San Carlos Borromeo
Arzobispo de Milán y Cardenal
Fiesta: 4 de noviembre
Patrón de: Catequistas, Seminaristas
"Carlos"
significa "hombre prudente"
Ver también:
Sobre el tiempo de adviento -de sus cartas pastorales
Vida de San Carlos
Borromeo
San Carlos Borromeo, un santo que tomó muy en serio las
palabras de Jesús; "Quien ahorra su vida, la pierde, pero
el que gasta su vida por Mí, la ganará".
Era de familia muy rica. Su hermano mayor, a
quien correspondía la mayor parte de la herencia, murió
repentinamente al caer de un caballo. El consideró la muerte de
su hermano como un aviso enviado por el cielo, para estar
preparado porque el día menos pensado llega Dios por medio de la
muerte a pedirnos cuentas. Renunció a sus riquezas y fue
ordenado sacerdote y mas tarde Arzobispo de Milán. Aunque no
faltan las acusaciones de que su elección fue por nepostismo
(era sobrino del Papa), sus enormes frutos de santidad demuestran
que fue una elección del Espíritu Santo.
Como obispo, su diócesis que reunía a los pueblos de
Lombardía, Venecia, Suiza, Piamonte y Liguria. Los atendía a todos. Su escudo llevaba una sola
palabra: "Humilitas", humildad. El, siendo noble y riquísimo, vivía cerca del
pueblo, prívandose de lujos. Fue llamado con razón "padre
de los pobres"
Decía que un obispo demasiado cuidadoso de su salud no
consigue llegar a ser santo y que a todo sacerdote y a todo
apóstol deben sobrarle trabajos para hacer, en vez de tener
tiempo de sobra para perder.
Para con los necesitados era supremamente
comprensivo. Para
con sus colaboradores era muy amigable y atento, pero exigente. Y
para consigo mismo era exigentísimo y severo.
Fue el primer secretario de Estado del Vaticano (en el sentido
moderno).
Fue blanco de un vil atentado, mientras rezaba en
su capilla, pero salió ileso, perdonando generosamente al agresor.
Fundó seminarios para formar sacerdotes bien
preparados, y
redactó para esos institutos unos reglamentos tan sabios, que
muchos obispos los copiaron para organizar según ellos sus
propios seminarios.
Fue amigo de San Pío V, San Francisco de Borja, San Felipe
Neri, San Félix de Cantalicio y San Andrés Avelino y de varios
santos más.
Murió joven y pobre, habiéndo enriquecido enormemente a
muchos con la gracia.
murió diciendo: "Ya voy, Señor, ya voy". En Milán casi nadie durmió esa
noche,
ante la tremenda noticia de que su queridísimo Cardenal arzobispo, estaba
agonizando.
Vida de San Carlos
Borromeo
-Fuente: Vidas de los Santos, de Butler, IV
Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en los días
turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a
cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y
trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y
malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa
los promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente,
más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto
con San Pío V, San Felipe Neri y San Ignacio de Loyola, es una
de las cuatro figuras más grandes de la contrareforma. Era un
noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se
distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita,
pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano
menor de su madre llegó a ceñir la tiara pontificia con el
nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los varones entre los
seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto
al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dió muestras de gran seriedad y
devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio Cesar
Borromeo, le
cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San Felino,
en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia.
Se dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que
las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y no
podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se
emplease en educarle para llegar a ser, un día, digno ministro
de la Iglesia. Despúes de estudiar el latín en Milán, el joven
se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la
dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería
promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía
cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un
poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él
un modelo de los jóvenes universitarios, que tenían la
reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto
sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su
abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba
frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su
posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A
los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo
el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió
la noticia de que su tío el cardenal de Médicism había sido
elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de
Pablo IV.
A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su sobrino
cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de
la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le
retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos
fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la
Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal,
de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del
Carmelo, de los
Caballeros de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos
esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no
había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo
de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san
carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una
actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía
tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír
música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo
promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte
pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron
publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes
Vaticanae. Por entonces, juzgó necesario atenerse a la
costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un
palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir
constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa
a la altura de las circunstancias. Pero en su corazón, estaba
profundamente desprendido de todas esas cosas. Había logrado
mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la
adversidad; San
Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la
abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se
despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había hecho todo
lo posible por preveer al gobierno de la diócesis de Milán y
remediar los desórdenes que había en ella; en este sentido, el
mandato del Papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea. El Venerable Bartolomé de
Martyribus, arzobispo de Braga,
fue por entonces a la ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la
oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a
quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis
lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no
ignorais lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmenso. ¿Qué puedo hacer
yo, joven inexperto? Mi mayor
penitencia es el fervor que Dios me ha dado y, con frecuencia,
pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y
yo existiésemos". El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le
había puesto en las manos para el servicio de la Iglesia, sino
que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su
diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San
Carlos se enteró de que Bartolomé de Martyribus había ido a
Roma precisamente con el objeto de renunciar a su arquidiócesis,
le pidió explicaciones sobre el consejo que le había dado, y el
arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.
