueden tener tan humilde apariencia. El
escriba, por su parte, deseando terminar de una vez,
registra los datos con indiferencia, sin sospechar en
absoluto que a causa de esta pobre pareja el mundo se ha
puesto en movimiento para que se cumplan las profecías...
José hace
sin murmurar el juramento de fidelidad y paga el tributo.
Luego, se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy
difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el
censo. Abriéndose camino en medio de la turba de viajeros,
se dirige a la hospedería y pregunta al posadero
cortésmente, si le queda algún lugar para pasar la noche. No
es exigente; si estuviera solo, ni le molestaría, se
contentaría con cualquier rincón, pero le acompaña su joven
esposa que espera un niño de un momento a otro y necesita
una habitación independiente y tranquila.
El
posadero, con aire altivo, mira de hito en hito a los dos
viajeros, que esperan con timidez una respuesta. Se da
cuenta de que se trata de pobres gentes y piensa que no
podrán pagarle mucho. Así pues, dice a José que lo siente en
el alma, pero que su casa está llena a rebosar.
José, con
el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de
María. Camina por las calles llamando a todas las puertas,
pero nadie le hace caso. Lejos de apiadarse, las gentes le
rechazan a causa del embarazo de María. Nadie quiere cargar
con las molestias de un posible alumbramiento.
Es conocido
el célebre cuadro de Luc Olivier Merson: es de noche y José
está en el umbral de una puerta a la que acaba de llamar. En
el marco de una ventana aparece alguien que le intima a
seguir su camino. Mientras tanto, María, arrodillada en
plena calle, vuelve la cabeza como pidiendo al Niño que va a
nacer que perdone a los hombres que se niegan a recibirlo.
María y
José no se quejan. Saben excusar a todos. Más bien se
lamentan de ser inoportunos.
Alguien,
por fin, les indica un refugio: una especie de cueva
horadada en la roca —semejante a tantas otras de las
montañas calcáreas de Judea— que se utiliza como establo y
como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se
dirigen.
Era, en
verdad, un lugar miserable, oscuro y mal ventilado. Un olor
acre, a humo y excrementos, se agarra a la garganta. Un
lecho de paja semipodrida cubre el suelo. Pegados a la roca,
se ven varios pesebres, y, según una tradición piadosa, hay
una mula y un buey.
La
indignidad del lugar agarrota el corazón de José. «Belén —ha
escrito el P. Faber— fue su Cruz». Se cree y se declara
responsable de todo. Se acusa ante Dios y ante su esposa,
pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el
misterio de estas deplorables humillaciones responde a un
designio providencial del Señor. Conviene que Dios, al venir
a liberar a los hombres de sus pecados, comience por darles
ejemplo de desprendimiento. Le invita, pues, a arrodillarse
y a repetir juntos el Magnificat, ese himno de acción de
gracias que tiene siempre en los labios...
Capitulo 14
LA NOCHE
TACHONADA DE ESTRELLAS
“Encontraron a María, a José, y al Nido acostado en un
pesebre” (Lc 2, 16)
Llegados al
establo, José se dedicó a acondicionar en la medida de lo
posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó
de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con
un poco de paja limpia, preparó a María una especie de
lecho.
María le
había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y
José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser
el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter
maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar
no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no
pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un
presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al
establo. Corrió hacia él, empujó la puerta carcomida y a la
débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en
su sencillez: El niño acababa de> nacer; su Madre, a falta
de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre
y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante
la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de
adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales
como queriendo templar con su aliento el rigor de aquella
noche invernal.
María, sin
perder su integridad virginal y sin necesidad de ninguna
ayuda, le había dado a luz milagrosamente: no había tenido
que pagar los tributos a que ordinariamente se ven obligadas
otras madres. Con sus propias manos, lo había envuelto en
pañales y reclinado en el pesebre. Había nacido en plena
noche, como haciendo eco a la palabra profética: El pueblo
que andaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que
habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una
brillante luz (Is 9, 2). Los días de invierno dejaban de ser
cada vez más cortos, el sol iniciaba el regreso de su largo
viaje.
María, al
oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego,
tomando el cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho
pesebre, se lo entregó...
Imaginando
esta escena, no se puede por menos de pensar en otra
parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a
Adán el fruto prohibido. Ahora, en Belén, la segunda Eva
entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han
de ser salvados, el fruto bendito de su vientre...
José
aparece así como el primer beneficiario del nacimiento de
Jesús. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes
que a nadie el niño, le designa a nuestra veneración como el
primero en grandeza en el orden espiritual.
Hay que
reconocer que los niños, al nacer, son más bien feos: una
pequeña masa de carne enrojecida y llorosa que carece de la
gracia encantadora que tendrán después. El hermano de todos
los niños rescatados por El no sería una excepción. Con
todo, José no duda en reconocer en él al Hijo de Dios,
diciéndote a Maria, convencido, que es el niño más bello del
mundo...
Tomando,
pues, al niño en sus brazos, le apretó contra su pecho
mientras se le saltaban las lágrimas de emoción. Luego,
temiendo hacerle daño, sintiéndose indigno de tanto honor,
se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce
vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar
aquel frágil angelote de cuyos labios se escapaban débiles
vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no
ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía
disputarle el primer puesto.
¿Era
posible que ese niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías
regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David?
El Señor me ha dicho: Tú eres, mi Hijo, engendrado desde
toda la eternidad. Pídeme y te daré las naciones en herencia
y por dominio la tierra entera hasta sus últimos
confines(Sal 2).
En aquel
momento, la espera del Mesías era universal, pero nadie
habría imaginado que su advenimiento pudiera ser tan
humilde. Israel vivía bajo la opresión de la dominación
romana. Por eso, los judíos pensaban que el liberador
prometido por Dios vengaría el orgullo nacional: sería
terrible y triunfante, rico y poderoso; pondría a Israel al
frente de las naciones y le aseguraría la fuerza, la
riqueza, la abundancia y la prosperidad. ¿Cómo, pues, creer
en un Mesías que no tendría cetro ni corona, armas ni
palacios, y cuyo nacimiento recordaba el de un vagabundo ...
? «En el estado en que le vio José —dice Bossuet—, me cuesta
comprender cómo creyó tan fielmente en él».
Pero la fe
de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio.
Aparte de que su vida anterior de justicia, de pureza y
rectitud ha sido una larga preparación para el
reconocimiento del Mesías, todo lo que María le ha revelado
ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz
sobrenatural. Comprende que bajo aquella apariencia humilde
se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien,
prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a
quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la
tierra, habita en el cielo rodeado de una luz inaccesible.
Como María
le ha enseñado en su Magnificat, exalta' la potencia y la
inmensidad divinas en la misma medida en que se ocultan bajo
una pequeñez desconcertante. Reconoce en el recién nacido,
que no es capaz de expresarse más que mediante sonidos
ininteligibles, la Sabiduría increada del Verbo que el Padre
pronuncia en un eterno Hoy.
Su fe
traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus
labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de
la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del
Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios,
Jesús-Salvador...
Este divino
Niño que a guisa de palacio y de manto real se envuelve en
pañales y nace en un establo, cuya única aureola son unas
briznas de paja, baja del cielo para enseñar precisamente a
los hombres que la verdadera grandeza no necesita brillantes
escenarios, que se oculta bajo sencillas apariencias, y que
la verdadera riqueza reside en el desprendimiento.
Si los
habitantes de Belén no le han recibido en sus moradas, es
porque quiere mendigar nuestro amor, no imponerlo. Si llora
es porque quiere lavar con sus lágrimas nuestra alma.
José,
probablemente, no comprende del todo estos misterios, pero
le basta con presentirlos para emocionarse. Los adora en
silencio, que es su primer cántico religioso. Pero al tiempo
que adora, se afirma en él la conciencia del ministerio que
deberá ejercer: Dios le ha confiado a Su Hijo para ponerle
bajo su protección. ¡Con qué fervor responde a las
exigencias de esta vocación!
Cuando
contempla recostado en el pesebre al niño del que debe ser
tutor, afluyen a su corazón sentimientos de fuerza y de
calma; se llena de tanta emoción como si fuera de su misma
sangre; tendrá para él entrañas de padre. Lo que no es por
la naturaleza, lo será por la fuerza del amor. Sólo vivirá
para él. Renueva a Dios la promesa de darle todos los
instantes de su existencia, la fuerza de sus brazos, el
sudor de su frente, la sangre de sus venas. Sólo le pide su
gracia, para poder estar a la altura de su misión.
Capitulo 15
LAS
PRIMERAS GOTAS DE SANGRE DEL SALVADOR
“Cuando se
hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño...
José le puso por nombre Jesús” (Lc 2, 21; Mt 1, 25)
Mientras
que María y José, incansables, continuaban en contemplativa
vigilia junto al Hijo de Dios encarnado, los Ángeles del
Señor, no lejos de allí, en lo hondo de un valle, se
aparecían a un grupo de pastores que cuidaban de sus,
rebaños. Escuchad la gran noticia—les dijeron— y alegraos:
os ha nacido un Salvador. Le reconoceréis por estas serlas:
está envuelto en pañales y recostado en un pesebre.
Las
primeras invitaciones que Dios hacía en la tierra para ir a
visitar a su Hijo revestido de la naturaleza humana iban
dirigidas a los más pequeños, a los humildes de recto
corazón, a los que los Salinos llaman "los pobres de Yahveh":
los privilegiados cuyo oficio les identificaba con el
antepasado del Mesías, David, el rey-pastor; aquellos entre
los cuales se colocaría también Aquel que un día habría de
decir: Yo soy el Buen Pastor...
Los
pastores respondieron inmediatamente a la invitación. No les
fue difícil encontrar al recién nacido que el ángel les
había descrito. Varias personas se encargarían de
informarles. Les dirían que, efectivamente ' un hombre, al
anochecer, había llamado a varias puertas pidiendo albergue
para él y su joven esposa, la cual estaba a punto de dar a
luz, pero que no habiendo logrado su propósito, les habían
visto dirigirse hacia un establo horadado en la roca... Y
allí, en efecto, los pastores encontraron a María y a José
con el niño, como nos cuenta el Evangelio.
José les
recibiría y les contaría en pocas palabras cómo se había
visto obligado a buscar cobijo en tan miserable lugar; luego
les llevaría hasta su esposa...
Cuando
María, con expresión radiante, ejerciendo por primera vez
ante los hombres su función de Madre de Dios y Mediadora,
tomó en sus brazos al recién nacido para que lo vieran, José
acercaría el candil al rostro del pequeño, e,
instintivamente, los visitantes, se postrarían de rodillas.
A José,
esta intervención de los pastores le parecería como una
visita del mismo Dios. Su corazón se inundaría de emoción,
pues planeaba sobre el establo un no se qué de grandioso
entre tanta simplicidad. Luego, recibiría con gratitud los
presentes de los pastores: leche, manteca, miel, lana, un
corderillo tal vez... Finalmente, les preguntaría también si
conocían alguna morada más decente en Belén. Y mientras los
pastores volvían junto sus rebaños llenos de alegría,
contando a todo el mundo lo que habían visto y oído, José se
dirigía a Belén para inscribir al niño en el registro civil
y visitar una casa vacía que le habían indicado, de cuyo
emplazamiento habla la tradición. Allí, al parecer, debió
vivir la Sagrada Familia luego de abandonar el establo.
También se
informaría sobre la posibilidad de ganarse la vida en Belén,
pues pudiendo trabajar, se habría avergonzado de vivir de
limosna. Además, la estación lluviosa y fría no hacía
aconsejable regresar a Nazaret hasta que el niño fuese un
poco mayor.
Es seguro
que la Sagrada Familia permaneció en Belén hasta su huída a
Egipto; incluso al volver del exilio, José pensé quedarse
allí definitivamente. Tal vez creyera que así cumpliría
mejor su misión, pues las Sagradas Escrituras designaban a
Belén, la ciudad de David, como privilegiada entre todas.
Pensaría, pues, que allí, después de nacer, debía vivir el
Mesías a fin de que los hombres le reconocieran.
Al
cumplirse el octavo día a partir del nacimiento, era
preciso, según la Ley, circuncidar al niño. Era un rito que
Yahveh había prescrito a Abraham para que su sello quedase
impreso en la carne del pueblo elegido en señal de perpetua
alianza.
José
hubiera podido pensar que como el recién nacido era Hijo de
Dios, no tenía necesidad de someterse a ese rito, pero
comprendía que no había llegado el momento de revelar su
identidad. Si Dios había querido ocultar el misterio de su
nacimiento bajo el velo del matrimonio, el sustraerse
ostensiblemente a las leyes de Israel hubiese sido
contradecir los designios de Dios.
Según la
costumbre, convocaría a los parientes y amigos que habitaban
en los alrededores, entre ellos, probablemente, Zacarías e
Isabel, dando, con tal motivo, una pequeña fiesta familiar
semejante a las que se celebran hoy con ocasión del
bautismo.
A José
correspondía —y no a un sacerdote, como el arte ha hecho
suponer— el honor de imprimir en el cuerpo del niño el signo
tradicional del pueblo de Dios. Al hacer la incisión, diría:
"Bendito sea Yahveh, el Señor, que ha santificado a su
bienamado desde el seno de su madre y grabado su Ley en
nuestra carne. Marca a sus hijos con el signo de la Alianza
para comunicarles las bendiciones de Abraham, nuestro
padre". Y los asistentes responderían con el salmista:
"Bienaventurado el que has escogido para hijo".
Al tiempo
que José hacía la incisión, pronunciaría el nombre que el
cielo, lo mismo que a María, le había ordenado imponerle. A
María, el ángel de la Anunciación le había dicho: "Darás al
hijo que alumbrarás el nombre de Jesús". Y a José: "María
dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús". En
este punto, pues, Dios había conferido a José un derecho
igual al de María, afirmando así que la autoridad que tenía
sobre el niño era la de un verdadero padre, pues se trataba,
en este caso, de una función paternal.
No es
necesario creer que José, al cortar la carne e imponer un
nombre al niño tuviese una noción clara y precisa del valor
simbólico de lo que hacía. Se contentaría, quizá, con
deplorar el tener que hacerle sufrir, aunque actuase con
espíritu religioso de plena obediencia a la Ley. Su corazón
sufriría al oír llorar al niño y ver correr su sangre. Es a
nosotros a ~ corresponde penetrar en el significado del rito
realizado por José.
En el
pueblo hebreo, el nombre tenía una importancia primordial:
su significado provenía generalmente de las circunstancias
del nacimiento del niño o del futuro que se le pronosticaba.
En este caso, sin embargo, era Dios mismo quien había
escogido para su Hijo el nombre que había de tener, dejando
a José la gloria de imponérselo: se trataba de un nombre que
era la expresión exacta de su misión de Salvador, nombre que
figuraría un día en la inscripción clavada en la Cruz y
de1cual nos dirá San Pablo que está por encima de todo
nombre y que, al. pronunciarlo, toda rodilla debe doblarse
en el cielo, en la tierra y en los infiernos; un nombre, en
fin, que multitud de hombres habrían de repetir con alegría
y lágrimas de amor hasta la consumación de los siglos.
El nombre
de Jesús era bastante corriente en Israel. Otros lo habían
tenido y lo tienen todavía. Había sido el de Josué, hijo de
Nun, y el del hijo de Josadech, pero esas figuras anunciaban
al que vendría a salvar no de la miseria, el cansancio o el
exilio, sino del pecado y la muerte eterna. Sabiendo a
ciencia cierta que el destino del niño verificaría el nombre
que le iba a imponer —pues ese nombre estaba como inscrito
en su carne le dijo por primera vez: le llamarás Jesús. Que
es como si le hubiera dicho: "Serás el Salvador del mundo.
Hacia ti tienden todas las esperanzas de salvación
expresadas en las Escrituras".
Y como José
era ministro de un Dios que quería que su Hijo viniese a la
tierra bajo el signo del dolor, era preciso que la
imposición del nombre estuviese acompañada de un comienzo de
sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, inauguró
el misterio de la redención del mundo haciendo verter las
primeras gotas de esa Sangre redentora que tendría todos sus
efectos en la Pasión dolorosa. Hizo brotar de su fuente el
río de salvación y de misericordia que ya nunca dejaría de
correr en favor del mundo: el niño que lloraba y pataleaba
al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.
Cuando
terminó la ceremonia, los invitados se fueron y María se
puso a curar la herida del niño. ¡Con qué entusiasmo
pronunciaría José las dos sílabas del nombre que acababa de
imponerle! ¡Cuántas maravillas y promesas descubriría en el
nombre de Jesús...! Experimentaría a la letra lo que San
Bernardo expresaría más tarde: que ese nombre es música para
los oídos, miel para los labios, encanto para el corazón...
Cada vez
que pronunciaba el nombre dé Jesús, se acordaba del misterio
que encerraba y anunciaba en sus dos sílabas. Como María en
la Anunciación, aceptaba todos los posibles sufrimientos que
supondría para el niño su misión de Salvador, los cuales
probablemente repercutirían en su corazón de padre, como ya
lo acababa de experimentar.