Pío IV había anunciado poco después de su elección que
tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento,
suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su
energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a
pesar de que las circunstancias políticas y eclesásticas eran
muy adversas. Los esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el
Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los dos
años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la
misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir
que se reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra
incompleta, pero, con su gran habilidad
y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa,
logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve
reuniones generales y en las numerosísimas reuniones
particulares se aprobaron muchísimo de los decretos dogmáticos
y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se debió a San
Carlos más que a cualquier otro de los personajes que
participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse que él
fue director intelectual y el espíritu rector de la tercera y
última sesión del Concilio de Trento.
En el curso de las reuniones murió el conde Federico
Borromeo, con lo cual, San Carlos quedó como jefe de su noble
familia y su posición se hizo más dificil que nunca. Muchos
supusieron que iba a abandonar el estado clerical para casarse,
pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus
derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en
1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal,
aunque no se le permitió trasladarse a su diócesis. Además de
todos sus cargos, se le confió la supervisión de la
publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de
los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien
encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae
Maecelli. Milán que había estado durante ochenta años sin
obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario
de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar la
diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio
provicional y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el
Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El
pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo
predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he
deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos
sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la
observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la
diciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los
divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos,
sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el Papa escribió a San Carlos
para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento
del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para
asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le
asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San
Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los
oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo
aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le
dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le
despidió con su bendición.
San Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en seguida
empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis.
Su primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que
consideraba el episcopado como un estado de perfección, se
mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre
aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las
fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte
que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las
rentas de que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor
parte de las obras de caridad y se oponía decididamente a la
ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó
que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: "La
mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él
más frío de lo que pueda estar". Francisco Panigarola,
arzobispo de Asti, dijo en la oración fúnebre por San Carlos:
"De sus rentas no empleaba para su propio uso más que lo
absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le
acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio
muy frío, le encontré por la noche estudiando, vestido
únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije que, si no
quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió
al responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día estoy
obligado a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la
única sotana realmente mía y me sirve lo mismo en el verano que
en el invierno' ". Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en
30,000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las
familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre
los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy
numerosas. La generosidad de San
Carlos dejó un recuerdo inperecedero. Por ejemplo, supo ayudar
tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal
Allen solía llamar a San Carlos, fundador de la institución.
Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero. El
mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al año y
tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la
diócesis de Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San
Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen, quien más tarde
llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis,
y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía
el mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una
oración ni administraba ningun sacramento apresuradamente, por
grande que fuese su prisa o por larga que resultase la función.
Su espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los
otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e
infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de
sufrir por ella. Tal fue el espíritu que San Carlos aplicó a la
reforma de su diócesis, empezando por la organización de su
propia casa. Su casa estaba compuesta de cien personas; la mayor
parte eran clérigos, a lo que el santo pagaba generosamente para
evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se
conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las
prácticas religiosas estaban desfiguradas por la supertición y
profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo
administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los
monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de
concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples
instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente las
medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo.
Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de
prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian
para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes
en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar
los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la
Edad Media y por los exesos de los reformadores protestantes.
Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes
exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los
sínodos, sin distinción de personas,
ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados
y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los
más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad
de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un
defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: "Muchas veces me he maravillado de
que, aun sin
poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo
especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el
corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y
apenas se poda oir su voz; sin embargo, sus palabras producían
siempre efecto". San Carlos ordenó que se atendiese
especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No
contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar
públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta,
estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740
escuelas, 3.000 catequistas y
40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó las "escuelas
dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las
introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San
Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de
San Pablo ("barnabitas"), cuyas constituciones él
mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una
congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San
Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se
ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto
en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte
más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman
actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero en todas partes se acogió bien la obra reformadora del
santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una
oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una
dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban
abiertamente una vida poco edificante y se negaban a prestar
oídos a las exortaciones del santo, fueron aprisionados por
orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los
funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta
el Papa y Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil
episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos,
después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que
habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este
conflicto de juridicción favoreció a San Carlos, ya que en la
antigua ley un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero
el gobernador de Milán se negó a aceptar esa decisión. San
Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores
arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la
corrupción del clero era todavía mayor que la de los laicos,
con los resultados que pueden imaginarse. El santo predicó y
catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos
y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las
costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los
protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le
dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los
canónigos de la colegiata de Santa María della Scala (que
pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no
correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a San Pío V,
quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a
tomar contra los canónigos las medidas que juzgase necesarias.