Capitulo 16
LA PROFECÍA
DE SIMEÓN
“Su padre y
su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de
él” (Lc 2, 33)
Es de hacer
notar que en las páginas del Evangelio que cuentan la
infancia de Jesús, José, lejos de pasar inadvertido, aparece
siempre actuando de acuerdo con María. "José subió a Belén
con María... Mientras ellos estaban allí... Los pastores
encontraron a María y a José... Ellos le llevaron a
Jerusalén... Su padre y su madre estaban maravillados...
Simeón los bendijo... Ellos volvieron a Galilea... Sus
padres iban todos los años a Jerusalén... Ellos le
encontraron en el Templo... Les estaba sujeto...”
No nos
asombremos, pues, de verle, acompañando a su esposa cuando,
cuarenta días después de aquella maravillosa noche, María se
dirigió a Jerusalén con objeto de purificarse y de presentar
al niño en el Templo, Ella no quería sustraerse a la Ley,
aunque, evidentemente, hubiera podido creerse dispensada.
¿Acaso tenía necesidad de ser presentado a Dios, Aquel que
era el mismo Dios? ¿Tenía ella necesidad de purificarse
cuando su alumbramiento no había hecho más que aumentar el
esplendor de su virginidad...?
José, sin
embargo, se mostró de acuerdo con ella a fin de que todo lo
que estaba prescrito en casos semejantes fuese exactamente
observado hasta en el menor detalle.
Se
pusieron, pues, en camino, con el corazón rebosante de
alegría, pensando que iban a cumplir un acto de religiosa
obediencia: no sospechaban que lo que consideraban un
misterio de alegría iba a verse acompañado de un trágico
anuncio de dolor.
Jesús, en
brazos de María y escoltado por José, entró por primera vez
en la ciudad que había de verte un día con la Cruz a cuestas
camino del Calvario.
A las
puertas del Templo, José compró dos tórtolas para la
ofrenda, ya que carecía de recursos para comprar un cordero.
Así pues, la humilde pareja quedó encuadrada en el grupo de
los pobres y, por eso, nadie se fijó en ella cuando
atravesaron la explanada.
Sin
embargo, algo inesperado sucedió. Un anciano, inspirado por
Dios, se destacó de entre la multitud allí apiñada,
compuesta de mendigos, de peregrinos y de cambistas. Se
llamaba Simeón y era —nos dice el Evangelio— un hombre justo
y temeroso de Dios. Viva personificación de Israel, su única
aspiración era ver al Mesías. Cuando descubrió a Jesús en
brazos de su madre, el Espíritu Santo que habitaba en él le
advirtió en secreto que ese niño era el esperado desde hacía
siglos, el prometido de Dios. Aproximándose con respeto,
pidió que le permitieran tomarle en sus brazos y luego,
alzándole, bendijo a Dios y temblando de emoción, con el
rostro iluminado con una especie de éxtasis, entonó un himno
de victoria y de acción de gracias:
Ahora,
Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo
en paz,
según tu palabra:
porque han
visto mis ojos tu salud,
la que has
preparado ante la faz de todos los pueblos,
luz para
iluminación de las gentes
y gloria de
tu pueblo, Israel.
El padre y
la madre de Jesús —añade el Evangelio— estaban maravillados
de las cosas que se decían de él. Y no es que las palabras
que acaban de oír fuesen para ellos una revelación, sino que
les admiraba constatar cómo la venida de su niño al mundo
era saludada por tantos testigos inspirados.
Tras
bendecir a Dios, se volvió a José y María, bendiciéndoles
también como para animarles en la tarea que habrían de
cumplir. ¿Sospechaba que en su persona bendecía a las dos
criaturas que habrían de ocupar el primer rango en la escala
de la santidad, a las que las generaciones futuras
bendecirían con alabanza sin fin?
Simeón unió
a José y a María en una misma bendición, ya que ambos habían
contribuido, aunque en distinta medida, a la venida del
Mesías. Mas he aquí que ahora se dirige sólo a María. A esta
joven madre, que. acaba de serlo, no temerá hacer una
aterradora predicción: Tu hijo ha venido al mundo para ruina
y resurrección de muchos... Será un signo de contradicción.
En cuanto a ti, una espada atravesará tu alma.
A José no
le dijo nada que le atañera personalmente. El instinto
profético de Simeón parecía excluirle del doloroso destino
del Gólgota, ya que él no estaría presente. No obstante, su
alma también se vería traspasada por una espada. Escucharía
al anciano con el corazón angustiado. ¿Cómo no iba a
escuchar con indecible dolor lo que acababa de decir sobre
su hijo adoptivo y su querida esposa ... ? La predicción le
golpeaba tanto más cruelmente cuanto que lo que acababa de
oír era al mismo tiempo tan vago y tan preciso, que se podía
temer cualquier cosa.
Así pues,
Jesús tendría que sufrir contradicción: sería rechazado por
una parte de la nación que esperaba desde hacia mucho tiempo
a su liberador. Los hombres, por su causa, quedarían
separados en dos campos opuestos; unos blasfemarían de él,
los otros le adorarían; para unos sería causa de salvación,
para otros de caída.
Las
palabras que Simeón ha dirigido a su esposa también le
causan pena: acaba de oír que está condenada a sufrir
intensamente. ¡Cómo hubiera preferido José que hubiese sido
a él a quien le anunciaran todo eso! Al fin y al cabo su
función consistía en soportarlo todo. Pero su esposa, tan
dulce, tan pura, tan santa... ¿Era posible que Dios la
destinara al dolor? ¿Por qué el anciano no se lo había dicho
a él?
Con todo,
la profecía de Simeón le hiere en lo más profundo de su ser.
Las palabras que ha oído se graban en su espíritu y empiezan
a angustiarle. En adelante? no podrá mirar a su esposa y al
Niño sin que enseguida se yerga ante sus ojos el pensamiento
de los anunciados dolores. Esperando ver surgir la espada de
la profecía, proseguía su camino con una llaga en el corazón
que nunca se cerrará.
A pesar de
todo, no se queja ni se irrita. Permanece fuerte y sumiso.
Ha recibido la misión de poner al niño el nombre de
Jesús-Salvador y comprende instintivamente que la salvación
sólo puede operarse mediante el sufrimiento. Pronuncia,
pues, un generoso fiat y se siente dispuesto a seguir al
Mesías y a su Madre en su vía dolorosa. "Señor —dice—,
aunque sea un pobre hombre, indigno de colaborar en tus
designios redentores, si necesitas una víctima, piensa en mí
y no en ellos".
María y
José entran en el Templo. La ceremonia se desarrolla sin
pompa ni aparato. José deposita sobre el altar las dos
tórtolas, excusándose ante el sacerdote por no poder ofrecer
nada mejor a causa de su pobreza, y el sacerdote recita
sobre María la oración prescrita. Luego, José saca de su
bolsa los cinco siclos de plata exigidos para rescatar a
Aquel que ha venido a rescatar al mundo.
La
ceremonia ha terminado. Rápidamente, el sacerdote se aleja
sin saber que acaba de verse implicado en el momento más
glorioso de la historia del Templo. Ignora que el niño que
acaba de mirar con indiferencia es el Verbo encarnado que al
entrar en este mundo ha dicho a su Padre celestial: He aquí
que vengo para hacer Tu voluntad.
Después,
los dos esposos parten de nuevo hacia Belén , donde José ha
decidido establecer provisionalmente su morada, pero el
camino de vuelta no es tan alegre como el de ¡da. Hablan
poco. Las palabras proféticas de Simeón continúan
angustiándoles.
María lleva
en brazos al niño y le estrecha contra su corazón pensando
en el destino trágico que le espera. José, por su parte, va
adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su vocación.
Sabe que su papel va a ser importante y difícil: conservar,
alimentar y proteger hasta el día de su sacrificio a Aquel
que se ha hecho oblación para los hombres.
Por la
noche, ya de vuelta a su humilde morada de Belén, antes de
retirarse a descansar, se inclina sobre la cuna de Jesús y,
recordando el Cántico de Simeón, interpreta sus palabras
aplicándoselas a él mismo: "No dejes, Señor, partir todavía
a tu siervo, pues este Niño que me has confiado me
necesitará hasta el día de su manifestación, cuando revele a
los hombres que es la salvación de los pueblos y la luz de
las naciones...".
Capitulo 17
HACIA EL
EXILIO
“Levántate,
toma al nido y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13)
El día de
la Presentación, Simeón, mostrando a Jesús, había dicho:
Este niño será signo de contradicción. José no tardaría en
experimentar la verdad de esta profecía.
Sin duda
había oído hablar de Herodes, cuya vida estaba llena de
escándalos, de abominaciones y de atrocidades. Tras asesinar
a su mujer y a tres de sus hijos, una embajada judía fue a
ver a Augusto y le dijo que la situación de los muertos era
preferible a la de los vivos perseguidos por el tirano.
José, sin embargo, no podía siquiera imaginarse que su
cólera y su sanguinaria envidia estaban a punto de volverse
contra Jesús.
¿Cuánto
tiempo transcurrió entre la Presentación en el Templo y la
llegada de los Magos? La liturgia, obligada a concentrar los
misterios, celebra los dos acontecimientos con un breve
intervalo, aunque debieron de transcurrir varios meses;
algunos exegetas incluso hablan de un año o más.
El
Evangelio que nos cuenta la visita de los Magos a Belén no
menciona la presencia de José. Tal vez había encontrado un
empleo y se hallaba trabajando. Pero si no estaba presente
cuando llegaron, es inimaginable que no fuera avisado
enseguida por María y se apresurara a acudir.
Como no
estaba autorizado para desvelar el misterio de Dios, no
diría a los Magos que él no era el padre de ese niño.
Seguramente se sentiría un tanto intimidado por esos señores
orientales que se presentaban con tan brillante séquito; se
mantendría, modesto, discreto, en un segundo plano, pero su
corazón se vería inundado de alegría, al constatar que,
avisados por la estrella que se desplazaba en el firmamento,
los grandes y los sabios de la tierra que acababan de llegar
de un lejano país venían a unirse con los pobres y los
pastores en tomo al hijo de María.
Debió
sentirse estrechamente compenetrado con la fe cándida y
vigorosa de los Magos, con el valor y la calma que los había
empujado, a una simple señal, a ponerse en ruta a través del
desierto; y a preguntar, una vez llegados a Jerusalén, no si
había nacido el rey de los judíos, sino dónde. No parecían
estar extrañados ni decepcionados por haber emprendido un
viaje tal para encontrarse ante un pobre niño que no hablaba
todavía. Lejos de sorprenderse por la debilidad aparente de
ese rey, se postraron delante de él, radiantes.
Habían
venido cargados de presentes, como es habitual entre los
orientales cuando visitan a un superior. A los pies de la
cuna de Jesús, José vio el oro de Ofir, el incienso de
Arabia y la mirra de Etiopía. El oro, como homenaje a la
realeza del niño, el incienso para proclamar su divinidad,
la mirra para honrar su humanidad.
Al ver
estos presentes simbólicos, José renovaría en su corazón la
ofrenda de todo su ser. "Yo también —diría silenciosamente—
te reconozco, Jesús mío, como rey. Toma el oro de mi amor y
mi sumisión. Adoro tu divinidad: toma el incienso de mi fe.
Proclamo que eres Salvador: recibe la mirra de mis brazos y
de todas mis energías, hasta la misma muerte, para colaborar
en tu obra de salvación"...
No se
trataba de una simple ofrenda verbal. Había llegado para
José el tiempo de obrar en consecuencia. Los Magos, en
efecto, habían sido avisados sobrenaturalmente para que no
volvieran a ver a Herodes y regresaron por otro camino. Y
José por su parte, recibió una advertencia más grave: Un
ángel del Señor—escribe San Mateo— se le apareció en sueños
y le dijo: "Levántate, toma al Nido y a su Madre y huye a
Egipto. Quédate allí hasta que yo te diga, pues Herodes va a
buscar al Niño para matarle ". Él, enseguida, se levantó,
tomó al Niño y a su Madre durante la noche y partió hacia
Egipto.
Leyendo
este texto del Evangelio, que narra el suceso de la manera
más sencilla, como siempre, da la impresión de que se trata
de la cosa más simple, más natural. Sin embargo, ¡qué fe y
qué grandeza se deja entrever en José!
Lejos de
escandalizarse por la orden que acaba de recibir, no piensa
más que en ejecutarla. Cualquier otra persona se hubiese
visto turbada y desconcertada. No era para menos. ¡El hijo
de Dios huyendo ante los hombres! ¿Acaso no habían anunciado
las Escrituras que haría reinar la paz ... ? Pero nada más
nacer, los hombres le persiguen... ¿Acaso no había dicho el
ángel que se llamaría Jesús, pues sería Salvador? ¡Extraño
Salvador que tiene que huir y exiliarse aprovechando las
sombras de la noche! ¿Qué hace, pues, su Padre, en lo alto
de los cielos ... ? «Un ángel llegó de pronto —escribe
Bossuet — , como un mensajero asustando, de tal forma que el
cielo parece estar alarmado y el terror haberse extendido
por él antes de pasar a la tierra». El que es dueño del rayo
y tiene a su disposición legiones de ángeles, ¿podrá menos
que un miserable reyezuelo de la tierra, orgulloso de su
ridículo ejército... ? ¡Qué incoherente parece todo esto!
Por otra
parte, ¿no tenía derecho José a lamentarse diciendo que se
le sacaba de su sitio sin poder prepararse? No se le daba
tiempo para organizar esta huida a una tierra extraña, se le
avisaba en el último momento y se le ordenaba, con
desenvoltura, que permaneciera en ella hasta nuevo aviso...
José, sin
embargo, no piensa ni dice nada de esto. Ha leído en Isaías
(55, 9) una idea que hace suya: Cuanto son los cielos más
altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de
los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos.
Por otra parte, apoyando su fe en la de María, cuyas menores
expresiones aportan a su espíritu luces tranquilizadoras, no
se arroga el derecho de juzgar, de criticar y menos aún de
censurar los designios adorables de Dios; no se queja de
este niño incómodo, que, desde su más tierna infancia,
acarrea la persecución. Después de todo —se dice— esta
orden de partida nocturna para escapar de Herodes no es más
desconcertante que el hecho mismo de la Encarnación. ¿No
forma parte acaso del mismo misterio?
Sin duda a
Dios le sería fácil desbaratar los proyectos de Herodes, ya
que es todopoderoso y guía a los astros por el cielo, pero
ha venido a la tierra para abrazar nuestra condición humana;
es preciso, por tanto, que sea semejante a nosotros en todo.
No tiene por qué hacer milagros para sustraerse a las
persecuciones, ya que la victoria que viene a ganar sobre
nuestros pecados quiere realizarla mediante la humildad y el
anonadamiento. Pero, por otra parte, no debe morir ni ser
asesinado con los Inocentes, ya que no ha hecho más que
comenzar su tarea. Es él, José, a quien Dios precisamente ha
elegido para ponerse al servicio de María y del niño, esos
dos seres a quien quiere más que a sí mismo. Si el ángel no
le ha dicho que va a acompañarles, es que debe ser él quien
los proteja. No se le ha llamado a desempeñar el papel de
padre del Hijo de Dios sin tener que sacrificarse para
cumplir esta tarea con toda su grandeza. Por eso, no tiene
más que un deseo, una aspiración, una pasión: servir a los
designios de Dios, a cualquier precio »
Así pues,
se levanta sin tardanza, despierta a María y le cuenta el
sueño que acaba de tener. María se precipita hacia la cuna
en que Jesús duerme apaciblemente, como ajeno —Él, el Dios
omnisciente— a todo lo que se trama contra El. Le toma en
sus brazos procurando no despertarle y luego,
apresuradamente, recogen lo más necesario —la ropa del niño,
mantas, algunos vestidos, un poco de comida—, y lo meten en
un saco de tosca arpillera. José esconde en su cinturón el
oro de los Magos y sus escasos ahorros; duda un momento
preguntándose si debe llevar sus útiles de trabajo, pero al
final renuncia pensando que su peso y su volumen retrasarían
la marcha. Finalmente, va al establo, desata al asno —ajeno
a la caminata que le aguarda— y, en el silencio de la noche,
procurando tomar las sendas más apartadas, sin hacer ruido,
huye, llevando con él su doble tesoro...
Capitulo 18
LA VIDA EN
EGIPTO
“José
permaneció en Egipto hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 15)
Mientras
los Magos, de regreso al Oriente, evitaban pasar por
Jerusalén, José huía hacia Occidente llevando consigo a
María y al niño.
Muchos
exegetas de la antigüedad se preguntaron por qué el ángel
había señalado Egipto como lugar de refugio. Las razones
místicas que dan son, sin duda, válidas, pero conviene no
olvidar el hecho de que Egipto era el país más próximo y que
bastaban algunos días de marcha para alcanzar sus fronteras;
además, solía ser el refugio de aquellos infortunados que la
persecución o el hambre arrojaban de Israel.
Al tomar el
camino de Egipto, José se acordaría de aquel otro José —el
cual, según los designios de Dios, lo había prefigurado sin
saberlo— que, dieciocho siglos antes, tuvo que seguir la
misma ruta cuando fue vendido por sus hermanos.
Se iba
dejando detrás de él su hogar, su tranquilidad, sus útiles
de trabajo, sin saber lo que encontraría allí ni cuánto
tiempo duraría su exilio. Dios le había dicho como en otra
ocasión le dijo a Abraham: Sal de tu país, de tu familia y
de la casa de tu padre para el país que yo te mostraré...Y
había partido obedeciendo a Dios para librar del furor de
Herodes a Jesús y su Madre.
Ahora les
mira angustiado, preguntándose cómo. podrán soportar este
éxodo inhumano. Su prisa nos enseña a lo que hay que estar
dispuesto para guardar a Jesús. Aguijonea y hostiga al asno
que marcha con paso cansino, llevando a sus lomos a María,
que protege y abriga con su manto al rey del mundo.
Si
hiciéramos caso de los evangelios apócrifos, innumerables
milagros se habrían multiplicado al paso de los fugitivos.
Los ángeles les habrían acompañado con su protección
invisible y hasta la misma naturaleza —animales y vegetales
— les habría procurado ayuda y protección.
La realidad
debió ser muy diferente. De hecho, sin la vigilancia de
José, jamás Jesús habría estado más desamparado, más
abandonado, más expuesto a todos los peligros.
Con toda
seguridad tuvieron que pasar varias noches al raso. De día,
evitarían atravesar pueblos y ciudades, mirando atrás con
frecuencia para comprobar que nadie les perseguía. En las
encrucijadas, se plantearían qué camino tomar, temiendo
preguntar a alguien. Las gentes que encontraban en el camino
los contemplaban con extrañeza, preguntándose por qué esos
tres pobres seres viajaban así, sin escolta, camino de
tierras deshabitadas e incultas.
Mientras
allá lejos, en Jerusalén, Herodes daba órdenes sanguinarias
para asesinar a los niños de Belén y abría así el cielo, sin
quererlo, a una legión de inocentes a quienes los siglos
venideros no dejarían
de ofrendar coronas de lirios y rosas,
ellos seguían caminando sin reposo, deteniéndose tan sólo
para que María pudiese dar de mamar al Niño o para aliviar
su sed y llenar su bota de agua en una fuente. Exhaustos,
extenuados, con sus vestiduras rotas y los pies llagados por
la larga marcha, llegarían a la frontera de Egipto. Sólo
entonces cesó la opresión de su corazón, ,aunque para ser
sustituida por la pena de entrar en un país que, tras haber
perseguido a sus antepasados, se había convertido en sede de
la impiedad y la idolatría. Allí se adoraba cualquier cosa:
el sol, el cocodrilo, el buey... todo excepto al verdadero
Dios.
Según
ciertos relatos maravillosos, cuando atravesaron la frontera
las estatuas de los ídolos cayeron de su pedestal y se
rompieron en mil pedazos, leyenda que no tiene otro
fundamento que una interpretación demasiado literal de un
texto de Isaías: Ved cómo Yahveh... llega a Egipto; ante él
tiemblan todos los ídolos... (18, l).
Franqueada
la frontera, les quedaban todavía seis largas jornadas de
marcha para alcanzar el corazón del país. Atravesaron las
aguas del Nilo, recordando que en ellas habían abrevado los
rebaños de Jacob y flotado el canastillo en que fue
depositado Moisés. Pronto verían aparecer en el horizonte la
silueta de las prodigiosas pirámides, especialmente la de
Kheops, en cuya construcción habían trabajado cien mil
esclavos durante treinta años.
Algunos
pintores han representado a María con el niño en sus brazos
durmiendo entre las garras de la Esfinge. Si tal escena
llegó a producirse, cuando José, antes de acostarse él mismo
a, los pies del monstruo de piedra envuelto en una manta,
contemplase su imagen, pensaría que el enigma que pesaba
sobre el mundo desde el paraíso terrestre tenía su respuesta
en el niño que dormía sobre el seno de su madre.
La
tradición dice que la Sagrada Familia pasó algún tiempo en
Heliópolis, donde había una importante colonia de judíos
emigrados y donde Ptolomeo Filométer había permitido la
construcción de un templo que casi rivalizaba con el de
Jerusalén en riqueza, esplendor y veneración.
Esa misma
tradición señala otros lugares en los que la Sagrada Familia
vivió sucesivamente, lo que se explicaba por las
dificultades de José para encontrar trabajo. Cuando se es
pobre y extranjero, no se conoce el idioma del país, no se
tienen herramientas propias, y para colmo, no se pueden dar
más que vagas explicaciones sobre los motivos de la
expatriación, ¡cuántas miradas recelosas y sonrisas
insolentes hay que soportar!
Se
reproducirían las mismas escenas que en Belén. En busca de
un empleo, por humilde que fuese, iría a llamar en todas las
puertas, preguntando tímidamente dónde podría encontrar
trabajo. Soportaría todas las decepciones con el mismo
temple resignado: "No me importa pasar hambre —diría en su
oración—, pero, Señor, no permitas que a mi esposa le falte
el pan ". Y, siguiendo vagas indicaciones, reanudaría su
busca.
Con
seguridad, conocería frecuentemente el paro forzoso, las
prolongadas estancias junto al tajo. o en las plazas
públicas, donde los patronos contrataban obreros para duros
trabajos mal retribuidos a los que no estaba acostumbrado.
Si bien, al regresar a casa, por la tarde, la ternura de
María y las sonrisas de Jesús, al tomarle en sus brazos, le
proporcionaban un consuelo y un estímulo inefables.
Es muy
posible también que María, para ayudar a su esposo, tuviera
que Ponerse a bordar y tejer con suS hábiles dedos. Y
podemos imaginárnosla apresurándose por las calles para
llevar su labor acabada o recoger alguna otra, como todavía
lo hacen hoy las humildes costureras.
Precarias,
igualmente, debieron ser sus moradas sucesivas a lo largo de
sus diversos desplazamientos por. aquellos lugares en que no
había colonias judías para procurarles un refugio: chozas o
cabañas de paja construidas tal vez por él mismo junto a un
muro o una casa en ruinas. Otras veces tendrían que
contentarse con un abrigo provisional bajo los arcos o las
bóvedas de un monumento; incluso podemos pensar que algunas
noches tendrían que compartir las condiciones de los que hoy
en día llamamos vagabundos.
En Egipto
conocieron, con toda seguridad, la soledad, la miseria, con
su cortejo de males de todas clases. Los tomarían por
galileos aventureros que se habían trasladado a Egipto con
la esperanza falaz de encontrar allí una vida más fácil, y
se encogerían de hombros ante tal candor. En cuanto a ellos,
se guardarían muy mucho de desvelar las verdaderas causas de
su exilio, y, para extremar la prudencia, procurarían no
pronunciar jamás el nombre de Belén.
Pero María
y José no protestaban jamás de su suerte y su pobreza.
¿Acaso el mismo Jesús no les había dado ejemplo en el
misterio de su nacimiento ... ? Habían comprendido que había
escogido voluntariamente venir a este mundo en un establo.
Para darse ánimo, les bastaba con pensar que la vida de
privaciones que rodeaba al Niño era conforme con sus
designios y aceptaban alegremente prolongar el misterio de
Belén...
Capitulo 19
EL REGRESO
A NAZARET
“Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió a la
tierra de Israel” (Mt 2, 21)
El
Evangelio de San Mateo sólo dedica unas palabras para
hablamos de la estancia de la Sagrada Familia en Egipto.
Allí permaneció —escribe— hasta la muerte de Herodes, para
que se cumpliera lo que había anunciado el Señor por el
ministerio del profeta, diciendo: "De Egipto llamé a mi
hijo". No se puede imaginar mayor laconismo.
¿Cuánto
tiempo duró su estancia? Sólo podemos hacer conjeturas. En
este punto, las opiniones varían mucho. San Buenaventura
llega a proponer siete años, mientras que algunos Padres de
la Iglesia hablan de unos cuarenta meses. Los evangelios
apócrifos, para dar tiempo a la realización de sus numerosos
milagros, suponen que la estancia fue de tres años. Pero los
exegetas tienen razones bastante serias para limitar el
exilio a un tiempo no superior a uno o dos años .
Muerto ya
Herodes —leemos en San Mateo— el ángel del Señor se
apareció en sueños a José en Egipto y te dijo: “Levántate,
toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel,
porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.
Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la
tierra de Israel”.
Destaquemos, en primer lugar que, una vez más, es por
intermedio de un ángel como Dios hace conocer a José Su
Voluntad. «Los negocios secretos que este gran hombre tenía
que tratar con el augusto senado de la adorable Trinidad
—escribe San Leonardo de Puerto Mauricio— ponen
constantemente en movimiento a los mensajeros celestes». Es,
en efecto, la tercera vez que el Evangelio atribuye a José
la visita de un ángel. Una cuarta, en el camino de vuelta,
recibirá la misma embajada de manera análoga.
Puede uno
preguntarse por qué San José recibió durante el sueño los
avisos de Dios, mientras otros personajes, como Zacarías y
los pastores de Belén, vieron a los ángeles en estado de
vigilia y, cuando por otra parte, la Iglesia nos advierte
que no conviene fiarse de los sueños para interpretar los
designios de Dios. Suele responderse que los sueños que tuvo
José se vieron acompañados del sentimiento seguro de que
Dios se había servido de ese medio para manifestarse a él, y
que, si Dios utilizó con José esa manera modesta y sin
brillo de darle a conocer su voluntad, fue porque quería
subrayar a nuestros ojos la viveza de su fe: le bastó el
menor signo, el toque más secreto, para ponerse en
movimiento. Era un servidor fiel, cuyo espíritu, en
constante acecho de la gracia, esperaba manifestación de la
voluntad divina. Su sumisión nos resulta más bella, más
grande, por el hecho de que su mismo sueño se nos aparece
como una especie de estado de vigilia durante el cual su
lámpara permanece encendida en espera de la llegada del
Maestro...
Cuando José
recibió la indicación de que podía regresar a Palestina
—pues el peligro había cesado—, se estremeció de alegría.
Miró a Jesús con amor ' con un amor enriquecido por el temor
que había tenido de perderle. Sin duda, tanto María como él
habían sentido que su corazón se desgarraba al tener
conocimiento de la matanza de los Inocentes. Habían sabido
también que una terrible enfermedad hacía estragos en el
cuerpo de Herodes, que una úlcera devoraba su carne,
llenando todo su palacio de un olor insoportable. Los
gusanos no esperaban a la muerte para cebarse en su cuerpo.
El desgraciado había tratado de quitarse la vida, pero se lo
habían impedido, y de buena o mala gana, acababa de sufrir
el castigo de sus crímenes: había muerto a poco de ordenar
que ejecutaran a su propio hijo, Antípater.
La alegría
de José al saber que podían regresar a su patria no fue, sin
embargo, completa. El ángel nada le había revelado sobre el
lugar en que deberían establecerse y no sabía dónde ir. Se
preguntaba también cómo encontraría su casa y su taller y lo
que respondería cuando le preguntaran sobre su ausencia y
los motivos de su exilio.
Deseoso
como siempre de hacer la voluntad de Dios, apresuró los
preparativos del viaje y abandonó enseguida la tierra de
Egipto, donde había sufrido más por su atmósfera de
idolatría que por las privaciones propias y de los suyos.
Antiguas
tradiciones dicen que el regreso lo hicieron por vía
marítima. Era, en efecto, el viaje más corto y menos caro,
por lo que es probable que tomaran pasaje en un navío en
algún puerto egipcio, quizás Alejandría, si hacemos caso de
los relatos que corrieron durante mucho tiempo entre los
coptos.
Durante la
travesía, que duraría tres o cuatro días, José, consciente
de sus responsabilidades, estaría atento a las
conversaciones de los pasajeros, e incluso les preguntaría
también sobre la situación del país. Desembarcarían en
Ascalón, en Joppe o en Jammia. José pensó primero en volver
a Belén, creyendo que así cumplía los designios de Dios y
las profecías. Puede ser, incluso, que allí pensara
encontrar más facilidades para ejercer su oficio... Aún hoy
día, suelen ser los belenitas a quienes se busca con más
frecuencia para los trabajos estacionales de la
construcción.
Todavía
dudó, al poner pie en tierra. Pero al llegar a la frontera
de Palestina, se enteró de que Arquelao reinaba en Judea y
temió establecerse en esa provincia. Digno hijo de su padre,
acababa de mandar decapitar tres mil de sus súbditos en el
mismo Templo. Pensó que era más seguro ir a Galilea que se
encontraba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas, el cual
parecía mostrar intenciones pacíficas y benévolas. Un sueño
confirmó a José en su resolución.
Si la
palabra profética de Miqueas parecía poner a Belén en
primera fila de las ciudades privilegiadas, otro oráculo
designaba también a Nazaret. Para no fatigar al niño y a su
madre, no avanzó a marchas forzadas como cuando huyeron.
Viajaron en cortas etapas.
En Nazaret,
encontró de nuevo a sus parientes y vecinos, que se
asombrarían al verlos y les harían toda clase de preguntas
embarazosas sobre los motivos de su ausencia. José las
esquivaría a su manera, procurando no mentir y al mismo
tiempo no decir nada que pudiera hacerles sospechar la
verdad.
Encontraría
su casa en un lamentable estado de abandono, pero no se
entretendría en lamentarse, ni en invectivas contra los que
la habían saqueado. Más bien los excusaría, alegando en
descargo suyo que pensarían que sus dueños la habían
abandonado.
Enseguida
se puso a repararla. Tapó los agujeros de los muros,
enjalbegó la fachada y se aplicó a recobrar su antigua
clientela. Poco a poco, las herramientas volvieron a llenar
su taller, y un letrero, encima de la puerta, anunciaría su
oficio: José, carpintero.
Capitulo 20
HALLADO EN
EL TEMPLO
“Al
volverse ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que
sus padres lo echasen de ver” (Lc 2, 43)
Según lo
prescrito en la Ley, todos los israelitas debían realizar
una peregrinación al Templo de Jerusalén en cada una de las
fiestas anuales de la Pascua, Pentecostés y los
Tabernáculos. Cuando vivían lejos —como era el caso para los
de Nazaret—, bastaba con que acudieran durante una de las
tres fiestas. La Ley no decía nada de las mujeres, pero la
costumbre era que acompañasen a su marido. Ni qué decir
tiene que José y María observaban puntualmente el precepto.
Cuando
Jesús alcanzó la edad de doce años convirtiéndose de golpe
en "hijo de la ley" tuvo que someterse también a esta
observancia. Así pues, subió a Jerusalén con sus padres. Nos
gusta representárnoslo en medio de una caravana, cantando
por el camino el "Cántico de las Subidas": Como el ciervo
suspira por las fuentes de agua viva, así suspira mi alma
por ti, Señor. Los que confían en el Señor serán tan firmes
como la montada sobre la que está construida Sión... ¡Qué
bueno es y qué agradable para los hermanos el caminar todos
juntos…!
En
Jerusalén, durante una semana, los tres miembros de la
Sagrada Familia María, Madre de la Iglesia universal, José,
futuro protector de la Iglesia, y Jesús, Dios eterno y
cabeza de esa misma Iglesia, perdidos entre la multitud, sin
buscar el hacer prevalecer sus títulos para reclamar
prioridades, aceptando más bien los empujones y los últimos
lugares, asistieron a las ceremonias de culto en el Templo.
Una vez
terminada la fiesta, las caravanas volvían a formarse con la
confusión y la exuberancia que caracteriza habitualmente a
las concentraciones orientales, luego, se ponían en camino.
Cuando la
caravana de que formaba parte la Sagrada Familia había
cubierto su primera jornada de viaje, María y José
comprobaron, desconcertados, que Jesús no estaba presente.
No hay por qué asombrarse de que tardaran tanto en darse
cuenta. Jesús tenía doce años y por eso, la Ley, cuyo "hijo"
ya era, le concedía una cierta libertad. Hubiese sido
inoportuno que sus padres le vigilaran de manera demasiado
estrecha. Por otra parte, podía escoger, dentro de la misma
caravana, entre los grupos de hombres o de mujeres. Al no
volver a su lado, José pensaría que estaba con María —y se
alegraría por ella—, mientras que la Virgen, por su parte,
se imaginaría el gozo que sentiría José al tener a Jesús
junto a él. Incluso pudiera ser que Jesús hubiese dicho a
María, al partir la caravana, que pensaba permanecer con su
"Padre", y que Ella no hubiese comprendido de qué "padre" se
trataba...Sea como fuere, una pesada angustia se apoderó de
ellos. Mil suposiciones pasarían por su mente. ¿Se habría
extraviado y caído en manos de unos malhechores? ¿Les habría
abandonado para emprender su misteriosa misión? ¿Habría
sonado la hora de la espada predicha por Simeón? Tal vez
oyeran murmurar a su alrededor: "Si hubiesen estado más
vigilantes, no le habrían perdido...".
Inmediatamente, regresaron a Jerusalén, recorriendo el mismo
camino a la inversa. Tienen el corazón en un puño y caminan
en silencio. La pena de José es tan viva como la de María.
En el paraíso terrestre, Adán había acusado a Eva y ésta a
la serpiente. Aquí, sin embargo, cada uno se acusa a sí
mismo y excusa al otro. Ninguno de los dos piensa en hacer
recaer en el otro la prueba que le humilla. José se pregunta
si Dios no le ha castigado por cumplir mal su tarea, y se lo
dice a María, la cual responde: 6 ' ¡No, no!... ¡Soy yo la
que debía haber tenido más cuidado! ".