San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las
narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo
había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso
en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las
más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se
había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba
bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán
escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo
por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que
apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia
algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
Antes de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos
corrió un peligro todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía
aún muchos monasterios y tierras, se había sometido a las
medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban
totalmente corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que el Papa
anulase las disposiciones de San Carlos y, al fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para
asesinar a San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado
Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento de matar al
santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta
de los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569,
Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San
Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con
los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y,
precisamente en el momento en que entonaban las palabras,
"Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió", el
asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió
escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos,
pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios.
En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto
cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso.
Después de una solemne procesión de acción de gracias, San
Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para
consagrar nuevamente su vida a Dios.
Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los
Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los
cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de
zwinglianos y restauró la disciplina en los monasterios. La
cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán
atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda
para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses,
dió de comer diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de
salud, los médicos le
ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no
produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al
cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su
antiguo régimen y así, pronto se recuperó. Al poco tiempo,
tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el
nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la
juridicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo
con el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a patrullar
las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las
cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por destituir al
gobernador. Pero
esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la parte más
importante del "cuidado pastoral" que ensalza el oficio
de la fiesta de San Carlos. Su tarea principal consistió en
formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en
que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las
gentes comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo
respondió: "¡Bien se ve que no sabéis lo
que vale la vida de un buen sacerdote!" Ya mencionamos
arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto
éxito tuvieron. Por otra parte, San Carlos reunió cinco
sínodos provinciales y once diocesanos. Era infatigable en la
visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le dijo
que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista
de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: "¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que
hacer?" El santo fundó tres seminarios en la arqudiócesis
de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban
al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las
disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación
sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del
jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán. Acudieron
entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de
los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la
epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad.
San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los enfermos.
Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a
las víctimas, reunió a los superiores de las comunidades
religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como
voluntarios muchos religiosos, a quien San Carlos hospedó en su
propia casa. Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su
cobardía, y consiguió que
volviese a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en
poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba
demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos,
moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El
espectáculo arrancó lágrimas a San Carlos, quien tuvo que
pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de
Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia
acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos
agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y
contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en
vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que
solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral,
durante las precesiones. Se colocó a los enfermos en las casas
vacias de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados;
los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se
erigieron altares en las en las calles para que los enfermos
pudiesen asistir a misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no
se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir,
sino que asistió personalmente a los enfermos, a los moribundos
y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la
peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578.
Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de
hacer intentos para poner en mal a San Carlos con el Papa. Tal
vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas
ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de
quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia, San Carlos
decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de
la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó
entonces fundar sus oblatos.
En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una
docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de
Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era el Beato Rodolfo
Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por la
fe en Londres. Poco después, San Carlos le dio la primera
comunión a Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa
época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar
su salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa
hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos fue enviado a Suiza como
visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo
contra los protestantes, sino también contra un movimiento de
brujas y hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de
practicar la magia y el santo se vio obligado a degradarle y
entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir
pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas
protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a
su comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y
el Avemaría a un ignorante pastorcito. Habiendose enterado de
que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en Vercelli,
fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en
cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó:
"¡Estoy curado!" El santo le dió la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había recobrado
la salud gracias a las oraciones de San Carlos y, después de la
muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.
En el año de 1584, decayó más la salud del
santo. Después
de fundar en Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió
en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro annual,
acompañado por el P. Adorno, S. J. Antes de partir, había
predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida.
En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a
Milán, a donde llegó el día de los
fieles difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el
lecho, pidió los últimos
sacramentos "inmediatamente" y los recibió de manos
del arcipreste de su catedral.
Al principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió
apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras "Ecce
venio". No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La
devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el
cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo
Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de Clemente
VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no
celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.
San Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1ro de
noviembre de 1610.
BIBLIOGRAFIA
Butler, Vida de los Santos, Vol IV
Sálesman, Eliecer, Vidas de Santos, Vol. 4
Sgarbossa, Mario y Luigi Giovannini; Un Santo
Para Cada Día
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