De regreso
a Jerusalén, emprenden a través de las calles y callejas de
la ciudad una búsqueda punzante, una especia de viacrucis
que anticipa el que recorrerá su hijo un día, con la cruz en
sus hombros...
Preguntan a
los viandantes, describiendo a su hijo, pero nadie es capaz
de informarles, nadie sabe nada. Y cuando divisan, aunque
sea de lejos, un adolescente de la talla de Jesús, echan a
correr para sufrir enseguida una nueva decepción.
Prosiguen
su búsqueda él con el rostro contraído, ella curvada por el
dolor, enseñando a las generaciones futuras cómo hay que
comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús.
Por fin, al
tercer día, lo encuentran en una sala del Templo rodeado por
los doctores judíos que, según la costumbre, en las fiestas
de la Pascua organizaban una especie de congresos de
teología en los que hacían gala de erudición y sutileza.
Jesús estaba sentado en una estera, como un alumno, pero el
asombro que manifestaban los que él interrogaba ponía de
manifiesto que su inteligencia era magistral.
Ante tal
espectáculo, María y José no pudieron ocultar su sorpresa.
Era la primera vez que Jesús manifestaba un resplandor de su
sabiduría increada. Por otra parte, ¿cómo era posible que
él, que hasta entonces había dado ejemplo de todas las
virtudes, se hubiera sustraído a su autoridad y guardara una
calma tal, conociendo como debía conocer la terrible
ansiedad de sus padres?...
Comprenden
que deben decirle algo, pero José se coloca en un segundo
plano, pensando que es María la que debe intervenir en este
caso, por estar más comprometida que él en el misterio de la
Encarnación.
Así, pues,
ella deja escapar una exclamación en la que se manifiesta
toda su alma maternal: Hijo mío, ¿Por qué has obrado así con
nosotros? Queja amorosa y afectuoso reproche. Deseo también
de conocer el motivo de una conducta tan contraria a las
costumbres de un hijo siempre respetuoso y sumiso.
Jesús no se
excusa ni pide perdón, sino que a la legítima pregunta de su
madre, responde: ¿Por qué me buscáis? ¿No sabíais que debo
ocuparme en las cosas de mi Padre?
Esta
respuesta de Jesús, acompañada sin duda de una sonrisa,
puede entenderse de dos maneras. Según una, no les reprocha
que le hayan buscado, sino que no hayan acudido enseguida al
Templo, único sitio donde podía estar, ya que era la casa de
su Padre; sin embargo, atenerse a ese único sentido sería
tanto corno suavizar unas palabras de un alcance mucho más
profundo y sublime. Según la otra, Jesús quiso, al salir de
la infancia, recordar a sus padres su filiación divina y la
trascendencia de su misión. Les advirtió que la obediencia
que les tenía estaba subordinada a la que debía prestar a su
Padre celestial. Era preciso que supieran que todo lo que
sucediese en su vida estaría conforme con esa voluntad, en
virtud de la cual se había encarnado. Habrá, por eso, cosas
que les sorprenderán; quiso, pues prevenirles y prepararles
para el "escándalo" de la Redención por la Cruz.
Antes de
volver al silencio de Nazaret y a esa postura que el
Evangelio resume con las palabras "les estaba sujeto", quiso
enseñarnos —Él, que diría que no llamáramos a nadie en la
tierra nuestro padre, pues sólo tenemos uno, el que habita
en los cielos— que nuestra principal ocupación, como la
suya, debe consistir en buscar los intereses y la gloria de
Dios.
Sus
palabras, pues, no significaban que quisiera eludir la
tutela de sus padres. Al contrario, les tenía un amor y una
sumisión incomparables. Por otra parte, ¿cómo un Dios que
dictó a los hombres con tanta solemnidad el precepto de
honrar padre y madre no habría comenzado Él mismo por
subrayar con su ejemplo la gravedad del mandamiento?… Lo
que quería decirnos era que nuestras obediencias, deben
estar jerarquizadas y que el servicio de Dios debe
anteponerse a los más legítimos afectos.
El
Evangelio nos dice que ni María ni José comprendieron lo que
Jesús quería decirles. Ciertamente, no podían engañarse en
cuanto a su más profundo sentido, pero se preguntaban por
qué Jesús, que hasta entonces había llevado una vida oculta
hasta el punto de no haber mostrado nunca el menor signo de
su divinidad, había querido evidenciar esta. actitud
-misteriosa en tan singulares condiciones. Lo que no
comprendían era que su hijo, todavía tan joven, rompiendo
totalmente con su habitual actitud de sumisión, se mostrara
bruscamente como Hijo de Dios y pareciera evadir, como
molesta, la tutela de sus padres.
Su humildad
les hizo confesar que no acababan de comprender las palabras
de Jesús. Comprenderlas plenamente hubiese sido abarcar
todos los misterios de la Encarnación y de la misma
Trinidad. Pero José y María estaban sometidos, como toda
criatura, a la ley del progreso. Jesús quería estimular su
curiosidad religiosa y comprometerles en esa vía que
señalará a quien quiera ser su discípulo: Buscad y
hallaréis, Pedid y recibiréis. Llamad y se os abrirá...
Capitulo 21
LA TAREA
PATERNAL DE JOSÉ
“Tu padre y
yo, apenados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48)
San Lucas
parece complacerse en dar a José el nombre de padre de Jesús
y unirle al de María bajo la apelación común de "parentes
eius", sus padres... Sin embargo, este evangelista, que
había sido confidente de María, conocía más que ningún otro
todo lo concerniente al nacimiento del Mesías y sabía
perfectamente que José no era padre por generación carnal.
Así pues, como hace notar Suárez, sólo por inspiración
especial de Dios usó esos términos.
Por otra
parte, la expresión de que se sirve San Lucas la encontramos
también en labios de María. Cuando encuentra a Jesús en el
Templo, la oímos pronunciar estas palabras: ¿Por qué nos has
hecho eso? Tu padre y yo, llenos de angustia, te andábamos
buscando... Al hablar de su esposo, no vacila en darle el
título de "padre". Era, sin duda, el nombre que utilizaba
habitualmente en la intimidad de su hogar de Nazaret, y que
no teme ella, Virgen prudentísima pronunciarla públicamente
ante los doctores de la Ley. Y es que, profundamente
iluminada sobre el misterio de la Encarnación, no se cree
con derecho a ocultar, en ocasión tan solemne, esta verdad:
que José debe ser llamado, con toda sinceridad, padre de
Jesús.
Conviene
que sepamos de qué manera le corresponde este título y
tratemos de descubrir la realidad oculta bajo esa palabra.
Se
distinguen habitualmente dos clases de paternidad: la
natural, que lleva consigo la transmisión de la vida, de la
que resulta la venida al mundo de un nuevo ser, y la
adoptiva, que es una simple atribución por la cual un hombre
se compromete a reconocer y aceptar legalmente como suyo un
niño engendrado por otro. Sin embargo, ninguna de estas dos
paternidades convienen en absoluto a José. La primera dice
demasiado y la segunda poco. Es histórica y teológicamente
cierto que José, según el modo ordinario y natural, no fue
padre de Jesús, el cual no tuvo padre humano. ¿Quiere decir
esto que fue solamente su padre adoptivo o "putativo", según
la expresión consagrada por el uso y sancionada por la
liturgia de la fiesta del 19 de marzo?... "Adoremos a
Cristo, hijo de Dios, que aceptó pasar en la tierra por hijo
de José". Es el mismo término que utilizan los soberanos
Pontífices en numerosos documentos oficiales.
Sin
embargo, los teólogos se inclinan cada vez más unánimemente
a declarar que las expresiones corrientes —padre adoptivo,
padre putativo, padre nutricio— son minimizantes y no dicen
más que una verdad incompleta. Esos títulos, por honorables
que sean, sólo expresan una paternidad fáctica, ficticia,
prestada: una especie de simple protección. Ahora bien, la
realidad sobrepasa esos calificativos. La adopción, por
ejemplo, supone esencialmente que un extraño, por afecto,
escoge al que trata como un hijo. Pero en ningún momento
José fue un extraño para Jesús, ni Jesús para José: desde
que se encarnó en María, al hacerse divinamente fecunda,
Jesús perteneció legítimamente a José, ya que el esposo y la
esposa, según el orden querido y establecido por Dios, son
una sola cosa y sus bienes comunes.
No es fácil
desde luego, calificar la paternidad de José de una manera
precisa; representa, si se puede decir así, un caso único en
la historia de la paternidad, que requiere, si el
vocabulario ofrece la posibilidad, un título nuevo, adaptado
a la función ejercida.
Recordemos,
de entrada, que la generación humana de Jesús en la
genealogía que nos dan los Evangelios es la de José. El
hecho merece ser subrayado. No dudemos en repetir la
expresión de Bossuet, tomada por él mismo de San Juan
Crisóstomo: «Dios ha dado a José todo lo que pertenece a un
padre, sin detrimento de la virginidad». Dicho de otra
manera: José no tuvo ninguna participación en el nacimiento
natural de Jesús, pero exceptuando eso, su paternidad
implica todos los privilegios, todos los deberes, todos los
derechos que normalmente tiene en el hogar un padre de
familia, de tal forma que el título que le conviene mejor es
el de padre virginal de Jesús.
José es
padre de Jesús por derecho de matrimonio. María, a
consecuencia del contrato matrimonial, reconocido por la ley
y sancionado por Dios, era el bien de José y, por lo tanto,
todo lo que le podía suceder eventualmente a María, incluso
milagrosamente, se convertía inmediatamente en propiedad de
José, su esposo. En consecuencia, Jesús nacido de la carne
de su esposa, la cual le pertenecía en razón del sagrado
lazo y de la donación propia del matrimonio, tenía un
necesario parentesco con José, y al revés. Además, al ocupar
José un lugar insustituible al lado de María, había sido ese
instrumento considerado indispensable por Dios para que el
misterio de la Encarnación pudiese insertarse en el seno de
una familia compuesta por las tres unidades habituales. No
convenía que el hogar donde había de nacer el niño se viese
desprovisto de su cabeza.
Junto a ese
papel que se puede considerar negativo, José tuvo también
otro activo en el nacimiento de Jesús. ¿No fue acaso el
Hombre-Dios fruto de la virginidad de María? ¿No fue grata
al Señor a causa de su pureza, por la que el Espíritu Santo
pudo realizar en ella su divino designio? En cierto sentido,
fue su virginidad lo que la hizo fecunda. Ahora bien, ¿no
fue José el que, al respetar la virginidad de María, había
como preparado las vías al Espíritu Santo y hecho posible
esa fecundidad milagrosa?... Fue él, en efecto, quien
conservó la virginidad de su esposa, estimada por Dios
indispensable; y los dos, de común acuerdo, la habían
ofrecido al cielo como un bien que fue aceptado, a cambio
del cual recibieron ambos un hijo que les pertenecía por
igual, ya que era como el fruto de su alianza virginal.
José,
indudablemente, no dio a ese hijo su sangre, pero esa sangre
tenía que ser alimentada, mantenida, enriquecida. Y fue el
humilde carpintero quien, con el sudor de su frente, se
encargó de hacerlo. Jesús comerá el pan que José ganará con
su trabajo y gracias a él alcanzará la talla humana que
necesitaba para salvar al mundo al ser clavado en la Cruz.
Con ese
alimento, adquirido gracias al duro trabajo de José, Jesús
llenará sus venas con la sangre generosa que derramará hasta
la última gota y correrá hasta la consumación de los siglos
en nuestros altares durante el Santo Sacrificio de la Misa.
Así, José tuvo su parte activa en la sangre de la Redención.
Tenía,
pues, derecho a llamar a Jesús “hijo” suyo y a considerarle
como tal. Por eso los Padres de la Iglesia no dudan en verle
junto a Jesús, como «la sombra de Dios Padre», según una
expresión consagrada. Fue, en palabras de Olier, «como un
sacramento del Padre eterno bajo el cual Dios ha puesto, una
vez engendrado, su Verbo, encarnado en María». Y porque el
verdadero Padre de Jesús, que lo engendra desde la eternidad
según su naturaleza divina, confió a José la misión de ser
en la tierra su vicario de alguna manera, tuvo, al mismo
tiempo, que poner en él algo del amor infinito que tiene al
Verbo.
El ángel
había precisado: Le pondrás por nombre Jesús. Dicho de otra
manera: “El padre de este niño es Dios, pero El te transmite
sus derechos. Eres tú el designado para hacer de padre.
Tendrás con él un verdadero corazón paternal y ejercerás
sobre él tus derechos de padre”.
José pues,
cuidó de Jesús, amándole a la vez como su hijo y adorándole
como su Dios. Y el espectáculo que tenía constantemente ante
los ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era
un estímulo para amarle más y más y entregarse cada vez con
más generosidad.
Amaba a
Jesús como sí realmente le hubiera engendrado, como un don
misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le
consagró sin reservas, de forma total, sus fuerzas, su
tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra
recompensa que poder vivir su consagración cada vez mejor.
Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente,
apacible y ardiente, emotivo y tierno. Podemos
representárnoslo tomando al niño en sus brazos, meciéndole
con canciones, acunándole para que se duerma, sonriéndole,
paseándole, fabricándole graciosos juguetes, jugando él
mismo con él como hacen todos los padres, prodigándole sus
caricias como actos de adoración y testimonio del más
profundo afecto.
Dejemos a
los. apócrifos imaginando un pequeño niño —prodigio ajeno a
la verdadera infancia—, viviendo aparte como en un nimbo
glorioso, con costumbres impropias de su edad y una
potencia milagrosa sobrecogedora. En realidad, el
Hombre-Dios había escogido, al venir al mundo, aparecer como
un niño corriente. No iba por delante de su edad, no
hablaría —Él, que era el Verbo divino— antes que los demás
niños. Y José, al cubrirle de tiernas caricias, se
maravillaría precisamente de ver dormir al custodio de
Israel, siempre vigilante, de ver llorar al que es la
alegría de los elegidos, de ver jugar como un niño al
Creador del universo.
Según las
costumbres judías, el niño, en el hogar, estaba al cuidado
de su madre hasta la edad de cinco años. Luego, el padre
empezaba a ocuparse de él más activamente, enseñándole la
Ley de Dios y los preceptos mosaicos. Grande sería la
alegría de José cuando llegara el momento de realizar esa
función paternal, constatando que su hijo crecía en
sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los
hombres. De sus labios se elevarían silenciosamente al
Señor, para expresarle su felicidad y darle gracias, las
palabras del Cantar de los Cantares:
Mi amado es
rubio y sonrosado,
se
distingue entre diez mil.
Su persona
emana encanto y gracia.
Mi amado es
mío y yo soy suyo...
Capitulo 22
LA SANTA
CASA DE NAZARET
“Bajó con
ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto ”(Lc 2, 51)
Al
encontrar a Jesús en el Templo, María había exclamado: Hijo
mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Pregunta que
incluye a José. Y como si temiese que el niño pensara que
era ella la única en amarle y en sufrir por su amor,
insiste: tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.
Al
responder que si no sabían que debía ocuparse primero en las
cosas de su Padre, Jesús no desautorizaba a su madre, que
acaba de llamar a José padre suyo, sino que eleva su
pensamiento hacia su Padre eterno, en cuyos intereses debe
aplicarse por completo. Es la primera vez que menciona a su
Padre celestial, pero ¡con qué claridad!
Ni María ni
José le preguntan nada más, aunque, como nos dice el
Evangelio, no comprendieron del todo el sentido de sus
palabras. Ni siquiera en el camino de vuelta se atreven a
interrogarle, aunque conservaron en su corazón lo que les
había dicho, para meditar sobre ello.
Como María,
José se mantiene en la reserva de la reflexión. Comprende
que la trascendencia del niño acaba de fulgurar. Quizá más
que María, sentía la necesidad de penetrar esta respuesta,
que parecía querer desviar la atención de él, pobre
carpintero, para evocar el pensamiento del otro "padre". Tal
vez se reprochaba el haber tratado a su hijo demasiado
familiarmente. Captó enseguida que Jesús era ante todo del
Padre de los cielos, a quien pertenecía infinitamente más
que a sí mismo.
Sin
embargo, la respuesta de Jesús, que parecía querer subrayar
la distancia que los separaba, se va a ver seguida de una
emocionante sumisión. El encuentro en el Templo esclarece el
misterio de José, como las bodas de Caná iluminarán el de
María. En Caná, el rechazo aparente de Jesús — ¿Qué nos
importa a ti y a mí?... Aún no ha llegado mi hora— se verá
seguido de un maravilloso milagro. Es como si Jesús hubiese
querido exponer primero la imposibilidad de responder a la
petición de su madre para hacer luego más patente el triunfo
de su oración.
De manera
semejante, en Jerusalén, las palabras que parecen dejar a
José al margen fueron pronunciadas para hacer más admirable
la frase del Evangelio que sigue inmediatamente: les estaba
sujeto. Jesús empieza por mostrarse dueño y maestro de
quienes tienen el encargo de enseñarle; afirma su filiación
divina y por lo tanto su soberana independencia, pero sólo
es para mejor poner de relieve la perfección de la
obediencia con que nos dará ejemplo. Su ocupación continua
va a ser obedecer exactamente en todo lo que se le mande.
Obedecerá más especialmente a José, que le ha sido dado como
padre, y que es cabeza de familia. Todos sus actos, sus
actividades, su alimento, su reposo, todo, será reglamentado
por las órdenes de José.
Cuando
Jesús habla de "los asuntos de su Padre" quiere decir que
busca su gloria sometiéndose en todo a sus padres ; a María,
sin duda, pero también a José, "sombra de su Padre", que
representaba en el hogar de Nazaret la primera autoridad.
¿No podemos asegurar que era a él al primero que obedecía en
todo?
Si la
obediencia de Jesús manifiesta su incomprensible humildad,
subraya también la incomparable dignidad de aquella quien se
sometía. Las palabras de Jesús van a incrustarse en el
espíritu de José como una luz permanente que le ayudará a
ajustar toda su vida a los designios divinos. Siente
interponerse entre Jesús y él un misterio inaccesible, pero
este pensamiento no le paraliza en absoluto. Antes al
contrario, le ayuda a ejercer con más perfecta rectitud la
función que le ha sido encargada cerca de Aquel que ha de
considerar a la vez como su hijo según la naturaleza humana
y su maestro según la naturaleza divina. Trata de conciliar
esa incompatibilidad aparente de mandar sin apremio a quien
adora como Dios. Lo hace, por lo demás, sin temor ni
turbación, ya que así lo quiere Dios¡ viendo en el ejercicio
de su autoridad la ocasión de ejercer el mandato que el
Señor le ha confiado y, en consecuencia, de obedecerle.
Si se
hubiese dejado llevar sólo por su fe, habría .exclamado como
más tarde San Pedro: jamás permitiré que tú me laves los
pies. Pero, haciendo callar su fe, acepta las atenciones que
Jesús tiene con él, adorando esa obediencia inaudita que
vino a traer a la tierra para dar ejemplo a los hombres.
Espectáculo que es para él fuente inagotable de humildad.
Así pues,
se encargó de educar al Verbo encarnado, proposición
turbadora que, sin embargo, expresa una realidad. La unión
hipostática, en efecto, dejaba a las dos naturalezas sin
mezcla ni confusión alguna, de tal forma que Jesús, en
cuanto Dios, poseía desde su concepción la plenitud de la
sabiduría y de la ciencia. Ahora bien, en cuanto hombre, y
desde el punto de vista puramente natural, estaba sujeto a
la ley del desarrollo como los demás niños, a los que hay
que enseñarles y explicarles todo. Su vida interior de pleno
conocimiento quedaba oculta a la mirada de los hombres. No
hacía nada que no conviniera a su edad: tenía que aprender a
andar, a hablar, a leer, a repetir palabra por palabra los
textos de los Libros Santos, a explorar el mundo y sus
maravillas. Enseñarle todo eso fue la gran tarea conjunta de
María y José.
José educó
a Jesús, en primer lugar, con su ejemplo y su conducta. Hay
en el alma de los niños una tendencia innata, una necesidad
instintiva de leer en el rostro de quienes los rodean y
reproducir sus maneras. El rostro de José fue, con el de
María, el primer espejo de perfección para Jesús. Sus
gestos, su conducta, su forma de hablar, fueron objeto de
sus primeras observaciones. Los ojos del niño estaban fijos
en José, el espectáculo de este varón piadosísimo y el
contacto con su espíritu contemplativo constituyeron su
primera lección.
Les estaba
sujeto. Es decir, que no hacía nada sin contar con ellos. Se
mostraba lleno de sumisión y deferencia respetuosas, de
delicada cortesía, dé pronta abnegación, de docilidad total.
Obedecía con una naturalidad desconcertante. Nunca, se vio
joven más atento a los consejos de su padre, ni más modesto
en las preguntas que hacía; honraba a José con un culto
religioso y filial, viendo en él la imagen de su Padre
celestial.
Fue José
quien le informó de todo lo que su encargo paternal le
inducía a enseñar a su hijo. Por él, Jesús se enraizó tan
profundamente en la estirpe humana que más tarde podrá darse
a sí mismo, con justicia, el título de "hijo del hombre".
José le
explicó la Ley, le inició en el ritual, le enseñó la
historia y las tradiciones de su pueblo, los proverbios de
su raza. Pero sobre todo le enseñó a rezar, obligación que
en Israel incumbía en primer lugar a los padres. Le
repetiría las grandes consignas extraídas de los Libros
Santos:
El Señor
nuestro Dios es el único Señor.
Amarás al
Señor tu Dios
con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
A Dios
pertenece el país,
a Dios su
destino...
Es el Señor
nuestro Dios el que nos hizo salir de Egipto
para ser
nuestro verdadero Dios...
Jesús
prestaría una atención respetuosa a las palabras de José.
Todas las mañanas y todas las tardes recitaría con él y con
María —que nunca pensaría en abandonar su papel femenino,
para dirigir la oración—, la profesión de fe del piadoso
israelita.
En las
jambas y en el dintel de la puerta, lo mismo que en todas
las casas judías, una cajita de madera, colgada, guardaría
un pergamino con textos de la Sagrada Escritura. Cuando José
saliera de la casa, tocaría la cajita con gesto parecido al
de un cristiano que, al entrar en la iglesia, moja sus dedos
en el agua bendita. Es bonito imaginarle tomando a Jesús en
sus brazos para que alcanzara e hiciera lo mismo...
También
José, al despuntar el sábado, conduciría a Jesús a la
sinagoga. Entrarían con la cabeza cubierta y babuchas en los
pies. Escucharían las lecturas del texto santo (el
comentario de la Ley), harían las postraciones acostumbradas
y responderían a las letanías. Por la tarde, después de
asistir a otra ceremonia, irían a visitar a los ancianos, a
los enfermos, a los afligidos, a todos aquellos a quienes
Jesús proclamaría bienaventurados en el Sermón de la
Montaña. Otras veces darían juntos un paseo que se llamaba
sabático —y por tanto necesariamente corto, dadas las
exigencias de la Ley—.
José
llevaría a Jesús y a María por los senderos florecidos de
anémonas. Procuraría que su hijo se fijara en la belleza
policroma de la Creación, y en todo lo que decía se notaba
su interés por suscitar un pensamiento religioso. Le
mostraría cómo en primavera la higuera produce sus primeros
frutos, cómo hay que podar las cepas de la vid para que den
más uvas. Dirigiría su atención hacia las ovejas errantes,
hacia los halcones que se juntan para devorar su presa,
hacia la solidez de las casas construidas sobre la roca,
hacia los campos baldíos a causa de la pereza de sus dueños,
hacia la belleza de los lirios del campo que, sin hilar ni
sembrar, deben todo su esplendor a la magnificencia divina,
hacia la cizaña que envenena el trigo, hacia la simiente que
germina de una u otra forma según la calidad de la tierra...
Le enseñaría a interpretar el aspecto del cielo, diciéndole:
"Cuando al caer la tarde el cielo se pone rojo, al día
siguiente hará bueno, pero si es por la mañana, amenaza
tormenta". 0 bien: "Cuando una nube se alza por poniente, es
que se acerca la lluvia. Y si el viento sopla del sudeste,
hará calor".
Más tarde,
Jesús hablará de todas estas cosas en su predicación (Mt 16,
2-3, Lc 12, 24-25). Pero no nos está vedado pensar que Jesús
las oyera antes de labios de José. Y leyendo las parábolas
del Evangelio, podemos ver en ellas, emocionados, esa
ciencia experimental que, sin duda, debió recibir en sus
primeros años de José.
Capitulo 23
JOSÉ Y SU
APRENDIZ
“¿No es el
carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 3)
Ha pasado
el tiempo en que María, ocupada en compras y en tareas fuera
del hogar, dejaba al niño Jesús en el taller de José durante
algunas horas; en que José, encantado, le veía divertirse,
entre el serrín, con las virutas y trozos de madera caídos
del banco de carpintero, o en las ensortijadas láminas
surgidas de la garlopa o del cepillo.
Ha pasado
el tiempo en que Jesús frecuentaba la escuela del rabbí y su
voz se mezclaba con la de sus condiscípulos que recitaban en
voz alta los textos de la Ley. El tiempo es ido en que, al
caer la tarde, de vuelta al hogar, José se sentaba cerca de
él y, a la luz de un candil, le hacía estudiar las lecciones
y repetir lo que había aprendido...
Y es que
Jesús ha crecido, Después de ayudar a su madre en las
pequeñas tareas del hogar, ha ido pasando insensiblemente a
depender de José, con quien sus relaciones son cada vez más
directas y frecuentes. Ahora pasa el día en el taller de
José.
Ha empezado
por ver cómo trabajo su padre y ayudarle en pequeñas tareas:
" ¿Quieres alcanzarme el martillo?" "¿No te importaría coger
el serrín y llevárselo a tu madre?"... Una antigua estampa
representa a José cepillando en el banquillo a la caída de
la tarde, mientras Jesús, a su lado, sostiene un candil para
alumbrarle.
Por fin
llega el día en que José le permite utilizar sus
herramientas. Su ancha mano cubre la del joven aprendiz para
guiarlo con habilidad y precaución. Y bajo su dirección, el
que había creado como en un juego el Universo esplendoroso,
aprende a cortar planchas de madera, a ensamblar las piezas,
a pulir los objetos... Quien más tarde dirá: tomad sobre
vosotros mi yugo (Mt 11, 28), sabía por experiencia cómo se
fabricaban.
Jesús no
hace nada sin preguntar a José. Ningún aprendiz se ha
mostrado nunca tan atento a los consejos ni tan dócil a
ellos. No hay por qué pensar que las primeras piezas salidas
de sus manos fuesen perfectas, pues era conveniente que la
Perfección, increada y creadora, al encarnarse, aprendiese
en la escuela de una criatura. Sin embargo, no tardó en ser
iniciado en todas las habilidades del oficio. Sus brazos
jóvenes y vigorosos realizaron con seguridad y suavidad los
más complicados trabajos. Supo dar, a pequeños hachazos, la
forma de yugo a un trozo de madera o igualar un nudo. Supo
manejar fácilmente el cincel y el mazo, sacar hábilmente el
hilo del cáñamo que hace girar el berbiquí.
Pronto,
cuando preguntara a José cómo hacer tal o cual cosa, éste le
respondería: "Hazlo como te parezca... Lo harás mejor que
yo". En adelante trabajarán desde el alba al ocaso codo a
codo, haciendo los mismos trabajos. Al despuntar el día, ya
están en el taller. Abren de par en par la puerta para que
entre la luz del sol; reina allí un penetrante y saludable
olor a madera y a resina. El banquillo ocupa el centro, las
herramientas están colgadas de las paredes. En espera de que
María venga a recogerlos, el serrín y las virutas barridas
el día antes forman un montón en una esquina. Empiezan por
ponerse un delantal de cuero, ya que, en el trabajo, no
llevan esa pesada y embarazosa túnica, cubierta de dorados,
con que los representan las imágenes de las iglesias.
Reemprenden su tarea donde la dejaron la víspera o inician
una nueva.
Su taller
de carpintería no se distingue de los demás. No hay
corriente eléctrica que accionen las herramientas; sólo la
fuerza de sus brazos. Un carpintero actual que visitara —si
fuera posible— el taller de Nazaret, se asombraría de los
toscos útiles de trabajo que vería allí.
Sus manos
son duras y callosas. A veces se hieren con los instrumentos
cortantes. Claudel habla de «un dedo de José que a menudo
estaba envuelto en un trapo, como suele ocurrir con los que
trabajan la madera». Sí así era, María sería la encargada de
curárselo.
Trabajan
sin pausa, envueltos en el chirrido monótono de la sierra y
el golpear constante del martillo. La cuchilla del cepillo
rechina y las virutas vuelan por los aires. De vez en cuando
tienen que secarse con la manga remangada el sudor que perla
su frente.
Inclinados
sobre el caballete, ensamblan a mazazos los diversos
elementos de un arado. Procuran también trazar una línea
recta sobre la plancha de madera que van a partir en dos,
hacer un marco de ventana y una celosía que encajen
perfectamente, ya que es para la sinagoga y tiene que
aumentar la sensación de recogimiento...
Casi
siempre trabajan en silencio. De vez en cuando, entonan un
salmo cuyos versículos alternan, como un oficio recitado a
coro. Pero no hay que pensar que su taller fuera de una
especie de celda monástica. Está abierto a todo el mundo. El
mismo Claudel ha dicho que su «tienda debía ser muy visitada
por los niños, como lo suelen ser todas las carpinterías».
¿Cómo pensar que le molestaran a quien más tarde diría dejad
que los niños se acerquen a mí?...
Los
viandantes y los vecinos entran también con frecuencia. Sus
lenguas volubles se entregan a interminables lamentaciones
sobre los tiempos que corren, e informan a los dos artesanos
—ajenos a esas cotillerías— de "lo que se dice" en el pueblo
o en los pueblos vecinos, así como de los rumores políticos.
Jesús y José escucharían todo sin interrumpir su tarea y sin
perder la serenidad. El padre dejaría hablar al hijo, ya que
había en sus palabras una profundidad inaudita que asombrada
a los visitantes y les dejaba desconcertados. Sin dejar de
mostrarse fiel y respetuoso observador de la Ley, tenía una
manera de pensar que rompía todos los esquemas hasta
entonces admitidos.
En cuanto a
los clientes, aunque siempre quedaban satisfechos del
trabajo de los dos artesanos, solían discutir el precio,
regatear incansables y retrasar el pago. Entonces José,
recordando que tenía que ganar el pan con el sudor de su
frente y velar por su familia, se mantenía firme. "El precio
que le pido es justo. ¡Hay que amar la justicia!".
Cuando los
clientes se llevaban los yugos, los arados o los toneles, ni
siquiera sospechaban que habían, sido hechos por las mismas
manos que forjaron la bóveda de los cielos. ¿Qué no daríamos
nosotros por poseer uno de esos arados fabricados por Jesús?
Pero tenemos algo mejor: el madero de la Cruz en que llevó a
cabo su tarea suprema, hacia la cual se ordenaban todas las
demás.
Ya se ha
puesto el sol y ambos siguen trabajando. Retrasan la hora de
regresar a casa porque tienen un trabajo urgente que
hacer... Cuando eso ocurre, la silueta de María aparece en
el umbral. Se admira de los bellos muebles de cedro o de
sicómoro que salen de sus manos, pero, al mismo tiempo, les
recuerda que es hora de cenar y que la sopa caliente aguarda
en la mesa. Ellos, entonces, se excusan por la demora. "Es
que ese arado tiene que estar para mañana..." Y regresan a
casa fatigados, pero contentos de estar juntos. Tantas horas
de trabajo han hinchado sus manos y su espalda se curva de
estar inclinados sobre el banco.
No siempre
trabajan en el taller. A veces van al bosque para cortar
algunos árboles que compran allí mismo; los talan, los
trocean y los llevan a un cobertizo para almacenarlos.0
Otras, trabajan a domicilio. Salen, muy temprano en
dirección a una granja para reparar un techo, montar una
prensa, hacer un armazón o colocar una puerta. Marchan
juntos, en silencio, con el saco de las herramientas al
hombro y un cesto. de provisiones preparado por María en la
mano.
Probablemente, dispondrían de un asno, ya que en Oriente
sólo los mendigos carecen de tan humilde montura. En él
cargarían todo lo que por su peso o su volumen no pudieran
llevar a la espalda. También tendrían un trocito de tierra.
En un antiguo documento egipcio se habla de un tal Pavetis,
carpintero, que alquilaba una tierra cultivable, lo que hoy
se llama "huerto del obrero". Cuando Jesús hable más tarde
de siembras y cosechas, de terrenos fértiles o pedregosos,
del trigo que crece, de la cizaña, de la higuera estéril, de
precios en el mercado, del grano que brota por sí solo, de
la gallina y los polluelos, de los obreros de la viña, del
surco que abre el arado, de los lirios del campo, de la
plantación inútil, se expresará con conocimiento de causa,
hablándonos de cosas que ha visto y ha palpado con sus manos
trabajando en el huerto familiar cultivado por él mismo.
Es posible
también que cuando no tuvieran trabajo en el taller, Jesús y
José fueran a buscarlo a los almacenes de Tariquea, en la
ribera sur del lago de Genesaret, la más próxima a Nazaret.
Allí, los martillos siempre sonaban, clavando las cajas y
calafateando los barriles llenos de peces en salmuera.
Lo que
parece indudable es que, lejos de limitarse a su oficio,
practicaban ampliamente otros. Hacemos nuestras las
reflexiones del Padre Bernard, autor de El Misterio de Jesús
: «Los artesanos de los pueblos y ciudades pequeñas están
muy ligados a los campesinos. Generalmente, no se sienten
tan sujetos a su oficio ni especializados en su arte como
para no prestar de buen grado ayuda a los agricultores,
sobre todo en los momentos de más trabajo: en la siega, en
la vendimia, en el vareo de los olivos. Jesús no podía
mantenerse distante de aquellos a quienes venia a salvar.
Quien un día contaría la parábola del buen samaritano y,
antes de morir, diría que nos daba un mandamiento nuevo, que
os améis los unos a los otros como yo os he amado, no podía
por menos de darnos ejemplo...».
Capitulo 24
TAMBIÉN
JESÚS EDUCA A JOSÉ
“Y Jesús
crecía en sabiduría, en edad y en gracia” (Lc 2, 52)
Debemos
representamos el taller de Nazaret como prolongación de
Belén y preparación del Calvario. Se trata del mismo
misterio de enseñanza, o, más bien, de enseñanzas que se
complementan. En Belén aprendemos la necesidad del
desprendimiento y la renuncia, en Nazaret la dignidad del
trabajo, su valor santificador y redentor.
Es de
lamentar que se repita a menudo, con inexactitud, que Dios,
al venir a este mundo, se hizo obrero manual para escoger lo
que hay de más bajo y despreciable. En realidad es todo lo
contrario, ya que vino a enseñarnos todo lo que tiene de
grande el uso de las fuerzas que nos ha dado; a decimos que
el cumplimiento de cualquier tarea, por oscura que sea, es a
sus ojos algo tan sagrado que no consideró indigno de su
divinidad aplicarse él mismo a ella.
Jesús y
José forman parte así de la llamada clase obrera, cuyo
trabajo han santificado.
Externamente, nada distinguía su taller del de los demás,
pero el amor que animaba a los dos artesanos resaltaba y
sublimaba su labor, Cada uno de los movimientos de sus
manos, afanadas de la mañana a la noche, es como una
liturgia, como la ofrenda y la consagración de iodo su ser
al Dios Creador.
¿Por qué
escogió Jesús ser un obrero de la madera? Sin duda porque
ésta es uno de los elementos más necesarios y más extendidos
por la tierra: debía servirse de ella para realizar nuestra
Redención, como la Iglesia debía servirse, siguiendo sus
enseñanzas, de la piedra para los altares, del agua para el
bautismo, del pan y el vino para la Eucaristía, del aceite
para otros sacramentos.
Por la
madera del árbol maldito del Paraíso terrestre, vino nuestra
perdición; era preciso, pues, que se convirtiese en
instrumento de salvación. Un pesebre de madera acogió al
Mesías en Belén; un día, sobre el Gólgota, se alzará una
Cruz de madera sobre la cual se extenderá, clavado con
clavos, en un abrazo sangriento y mortal. En el intervalo,
durante su vida oculta en Nazaret, pasa los años trabajando
la madera y puliéndola con amor. Cuando pasa su mano por una
viga de roble, de cedro o de olivo para palpar los nudos y
las vetas, su gesto semeja una caricia a esa materia que va
a permitirle salvar el mundo.Isaías había profetizado:
Un niño nos
ha nacido,
un hijo se
nos ha dado;
lleva sobre
sus hombros el imperio.
Este
imperio que pesa sobre sus hombros son, por el momento, las
vigas de madera que lleva cuando trabaja. Todos los días,
objetos de madera confeccionados por él salen de su taller.
Porque pronto su voz va a proclamar que él es el pan vivo
descendido del Cielo y el que come de mi carne y bebe de mi
sangre tiene vida eterna, el trigo y la vid gozarán de una
honra suprema en la futura Iglesia. Pero no hay que olvidar
que serán necesarios arados para que se abran los surcos y
surjan de la gleba las espigas doradas y maduren las uvas
bermejas. El tiempo de la siembra se acerca, pero hay que
preparar los aperos que servirán para la siega...
Y los dos
artesanos se afanan serenamente en su taller. Suelen
permanecer en silencio, porque no tienen necesidad de
palabras para hacerse comprender y sentir su corazón y su
alma en armonía. Jesús admira a quien honra corno padre;
detiene su mirada complacido sobre este hombre justo que
trabaja junto a él y que es la ' más hermosa expresión de
esa santidad que viene a traer al mundo. Le ve prudente,
paciente, buen consejero, previsor, entregado; su alma es
impermeable al orgullo y su corazón caritativo le empuja a
darse constantemente a los demás. Interiormente repite lo
que se dijo en los días de la Creación: Y vio Dios que era
bueno... Jesús ve que José es una obra maestra, y da gracias
a su Padre celestial por la grandeza moral y religiosa que
se esconde en este justo, totalmente adaptado a la función
que le ha sido encomendada y cuya alma es tan dócil y
abierta a la gracia.
En el
taller, Jesús es el aprendiz y José es el patrón, pero a
menudo el patrón contempla a su aprendiz para aprender.
Viéndole inclinado sobre el banquillo evoca las palabras
del Ángel en la Anunciación, que María le ha repetido tantas
veces: Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor
Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la
casa de Jacob por los siglos de los siglos. Y su reino no
tendrá fin. Quizá les desconcierta que el "Hijo del
Altísimo" se conforme con la oscura tarea de un artesano
pueblerino. Sin darse cuenta claramente de su misión entre
los hombres, adivina que lo que hace Jesús está relacionado
con el nombre que él mismo, por mandato de Dios, le ha
puesto: Jesús, es decir, Salvador, que coincide con lo que
los Profetas, especialmente Isaías y Zacarías (Is 42, 2-4;
Zac 9, 9), anunciaron del Mesías: la dulzura, la humildad,
la mansedumbre de este elegido de Yahvé que no gritará, no
alzará la voz en las calles, no romperá la caña cascada ni
apagará la mecha que todavía humea.
José no le
comunica su asombro ante su tardanza en darse a conocer al
mundo, ante el paso del tiempo sin que en apariencia aporte
nada a la salvación anunciada. Sabe que todo lo que ve debe
tener un sentido, y se entrega a la voluntad de Dios.
María
vivirá más tiempo que él cerca de Jesús, pues morirá
probablemente —lo veremos— antes de su manifestación al
pueblo. Pero, mientras espera, es él el más favorecido, pues
están juntos todo el día. A su lado trabaja, come, duerme...
Con él reza.
Como el
árbol plantado al borde de las aguas, del que hablan los
Salmos, que conserva sus hojas siempre verdes y da frutos
abundantes, así José, viviendo siempre cerca de la fuente de
todas las gracias y de toda vida, vio su fe fortalecida, su
amor enriquecido. El Evangelio se le manifestaba de manera
concreta, familiar, continua.
Incluso
antes de nacer Jesús, el amor que le tenía se había visto
fecundado por las lágrimas y la angustia. Más tarde se
desarrollaría con los cuidados que le prodigaba, con los
temores y las privaciones que tuvo que sufrir por su causa,
con la protección que le dio en el exilio. Al salir Jesús de
la infancia y no tener necesidad de la misma solicitud,
convertido ya en un compañero de su vida, José se aplicaría
a conformar totalmente su voluntad con la de él. Nutre su
vida espiritual con lo que ve y oye, cuyo recuerdo conserva
fielmente en su memoria.
No vive más
que para Jesús. El es el objeto de sus aspiraciones y de sus
deseos. Está a su lado. Eso le basta. Realiza el programa
que más tarde San Pablo propondrá a los filipenses: Mihi
vivere Christus est. Mi vida se resume en una palabra:
Cristo. Y en la medida en que Jesús se le manifiesta, su
obediencia a Dios se hace más sólida; su alimento, como el
de Jesús, es hacer la voluntad del Padre.
Capitulo 25
LA
"TRINIDAD" DE NAZARET
“Y los tres
sólo son uno” (1 Jn 5, 7, Vg)
Nazaret no
era en absoluto una ciudad famosa. Era más bien un pueblo
insignificante; antiguo, sin duda, pero sin historia. Un
proverbio de la época ridiculizaba su pequeñez. Está
distribuido en anfiteatro en la ladera de una colina,
rodeado de trigales, de huertos y de viñas y un tanto
apartado de las vías de comunicación que discurrían a sus
pies, como desdeñándolo.
La
etimología más probable de Nazaret es En-Nazira, que quiere
decir guardián, pero una tradición que parece tener su
origen en San Jerónimo dice que significa "ciudad de las
flores". Ciertamente, el espectáculo que ofrece en
primavera, le hace merecedor de este nombre.
Sus calles
eran más bien callejuelas que trepaban estrechas y sinuosas.
Muchas de sus casas se adosaban a la ladera, como todavía
algunas hoy.
En una de
esas casas vivía la Sagrada Familia, que no se distinguiría
en nada de las demás. La fachada sería de mampostería, pero
la mayor parte del resto —no más de dos o tres piezas—
estaría horadada en la roca calcárea. La habitación más
grande, a la que daría acceso la puerta de entrada, serviría
de comedor y cuarto de estar. En el interior, habría alguna
más. La zona de la casa construida de mampostería estaría
cubierta por una terraza, a la que se subiría por una
escalera exterior.
Nada de
lujo ni de confort. Sobre el suelo, de tierra batida, unas
alfombras de esparto. El mobiliario, semejante al de las
gentes de su clase: unas camas, unos arcones para la ropa,
los utensilios de cocina, un ánfora, una rueda de molino,
algunos tapices y cojines para los visitantes...
En esta
humilde morada no hay —escribe Claudel— más que «tres
personas que se aman y van a cambiar la faz del mundo». Son
sólo tres, pero el mutuo amor que las anima, nunca
desmentido, cada vez más íntimo, más tierno y más fuerte,
las une en una unidad maravillosa que nos hace pensar en la
Trinidad eterna, de la que diría San Juan: Et hi tres unum
sunt, y los tres sólo son uno. El amor une sus almas en una
sola y su corazón en un solo corazón. Su comunión es
constante.
Los tres
tienen distinta dignidad, pero el orden querido por Dios es
perfectamente observado. José se somete a la voluntad
divina, María está subordinada a José y Jesús obedece a
ambos. La precedencia, pues, es inversa a su excelencia. El
último de los tres en dignidad y grandeza es el primero en
autoridad. Se trata de un orden conforme a la ley evangélica
que quiere que los primeros sean los últimos y los últimos
los primeros... Una lección de Dios que nos dice que el
poder es más un servicio que un privilegio.
José
representa la autoridad divina. Se sabe muy por debajo de su
hijo y de su esposa, y pensando en la distancia que le
separa de Dios y de la más pura de las criaturas, su
espíritu zozobra. Con todo, cuando llega la hora de ejercer
su autoridad, no se inquieta ni vacila.
Con la
misma espontaneidad, Jesús y María vuelven sus ojos hacia él
como hacia el que ha sido designado por Dios para
comunicarles sus consignas, y, lejos de sentirse frustrados
al obrar así, comprenden que es para ellos el único medio de
compenetrarse más y más con la voluntad de Dios.
Pero aunque
mandan sobre Jesús y éste' les obedece, María y José 1e
consideran su Maestro y su modelo. Hay en él tal santidad,
que sienten un impulso irresistible de imitarle. Es el
espejo de su ideal y tratan de grabar en ellos el sello de
su perfección, como él mismo dirá más tarde que es la marca,
la señal del Padre.
Los tres
llevan una vida oculta. A ojos de sus compatriotas, no son
más que unos israelitas piadosos, fervientes, fieles,
observantes de la Ley. Su conducta es edificante, pero sus
prácticas religiosas, aunque llaman la atención, no tienen
nada de espectacular, de insólito, de especial. Nada hace
transparentar las riquezas que desbordan sus almas. Nada dan
a conocer del secreto divino, hasta tal punto que los
parientes próximos de Jesús no sabrán descubrir en él al
Verbo hecho carne.
Viven
discretamente, sin tratar de prevalecerse de sus privilegios
y de sus títulos. En apariencia, su vida es tan ordinaria,
tan sin historia, tan sin brillo, que el Evangelio nada
tiene que decirnos de ella. Se diría que se trata de una
especie de acuerdo tácito el que los evangelistas silencien
la vida que llevaba la Sagrada Familia en Nazaret.
Uno está
tentado de lamentarse: "Señor, ¿no has dicho que no conviene
poner la luz bajo el celemín? ¿Por qué tardaste tanto en
manifestarte? Y si querías ocultarte Tú, ¿por qué no
permitiste que el mundo conociera la santidad de quien
elegiste como padre, y de tu madre?".
La hora de
la revelación llegará un día. Mientras tanto, antes de
predicar, hay que dar ejemplo. Antes de enseñar a los demás
a guardar silencio, a desaparecer, a ser abnegados,
humildes, es preciso que Jesús y los que sigan su camino
comiencen por ofrecer a los hombres el espectáculo de todas
esas virtudes. Es preciso que el mundo sepa que lo más
provechoso, lo más útil, lo más evangélico, es lo que no
tiene oropel, lo que se consume en el cumplimiento
silencioso del deber cotidiano.
El ritmo de
las jornadas de los tres miembros de la Sagrada Familia es,
pues, el mismo de las demás familias de Nazaret. El Libro de
la Sabiduría, al describir a la "mujer fuerte", dice que se
levanta antes de que amanezca para preparar la comida de los
suyos. Así obraría María. Presentaría a Jesús y a José sus
asientos, les serviría la comida, se preocuparía por su
trabajo. Y José, en la mesa, bendeciría los alimentos y,
según la costumbre, sería el primero en partir el pan y
beber el vino. Luego, mientras María pone orden en la casa,
barre, da de comer a las gallinas, va a la fuente y al
mercado, amasa el pan, enciende el horno y hace un bizcocho,
los dos carpinteros trabajan en el taller. Cuando vuelvan a
mediodía, todo estará a punto.
Por la
tarde, María les esperaría sentada a la puerta y saldría a
su encuentro al verles venir. Les mostraría su alegría y
contemplaría con amor su rostro cubierto de polvo y sudor.
Tomaría entre las suyas sus manos callosas, fatigadas para
ella. En cuanto a ellos, le entregarían las ganancias del
día. Escasas, sin duda, pues por concienzudo e intenso que
fuera su trabajo, la clientela abusaría de su escrupulosa
honestidad. Pero María sonríe y les dice que es más que
suficiente; incluso les sugiere dar una parte a alguna
familia del pueblo que pasa necesidad.
Las horas
que siguen, a la caída de la tarde, son para ellos de
descanso y de intimidad familiar. Todos y cada, uno se
sienten felices de estar juntos y elevan al Señor sus
alabanzas y acciones de gracias.
Son
momentos de conversaciones piadosas, de efusiones ávidamente
esperadas, en los que Jesús, antes de enseñar la buena nueva
del Evangelio, ofrece las primicias a los que humanamente es
tributario.
Y cuando
llegara el momento de irse a dormir, María y José se
preguntarían, como más tarde los discípulos de Emaús: ¿No
arde acaso nuestro corazón cuando nos habla y nos explica
las Escrituras?...
Capitulo 26
LOS ÚLTIMOS
AÑOS
“En cuanto
a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer” (Gn
49, 22)
Cuando el
patriarca Jacob sintió que iba a morir, hizo llamar a sus
hijos. Antes de bendecirlos, les anuncié proféticamente el
destino que entreveía para cada uno de ellos. Al llegarle el
turno a José, su preferido, el entusiasmo se apoderó de él
y, evocando el prodigioso ascenso de quien se había
convertido en primer ministro del Faraón, exclamó: En cuanto
a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer...
Estas
palabras de Jacob moribundo, las aplica la Iglesia a otro
José, hijo de otro Jacob, el humilde carpintero de Nazaret.
El crecimiento a que se refiere es el progreso continuo de
su culto, el de la misión que se le encomienda respecto a la
Iglesia y también al desarrollo constante de su vida
espiritual.
Antes de
verse elevado a la dignidad de esposo de María, ya se le dio
el título de "justo", pero su "justicia" se vio enormemente
acrecentada en la atmósfera del hogar de Nazaret.
Cuanto más
cerca se está, física y moralmente, de la fuente de la
santidad, más abundantemente se recibe la gracia. Pues bien,
José tenía constantemente ante su vista el espectáculo de la
perfección inmaculada de María y de la santidad increada del
Dios hecho Hombre. ¿Cómo el contacto de las virtudes que
ambos tenían en grado eminente no se las iba a contagiar?
El
Evangelio nos dice que, al acercarse María, Juan el
Bautista, todavía en el seno de su madre, quedó santificado.
José, que vivía bajo el resplandor inmediato del "sol de
justicia" y de la que, habiéndole engendrado, había recibido
la misión de traerle al mundo, tuvo que verse inundado de
efluvios santificantes.
Cuando
Jesús niño echaba sus bracitos al cuello de José, para
acariciarle, no cabe duda que esta manifestaci6n afectuosa
se vela acompañada de una compenetración más estrecha con su
divinidad. Luego, a, medida que Jesús fue creciendo en
compañía de José, éste recibiría una efusión cada vez más
abundante de luces y de amor. Su vida se desarrollaba en el
silencio y la oscuridad, pero esa oscuridad silenciosa
escondía una asombrosa disponibilidad. A fuerza de plegarse
a las exigencias divinas y de responder a las llamadas de la
gracia con una generosidad sin reservas, había pasado a
formar parte, de una manera excelente, de ese grupo de almas
de buena voluntad a las que los ángeles de Belén habían
anunciado la paz.
Mientras
que para muchos hombres su preocupación más absorbente, su
único ideal, es procurar aparentar, brillar, pavonearse,
José sólo tenía una ambición: tomar conciencia, de manera
cada vez más viva, de su papel y de su misión, para
ejercerla en plena comunión con el Padre celestial.
Procuraba esclarecer el presente a la luz del pasado y le
gustaba rememorar todo lo que había visto y oído, recordar
cómo Dios le había conducid¿ por un camino de gozos y
dolores.
Los
cristianos que contemplan el misterio de José, descubren en
su vida, lo mismo que en la de María, siete dolores y siete
gozos. Y como nuestras consideraciones se acercan a su
término, vamos a desgranar,, en retrospectiva, el rosario de
las alegrías y de las penas con que Dios fue puliendo su
alma.
La primera
e indecible angustia le asaltó cuando advirtió en su
prometida señales de una próxima mat2rnidad. Su corazón se
rompía pensando en que tendría que separarse de ella. Pero
cuando el ángel le tranquilizó, diciéndole que la criatura
que llevaba en su vientre era obra del Espíritu Santo, la
espantosa pesadilla se transformó en un canto de alabanza y
en un respeto y un cariño redoblados.
Su corazón
se vio traspasado por segunda vez cuando, en el momento en
que iba a nacer Jesús, todas las puertas de Belén se
cerraron ante él y tuvo que refugiarse en un miserable
establo. Nada tenía para acoger dignamente al Niño-Dios.
Pero, qué alegría cuando pudo recibir al recién nacido de
manos de María, apretarle contra su corazón, arrodillarse a
sus pies para adorarle y ver cómo acudían, enviados por Dios
para rendirle homenaje, los pastores y los Magos.
Un tercer
golpe lo recibió el día en que su oficio paternal le obligó
a marcar la carne del niño con la circuncisión, vertiendo
así sus primeras gotas de sangre. Pero en ese mismo instante
se sintió feliz de imponerle, pronunciándolo el primero, el
nombre de Jesús, que los siglos futuros pronunciarían con
tanto amor. Iluminado sobre el significado de ese nombre,
entreveía ya la obra de salvación realizada por el
sacrificio de este niño, cuya carne acababa de cortar.
El cuarto
dolor se lo causó el anciano Simeón cuando, descorriendo el
velo del porvenir, había anunciado que Jesús sería para los
hombres un signo de contradicción y que su Madre vería un
día traspasado su corazón. Pero, al mismo tiempo, una nueva
profecía había venido a consolar inmensamente su alma. Jesús
iba a ser la luz de las naciones y la gloria de Israel.
La
predicción de Simeón no tardaría en realizarse con ocasión
de la huída a Egipto. Sería su quinto dolor. Tuvo que
exiliarse precipitadamente, para sustraer a Jesús de la ira
de Herodes. Pero tuvo también el gozo de gastarse y agotarse
en servicio de Jesús y de María, realizando junto a ellos la
función que Dios le había confiado. Su exilio sería un
desierto florecido.
A su
regreso de Egipto, nada más poner pie en el suelo palestino,
se estremeció de nuevo al saber que la ferocidad de Herodes
se prolongaba en su hijo Arquelao, que reinaba en Judea.
Pero, sin tardar, Dios hizo brillar sobre esta nueva
angustia una luz consoladora que le inspiró buscar refugio
en Nazaret, ese querido pueblo donde el ángel de la
Anunciación había traído su embajada a María. Allí, con
Jesús y ella, reemprendería la vida familiar en dulce
intimidad.
Finalmente,
el séptimo dolor alcanzó a José en pleno corazón el día en
que perdió a Jesús en Jerusalén y, con indecible aflicción,
lo estuvo buscando durante tres días, imaginándose los
mayores peligros y desgracias. Pero, ¡qué alegría cuando lo
encontró! Su amor se vio enriquecido tras el temor que había
experimentado de verse separado de él para siempre.
Así pues
—pensaba José—, las pruebas no me han faltado, pero Dios me
ha compensado con enormes alegrías. Se repetía las palabras
que Tobías había escuchado (XII, 13): Porque eras amable a
Dios, la tentación tenía que probarte. Lejos de protestar,
había encontrado en sus dolores crucificantes la ocasión de
acrecentar sus virtudes y enriquecer su ,amorosa fidelidad.
En cuanto a
sus alegrías, decía a Dios que no merecía tantas, que le
había tratado con demasiada magnificencia y que su vida era
corta para darle gracias. Que, por lo demás, era el servidor
de sus designios y que si El estimaba que su tarea había
terminado, aceptaba abandonar la tierra con la misma
sumisión...
Capitulo 27
LA MUERTE
DEL BUEN SERVIDOR
“Ahora,
Señor, puedes dejar partir en paz a tu siervo, pues mis ojos
han visto tu salvación que has preparado a la faz de todos
los pueblos” (Lc 2, 29)
Se habla
tan poco de José en el Evangelio que ni siquiera refiere su
muerte, como tampoco cuenta su nacimiento. Sólo se hace
mención de él en tanto en cuanto su vida esclarece la de
Jesús, es decir, desde el día en que se compromete con María
hasta el momento en que su hijo adoptivo, convertido en
adulto, ya no tiene necesidad de él.
Por eso, si
se quiere hablar de la muerte de José, es preciso suplir al
Evangelio y buscar en su silencio indicaciones que la
meditación incesante de los siglos cristianos ha
transformado en resplandores de probabilidad.
De hecho,
no conocemos nada de esa muerte, de su tiempo y de sus
circunstancias, aunque todos los autores están de acuerdo en
estimar que José murió antes de la manifestación de Jesús en
su ministerio público. El Evangelio parece sugerírnoslo
cuando el anciano Simeón, el día de la Presentación de Jesús
en el Templo, al desvelar el futuro, anuncia sólo a María
que la traspasará una espada de dolor. ¿No habría asociado a
su esposo, allí presente, si su clarividencia inspirada le
hubiese visto junto a ella en la hora suprema de la prueba
definitiva?... José no aparece en el momento de la Pasión, y
si Jesús, a punto de expirar, confió su Madre a San Juan,
¿no es todo ello una prueba, al menos probable, de que la
muerte le había arrebatado a su fiel apoyo ... ?
Tampoco se
le menciona a lo largo de la vida pública del Señor. Sin
embargo, los galileos llaman a Jesús, el hijo del
carpintero, lo que indica, probablemente, que no había
pasado mucho tiempo desde su muerte, pues que sus paisanos
le recordaban todavía.
Es fácil
sospechar que la presencia de José cuando Jesús comenzó su
predicación habría podido crear malentendidos en los
oyentes, sobre todo al oírle hablar constantemente de su
"Padre".
Se puede
conjeturar, por lo tanto, que José no murió de viejo. Si se
casé, como parece lógico, a una edad en armonía con la de su
esposa, no debía tener más de sesenta años cuando murió. Así
pues, debió debilitarse muy deprisa. Los cuidados atentos y
la delicada dedicación de María sólo lograron retardar su
tránsito. Había consumido sus fuerzas, hasta el límite de lo
posible, en el taller, donde Jesús, desde hacía tiempo,
cargaba con las tareas más duras. Un día, al regresar del
trabajo, él, que nunca se quejaba, se sentiría cansado, con
una fatiga que le mareaba, le hacía tiritar y ponía frío en
su corazón. Se extendería sobre la esterilla y, enseguida,
María y Jesús, alarmados, acudirían a su lado para
prodigarle sus cuidados y tratar de atenuar sus dolores.
José
comprendería que le había llegado la hora de abandonar esta
tierra y, lejos de protestar, él, que toda su vida no había
querido ser más que el servidor de los designios del Señor,
se pondría más que nunca en las manos del Dios.
Acogería la
enfermedad lo mismo que todo lo demás, como enviada por
Dios. Le diría que es Señor de todas las cosas y que le
corresponde señalar la hora de nuestra partida, lo mismo que
la de nuestra llegada. La perspectiva de la muerte se le
aparecía como un medio supremo de aceptar la voluntad del
divino Maestro.
Comprendía
que su tarea había terminado y creía que había hecho todo lo
posible para conducirla a buen término. El Padre Eterno le
había confiado al Verbo encarnado y a su Madre para que los
protegiera y fuese su padre nutricio. No les había
proporcionado, ciertamente, ni el excesivo bienestar ni la
riqueza, pero, con la ayuda de Dios, les había procurado lo
necesario. Desde hacía tiempo, su aprendiz se había
convertido en maestro carpintero, y ya no tenía necesidad de
sus lecciones.
Por otra
parte, presentía que su presencia al lado de Jesús, lejos de
ser necesaria, podía serle embarazosa. El mundo no debía
creer que él era el verdadero padre de ese hombre joven.
Absteniéndose de toda curiosidad, nunca había hecho a su
hijo adoptivo preguntas concernientes a la hora y la forma
en que se manifestaría. Quizá se habría sentido asombrado
alguna vez por la similitud de su vida con la de los demás,
e incluso de que pareciese querer hundirse cada vez más en
la oscuridad de su tenducho, pero sospechaba que eso no
podía ser siempre así y que Jesús no tardaría mucho en
revelarse al mundo como enviado de Dios.
"Sí —se
decía—, es bueno, es oportuno que yo me vaya". Y acordándose
del cántico de despedida de Simeón, repetía los versículos
adaptándolos a su propia misión: "Ahora, Señor, puedes dejar
a tu servidor partir en paz. He guardado el secreto
inefable. No me he quedado con nada. De nada me he
aprovechado. No he discutido nunca tus designios. Mis ojos
no han visto la plena manifestación de la salvación
prometida al mundo. Del Mesías, no he conocido más que las
humillaciones y la oscuridad. Hasta ahora, ha pasado su vida
como yo, cepillando planchas de madera. No ha iniciado su
misión, Él, que es el Salvador de los hombres y la luz del
mundo. Pero eso no es cosa mía. He visto ya bastante como
para cantar el Magnificat, que María me ha enseñado. He
asistido a la siembra y me basta con saber que la cosecha
está cerca. Será mejor que yo no esté cuando llegue ese
momento; los hombres creerán más fácilmente que Jesús no
tiene un padre según la carne".
Estos
pensamientos, que verosímilmente pasarían por su cabeza, no
los expresaría con palabras; estaba tan habituado a callarse
para dejar hablar a Dios que no le parecía necesario
abandonar su silencio. Retengamos, no obstante, estas
palabras que San Francisco de Sales pone en sus labios:
«Niño mío, de la misma manera que tu Padre celestial puso tu
cuerpo en mis manos cuando viniste al mundo, yo, al dejar
este mundo, pongo mi espíritu en las tuyas».
Sin ruido,
sin quejas, sin dejar testamento, se preparó para morir.
Como los sacramentos no habían sido instituidos, no pudo
recibir al viático ni la extremaunción, pero tuvo a su lado
a la fuente de la gracia y a la mediadora de la gracia,
rodeándole con toda su ternura y toda su dedicación.
El Padre
Patrignani, en una obra célebre sobre San José,
contemplándole en su muerte, le interpela así: «Tuviste
continuamente junto a tu lecho a Jesús y María, prestándote
diligentemente los mismos servicios que les habías prodigado
durante toda tu vida. Alternándose, te prestaban todos los
alivios medicinales compatibles con su pobreza. Jesús te
confortaba con palabras de vida eterna, María con cuidados y
atenciones llenas de cariño. ¡Cuántas veces Jesús sostendría
con sus manos tu cabeza desmayada! ¡Cuántas María secaría tu
frente pálida y sudorosa! ¿Cómo no ibas a morir de amor
viéndote, en tu agonía, sostenido por un Dios y consolado
por su Madre?»
La piedad
filial de Jesús le acogió en su agonía. Le diría que la
separación sería corta y que pronto se volverían a ver. Le
hablaría del convite celestial al que iba a ser invitado por
el Padre eterno, cuyo mandatario era en la tierra: "Siervo
bueno y fiel, la jornada de trabajo ha terminado para ti.
Vas a entrar en la casa celestial para recibir tu salario.
Porque tuve hambre y me diste de comer. Tuve sed y me diste
de beber. No tenía morada y me acogiste. Estaba desnudo y me
vestiste...".
Y el que
durante toda su vida, en contraste con la rebelión de
Lucifer, no había tenido otro pensamiento y otra pretensión
que servir, se durmió como un niño en los brazos de Dios.
Su muerte
es modelo acabado de tránsito tranquilo y lleno de
consuelos, ya que entró en el reposo eterno entre los brazos
de Jesús y de María. Por eso, los Soberanos Pontífices,
especialmente Pío IX, León XIII y Benedicto XV, confirmando
lo que la piedad cristiana había intuido desde hacía mucho
tiempo, lo ofrecen a los cristianos como patrón de los
moribundos, alentándolos a invocarle para que les libre del
.peligro de la muerte eterna y su vuelta al Dueño de la vida
sea tranquila y sonriente, como la suya.
Jesús y
María le cerraron los ojos, lavaron su cuerpo y lo
envolvieron en un lienzo salpicado de mirra y áloe. Luego,
vestidos de duelo, la cabeza cubierta con un manto, según la
costumbre, acompañaron hasta el camposanto su cuerpo,
conducido a hombros por un grupo de jóvenes.
Es lógico
pensar que Jesús, que más tarde lloraría ante la tumba de su
amigo Lázaro, vertería también amargas lágrimas en el
entierro de su padre adoptivo. Y los que le vieran llorar,
pronunciarían tal vez las mismas palabras que en Betania:
¡Mirad cómo te amaba!
Los
habitantes de Nazaret se unirían a la comitiva fúnebre.
Parientes, vecinos, clientes, elogiarían a este justo que no
había tenido otra ambición que honrar a Dios y amar a sus
semejantes, a este hombre humilde cuya vida había sido una
condena muda de los hinchados y los orgullosos, este
trabajador silencioso que jamás hizo sombra a nadie, a este
cabeza de familia dulce y pacífico que nunca se mezcló en
querellas políticas, a este descendiente de David que,
reducido a la pobreza, había aceptado sin quejarse la
modestia de su condición.
Y mientras
Jesús y María regresaban a su casa, que les parecería tan
vacía y que durante ocho días —según el rito— permanecería
con las puertas abiertas para recibir a los parientes y a
los amigos que vinieran a consolarles, el alma de José
entraría en el Limbo para anunciar a los justos, que
esperaban allí el momento de entrar en el Paraíso . de Dios,
su próximo rescate: "El Redentor ha bajado a la Tierra,
¡pronto se nos abrirán las puertas de los Cielos! ". Y los
justos se estremecerían de esperanza y de agradecimiento.
Rodearían a José y entonarían un cántico de alabanza que ya
no se interrumpiría en los siglos venideros: "¡Bendito seas
tú, que nos anuncias al Salvador! ¡Bendito sea el Emmanuel,
que has llevado en tus brazos! ¡Bendita sea la Virgen, tu
santísima esposa.
Capitulo 28
EL GLORIOSO
SAN JOSÉ
“Ya que
Dios te ha dado a conocer estas cosas, gobernarás mi casa” (Gn
41, 40)
La Iglesia
no conserva ninguna señal concerniente al lugar en que.
está enterrado San José, ni tampoco venera sus reliquias.
Silencioso durante su vida y silencioso en la muerte, era
lógico que también después se viera despojado de todo
aquello que no es esencial a una verdadera gloria.
Era el
santo por excelencia que había comprendido, en palabras de
Bossuet, «que no hay mayor gloria que ocultarse en
Jesucristo». Buscaba no lo que el mundo aplaude, sino lo que
complace al Señor. Si en ese desaparecer ante la voluntad
divina encontró lo que procura al alma sus mayores alegrías,
tal cosa no fue más que el preludio de las maravillosas
recompensas con que Dios le coronaría. Su glorificación
debía edificarse sobre su abajamiento. Porque no había
buscado aparentar, fue soberanamente exaltado. Porque amó la
oscuridad, Dios, según su promesa, le rodeó de luz y le
propuso a la admiración de todo el Universo. Pero, al mismo
tiempo, quiso dejar a los hombres la tarea de descubrir su
grandeza y adquirir una conciencia cada vez más luminosa de
ella, como para verificar la profecía pronunciada por Jacob
sobre el otro José del Antiguo Testamento: Joseph acrescens,
José está destinado a subir.
María, sin
duda, hablaría a San Juan y a los demás Apóstoles de su
querido esposo, que la había rodeado de tanto cariño, y
dedicación, y que ella había amado con toda su ternura
virginal. Podría decirse que los primeros panegíricos de San
José fueron pronunciados por ella.
Sin
embargo, hay que reconocer que su culto era casi inexistente
en la primitiva Iglesia. Al menos, no han quedado huellas de
esa devoción. Un velo cubre su nombre y su recuerdo durante
los primeros siglos cristianos. Se diría que quien durante
toda su vida se complació en el silencio deseaba continuar
siendo desconocido, una vez en el seno de la bienaventuranza
celestial.,
Esta
aparente desatención de los primeros cristianos tiene una
explicación muy sencilla. Mientras la Iglesia estuvo en
período de formación y de combate, importaba, más que
promover el culto debido al esposo de María, procurar que la
virginidad de la Madre de Cristo fuese reconocida y honrada
para que la divinidad de Nuestro Señor quedase firmemente
establecida. Favoreciendo la devoción a San José, la Iglesia
corría el riesgo de que alguien se equivocase y pensara que
esos honores se le tributaban como padre de Jesús según la
carne.
En efecto:
mientras se puede constatar que los primeros cristianos
profesaban devoción hacia otros santos, especialmente hacia
Juan Bautista, los Apóstoles y los primeros mártires,
parecen olvidar a San José. No es que no se le mencione en
las homilías o que los grandes Doctores oculten sus
prerrogativas como padre nutrido de Jesús. En algunos de
ellos, como Orígenes, San Gregorio Nacianceno, San Juan
Crisóstomo y, sobre todo, San Agustín, encontramos ya el
germen de lo que la mística y la teología desarrollarán más
tarde. No se trata de la oscuridad absoluta, pero los
elogios que se hacen de él no incluyen un culto de
invocación.
Ese retraso
contribuyó a rodear de un mayor brillo el pavés de honor
sobre el que se alzaría un día, pues Dios, que le había
tratado en la tierra con tanta deferencia, no podía permitir
que durara siempre el silencio en tomo suyo.
En el siglo
XII, San Bernardo orientó los espíritus y los corazones
hacia el Santo Patriarca, subrayando su incomparable
santidad. No invita todavía a los fieles a rezarle, pero
establece las bases de su culto, proponiendo sus virtudes a
la admiración de los cristianos.
Más tarde
llegaron los grandes heraldos del culto a San José. En el
siglo XIV, el Cardenal Pedro d'Ailly que fue el primero en
componer un tratado de teología sobre él, y su discípulo
Gerson, canciller como su maestro de la Universidad de
París, quien, en diversos tratados de rigurosa doctrina,
enumeró las razones existentes para honrarle. Luego, un
franciscano, San Bernardino de Sena, gran predicador del
siglo XV, Isidoro de Isolanis, dominico del siglo XVI, y la
reformadora del Carmelo, Santa Teresa de Jesús,
contribuyeron con la influencia de sus enseñanzas, de sus
escritos y de su ejemplo, a hacer popular la devoción a San
José.
A partir de
esa época, el culto de los cristianos al Santo Patriarca no
ha cesado de aumentar y de enriquecerse. La Iglesia, por su
parte, ha pagado con generosidad el tributo de homenaje que
tanto tardó en concederle.
En la Carta
apostólica Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío
IX declara: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores,
a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de
los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo
Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con
la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron
ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto
público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a
nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso
que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el
Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el 8 de mayo de
1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto,
en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de
1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda
clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de
1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio
propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre
de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las
letanías de los Santos ».
El mismo
Pío IX, el segundo año de su Pontificado, extendió a la
Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la
fiesta del Patrocinio de San José, que se celebraba ya en
varios lugares por concesión especial de la Santa Sede.
Luego, respondiendo a innumerables súplicas procedentes de
todos los países de la Cristiandad, declaró expresamente a
San José Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre
de 1870. «Así como Dios estableció al Patriarca José, hijo
de Jacob, gobernador de todo Egipto para asegurar al pueblo
el trigo que necesitaba para vivir decía el Papa en el
decreto, así también, cuando se cumplieron los tiempos en
que el Eterno decidió enviar a la tierra a su Hijo único
para rescatar al mundo, escogió otro José, del cual era
figura el primero, estableciéndole señor y príncipe de su
casa y de sus bienes y constituyéndole guardián de sus más
ricos tesoros».
León XIII,
por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de
agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos
especiales por los cuales José había sido designado
protector de la Iglesia.
El
patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón
de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la
intimidad del hogar de Nazaret. Habiendo sido por voluntad
de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el
guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la
Iglesia se encontraba presente en. estado de germen, ¿cómo
actualmente no continuará ejerciendo en el cielo con la
Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento? Le
corresponde, en efecto, velar por este cuerpo de Cristo que
es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús,
protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.
Actualmente, su culto florece en todo el pueblo cristiano.
Pocas iglesias o capillas hay que no tengan un altar o una
imagen suya. Innumerables son las casas religiosas, los
hospitales, las Congregaciones, los colegios bajo su
advocación. Le está consagrado un día a la semana, el
miércoles, y un mes al año, el de marzo. Un número cada vez
mayor de cristianos le rezan con un fervor y una piedad que
lleva a algunos a ofrecerse en holocausto para que le sean
dados en el seno de la Iglesia honores cada vez más grandes.
Y a Roma llegan súplicas para que su nombre sea invocado
después del de María en el Confiteor y se haga mención de él
en el Canon de la Misa.
Sobre el
destino triunfal del humilde José, planean las palabras
proféticas que pronunció el Faraón refiriéndose a su primer
ministro (Gn 41, 37 y ss): Puesto que Dios te ha dado a
conocer todas estas cosas, no hay nadie que sea tan
inteligente y tan sabio como tú. Así pues, gobernarás mi
casa y todo mi pueblo obedecerá tu voz...
Y el
Faraón, quitándose el anillo, lo puso en el dedo de José, y
lo hizo revestir con trajes de fino lino, y le paso en el
cuello un collar de oro. Le hizo montar en el segundo de sus
carros, y gritaban ante él: ¡De rodillas!
Capitulo 29
EL MAYOR DE
LOS SANTOS DESPUÉS DE MARIA
“El Faraón
hizo montar en el segundo de sus carros a José, y gritaban
ante él: ¡De rodillas!” (Gn 41, 43)
Fue una
especie de lugar común entre los teólogos, a partir del
siglo XVI, comparar la grandeza de San José con la de otros
santos para precisar el lugar que le correspondía en la
asamblea de los que Dios ha coronado en el cielo.
En sus
discusiones citaban a menudo el texto precursor de San
Gregorio Nacianceno, quien había escrito: «El Señor ha
reunido en José, como en el sol, toda la luz y el esplendor
que los demás santos tienen juntos».
Es
indudable que cuando Dios predestina un alma a una misión le
otorga todos los dones necesarios para su realización. Ahora
bien, después de la de María, Madre del Verbo encarnado,
¿qué otra función sobrepasa o incluso iguala la de José,
padre adoptivo de Cristo y esposo de su Madre? Comparándola,
pues, a María, se decía justamente que después de Ella
ninguna criatura habla estado tan cerca del Verbo encarnado
y que ninguna, en consecuencia, había poseído en el mismo
grado la gracia santificante.
León XIII,
en su Encíclica Quamquam pluries, se hacía eco de esa misma
opinión: «Ciertamente —dice—, la dignidad de Madre de Dios
es tan alta que nada la puede sobrepasar. Sin embargo, como
existe entre la Bienaventurada Virgen y José un lazo
conyugal, no cabe duda de que éste se aproximó más que nadie
a esa dignidad supereminente que coloca a la Madre de Dios
muy por encima de todas las demás criaturas».
Por haber
llevado en sus brazos a quien es el corazón y el alma misma
de la Iglesia, se le consideraba más grande que San Pedro,
sobre el que Jesús quiso edificar su Iglesia. Y por haber
vivido durante treinta años en la intimidad de Cristo y en
la meditación constante del espectáculo de su vida, se
estimaba su grandeza superior a la de San Pablo, quien, sin
embargo, había recibido la revelación de tan sublimes
misterios. Se le consideraba también más grande que Juan el
Evangelista, que había tenido el privilegio de posar una vez
su cabeza en el pecho del Salvador, mientras que él había
sentido a menudo los latidos de su corazón infantil. Y más
grande que los demás Apóstoles, que propagaron el nombre
adorable de Jesús, pero que José mismo le impuso...
Más difícil
era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a
causa de las palabras de Jesús: En verdad os digo que no ha
habido nadie más grande que él entre los hijos de
mujer.Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al
pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación
con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales
anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le
anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo
así, con el dedo. Puede decirse, por otra parte, que esas
palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan
Evangelista, el profeta más grande del Antiguo Testamento,
con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada
al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia
representa la primera fase; por eso añadió Jesús: Qui minor
est in regno coelorum ,major est illo. Que puede traducirse
así: "Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el
Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más
pequeño de los cristianos".
La doctrina
de la preeminencia de San José sobre todos los demás santos
se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad,
y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en
la Iglesia'. La declaración de León XIII, antes citada, es
particularmente reveladora en este punto.
Otros
problemas concernientes a presuntos privilegios de San José
que se le quieren atribuir como prolongación de los de
María, siguen siendo objeto de discusión entre los teólogos.
Hay que reconocer que sus conclusiones, cuando pretenden ser
afirmativas, reposan sobre bases más débiles.
No se
trata, por supuesto, de considerar a José exento del pecado
original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en
el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue
concedido a algunos santos, como jeremías y San Juan
Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen
María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la
de esos personajes. Tal es la opinión de Gerson, de San
Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos. La
misión de padre adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca
del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes
de nacer. Los teólogos que profesan una opinión contraria
objetan que siendo la santificación desde el seno maternal
un favor excepcional concedido sólo con vistas a una
utilidad común, no le era necesaria a José antes de nacer,
pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió
en prometido de María. Suárez concluye razonablemente que no
se podría abrazar la tesis de la presantificación del esposo
de María —la cual no se apoya en ningún texto de la
Escritura— más que si se pudiera respaldar con razones
válidas y con la autoridad de la mayoría de los Padres de la
Iglesia, lo que no es el caso.
Los
pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la
concupiscencia se hallaba en José no suprimida, pero sí
encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el
punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial.
También en este caso hay que responder que nuestra
admiración y nuestra devoción a José no nos obligan a
suponer este privilegio. Se trata de una tesis indemostrable
que no se apoya en ninguna razón seria. La concesión de un
privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no
puede ser considerada como algo imposible incluso para un
hombre venido a este mundo con la mancha del pecado
original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración
teológica. Todo lo que se puede afirmar es que José,
confirmado con la gracia desde sus esponsales con María,
beneficiándose constantemente de la proximidad de la que
había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido
nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar
constantemente .en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo
elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el
pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible
para una criatura humana.
Algunos
autores, entre ellos Suárez, San Bernardino de Sena, San
Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la
Iglesia, consideran como seguro que José fue uno de los
santos de que nos habla el Evangelio (Mt 27, 52-53) que
abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se
aparecieron a muchos en Jerusalén. Santo Tomás dice a este
respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta, y
San Francisco de Sales llega a decir que «si es cierto —como
debemos creer— que en virtud del Santísimo Sacramento que
recibimos nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio,
no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al cielo en
cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la
gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos». Los
que comparten esta opinión hacen valer como argumento que
Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar
aún más su propia resurrección y dar más brillo a su
triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera
fila a su padre adoptivo; por otra parte, sin la asunción
gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia,
reconstituida en el cielo, habría tenido una nota
discordante en su exaltación gloriosa.
Tales
asertos son sin duda respetables, pero no tenemos ningún
medio de verificarlos. Nada nos impide tenerlos por
probables, como nadie puede obligamos a aceptarlos. La
opinión contraria tiene numerosos partidarios que no admiten
en el cielo actualmente otros cuerpos gloriosos que el de
Nuestro Señor y el de su Santísima Madre.
En cuanto
al título de corredentor, que algunos creen poder
atribuirle, hay que reconocer que procede de intenciones
poco prudentes. José fue corredentor sólo en la medida en
que lo son todos los que voluntariamente unen sus méritos y
sus sufrimientos a los del Salvador, con objeto, como dice
San Pablo, de completar lo que falta a la Pasión de Cristo.
Lo fue, eso sí, en mayor grado, por haber guardado,
protegido y alimentado a la Víctima divina con vistas al
Sacrificio de la Cruz, por haberle ofrecido anticipadamente
al Templo como un bien que le pertenecía y por haber
experimentado, a causa de Jesús, sufrimientos cuyo mérito
satisfactorio aprovecha a toda la humanidad, rescatada por
la sangre de Cristo.
Digamos,
como conclusión, que para expresar la grandeza de José no es
preciso adornarle con títulos sobreañadidos y de orden
excepcional. Basta, pensando en la humildad con que quiso
vivir, evocar las palabras de Jesús (Mc 18, 4): El que se
humille como un nido, ese será el más grande en el reino de
los cielos.
Capitulo 30
MODELO DE
LOS CRISTIANOS
“Recurrimos
a ti en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin
de que sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir
santamente...» (Oración de León XIII a San José)
Nuestros
antepasados, sabiendo quizá mejor que nosotros que Dios no
es extraño a ningún detalle, por pequeño que sea, de nuestro
destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de José',
observando que todas las letras que lo constituyen son
iniciales de virtudes primordiales del Santo: J, de
justicia, 0, de obediencia, S, de silencio, E, de
experiencia, P, de prudencia y H, de humildad'. Tal vez nos
sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca
signos providenciales hasta en las letras de un nombre, pero
hay que reconocer que esas virtudes caracterizaron en efecto
el alma de José, tal como la tradición cristiana las refiere
y enumera.
Todas las
perfecciones evangélicas coexisten en su alma en admirable
equilibrio, bajo el signo de una serenidad que se nos
muestra como emanación de la divina Sabiduría.
La primera
de las virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor
fue la obediencia. Siempre que el Evangelio nos habla de él
es para mostrárnoslo en el ejercicio de la misma: Así pues,
levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado.
“Levantarse", en el vocabulario de la Biblia, expresa la
prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega
a la tarea que acaba de serle asignada.
José se nos
aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente,
como el centurión del Evangelio al que se le dice "Ve", y él
va, "Ven", y él viene, "Haz esto", y lo hace. Los hombres
aún no conocían el Padrenuestro y ya José había pronunciado
su frase central: "Padre, hágase tu voluntad". Había
comprendido que, para los seres creados, la verdadera
sabiduría consiste en vivir de acuerdo con su Creador, a
semejanza del Hijo de Dios, que al venir a este mundo se
ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu
voluntad. Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su
cumplimiento como un niño, es dócil a todas sus llamadas,
rápido en responder a todos los trabajos, a todas las
pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda su vida en
manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus
mandatos. No sabe a dónde le conduce Dios, pero le basta con
saberse conducido por él. jamás desfallece en su misión. No
regatea, no tergiversa, no objeta nada, no pide
explicaciones. No se irrita, no se queja cuando se le trata
aparentemente sin miramientos y sólo se ve iluminado en el
último momento. No retarda el momento de entregarse. Va
hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse
intimidar por nada.
La
obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Solo Dios
podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía
incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su
misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la
grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse
o en reservarse un puesto en el gran misterio de la
Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su
título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y
subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en
el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magnificat
de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que
descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su
liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda
modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se
dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios
y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que
Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo
disminuya.
Pone todo
su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin
agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no
nos transmite una sola palabra suya. En todas las
situaciones singulares en que Dios le pone, permanece
silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no
consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le
manda, y que el silencio es e¡ ambiente propio de una vida
que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con El.
No tenemos
por qué lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su
lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se' sabe
depositario del secreto del Padre eterno y, para mejor.
guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo
en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero
que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus
palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.
Su
desaparecer silencioso no expresa tan sólo su aceptación de
los designios divinos; es también un rendido homenaje a las
magnificencias de Dios, la expresión de su asombro frente a
lo que ha querido hacer de él, un pobre hombre que nada
merece. Se reconoce tan repleto de dones que. sólo el
silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las
palabras le faltan para expresar su anonadamiento ante el
misterio que se desarrolla en su casa. Necesita un
recogimiento cada vez más profundo para meditar todas las
gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.
Hay quien
no ve en José, el silencioso, más que un pobre santo arcaico
que vivió hace dos mil años en un oscuro pueblo y que no
tiene nada que enseñar a los hombres de hoy. La realidad es,
por el contrario, que muestra a nuestra época —la cual no
brilla precisamente por su modestia y su sumisión— las
enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más
verdadera grandeza. Actualmente no se estima más que la
agitación, el ruido, el oropel, el resultado inmediato.
Falta fe en las ventajas y la fecundidad del retiro, del
silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales no
aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos
perdidos para el progreso del mundo. Se rechaza todo lo que
contraría un vulgar aburguesamiento. Todo contribuye, en
nuestros días, a exaltar la independencia de la persona
humana y a reivindicar unos pretendidos derechos. El gran
sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse de
oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener
una situación que obligue a los demás a inclinarse ante
ellos.
José nos
enseña que la única grandeza consiste en servir a Dios y al
prójimo, que la única fecundidad procede de una vida que,
desdeñando el brillo y las hazañas pendencieras, se aplica
a realizar consciente y amorosamente su deber, por humilde
que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y
someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no
servir bastante bien. Servidor por excelencia es aquel que,
olvidándose de sí mismo, no vive más que para .la gloria de
su Señor y organiza toda su existencia en función de esa
gloria; No ' busca una actividad incesante, porque es dentro
de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la
escucha de la voluntad divina, en espera de la menor
indicación para actuar.
El mensaje
de José es una llamada a la primacía de la vida interior, de
la contemplación sobre la acción exterior y la agitación;,
nos habla de la urgencia de la abnegación, fundamento
indispensable' de toda fecundidad.
Nos enseña,
finalmente, que lo esencial no es parecer, sino ser; no es
estar adornado de títulos, sino servir, vivir la vida bajo
el signo del querer divino y la busca de la gloria de Dios.
Sobre la
santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores
ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado esas cosas a los sabios y prudentes y se las has
revelado a los humildes (Mt 11, 25).