Amar el amor
humano
Discurso al Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el
Matrimonio y la Familia
S.S. Benedicto XVI
Ciudad del vaticano, jueves, 11 mayo 2006
zenit.org
Discurso que pronunció este jueves Benedicto XVI al recibir a los
participantes en el Congreso Internacional promovido por el Instituto
Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia de la
Universidad Pontificia Lateranense sobre el tema «La herencia de Juan
Pablo II sobre el matrimonio y la familia: amar el amor humano».
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría me encuentro con vosotros en este vigésimo quinto
aniversario de la fundación del Instituto Pontificio Juan Pablo II para
Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, en la Universidad Pontificia
Lateranense. Os saludo a todos con afecto y doy las gracias de corazón a
monseñor Livio Melina por las gentiles palabras que me ha dirigido en
nombre de todos vosotros.
Los inicios de vuestro Instituto están relacionados con un
acontecimiento muy especial: precisamente el 13 de mayo de 1981, en la
plaza de San Pedro, mi querido predecesor, Juan Pablo II, sufrió el
conocido grave atentado durante la audiencia en la que debería haber
anunciado la creación de vuestro Instituto. Este hecho tiene una
importancia especial en la actual conmemoración, que celebramos poco
después del aniversario de su muerte. Lo habéis querido destacar a
través de la oportuna iniciativa de un congreso dedicado al tema «La
herencia de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia: amar el amor
humano».
Con razón, vosotros sentís esta herencia de manera totalmente especial,
pues sois los destinatarios y continuadores de la visión que constituyó
uno de los ejes de su misión y de sus reflexiones: el plan de Dios sobre
el matrimonio y la familia. Se trata de una heredad que no es
simplemente un conjunto de doctrinas o de ideas, sino que ante todo es
una enseñanza dotada de una luminosa unidad sobre el sentido del amor
humano de la vida. La presencia de numerosas familias en esta audiencia
es un testimonio particularmente elocuente de cómo la enseñanza de esta
verdad es acogida y ha dado sus frutos.
La idea de «enseñar a amar» ya acompañó al joven sacerdote Karol Wojtyla
y sucesivamente lo entusiasmó, cuando, siendo un joven obispo, afrontó
los difíciles momentos que siguieron a la publicación de la profética y
siempre actual encíclica de mi predecesor Pablo VI, la «Humanae vitae».
Fue en esa circunstancia cuando comprendió la necesidad de emprender un
estudio sistemático de este tema. Esto constituyó el sustrato de esa
enseñanza que luego ofreció a toda la Iglesia en sus «Catequesis sobre
el amor humano». Subrayaba de esta manera dos elementos fundamentales
que en estos años habéis tratado de profundizar y que configuran la
novedad misma de vuestro Instituto como realidad académica con una
misión específica dentro de la Iglesia.
El primer elemento es que el matrimonio y la familia están arraigados en
el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino. La
Sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de esa
auténtica imagen de Dios que el Creador ha querido imprimir en su
criatura, llamándola a hacerse semejante a él precisamente en la medida
en la que está abierta al amor. La diferencia sexual que comporta el
cuerpo del hombre y de la mujer no es, por tanto, un simple dato
biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa
esa forma del amor con el que el hombre y la mujer se convierten en una
sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a
la transmisión de la vida y cooperan de este modo con Dios en la
procreación de nuevos seres humanos.
Un segundo elemento caracteriza la novedad de la enseñanza de Juan Pablo
II sobre el amor humano: su manera original de leer el plan de Dios en
la convergencia entre la revelación y la experiencia humana. En Cristo,
de hecho, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta
también la verdad plena de la vocación al amor del hombre, que sólo
puede encontrarse plenamente en la entrega sincera de uno mismo.
En mi reciente encíclica he querido subrayar cómo precisamente a través
del amor se expresa «la imagen cristiana de Dios y también la
consiguiente imagen del hombre y de su camino» («Deus caritas est», 1).
Es decir, se sirvió del camino del amor para revelar el misterio de su
vida trinitaria. Además, la íntima relación que existe entre la imagen
de Dios amor y el amor humano nos permite comprender que «a la imagen
del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio
basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la
relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano» (ibídem, 11). Esta indicación
queda todavía en buena parte por explorar. De este modo se perfila la
tarea que el Instituto para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia
tiene en el conjunto de sus estructuras académicas: iluminar la verdad
del amor como camino de plenitud para toda forma de existencia humana.
El gran desafío de la nueva evangelización, que Juan Pablo II propuso
con tanto empuje, tiene necesidad de ser apoyada con una reflexión
auténticamente profunda sobre el amor humano, pues este amor es un
camino privilegiado que Dios ha escogido para revelarse al mundo y en
este amor lo llama a una comunión en la vida trinitaria. Este
planteamiento nos permite superar también una concepción encerrada en el
amor meramente privado, que hoy está tan difundida. El auténtico amor se
transforma en una luz que guía toda la vida hacia la plenitud, generando
una sociedad humanizada para el hombre. La comunión de vida y de amor,
que es el matrimonio, se conforma de este modo como un auténtico bien
para la sociedad. Evitar la confusión con los demás tipos de uniones
basadas en el amor débil constituye hoy algo especialmente urgente. Sólo
la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz
de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una
casa para todos los hombres.
La importancia que el trabajo del Instituto reviste en la misión de la
Iglesia explica su configuración propia: de hecho, Juan Pablo II había
aprobado un solo Instituto con diferentes sedes distribuidas en los
cinco continentes con el objetivo de poder ofrecer una reflexión que
muestre la riqueza de la única verdad en la pluralidad de las culturas.
Esta unidad de visión en la investigación y en la enseñanza, a pesar de
la diversidad de lugares y sensibilidades, representa un valor que
tenéis que custodiar, desarrollando las riquezas arraigadas en cada
cultura. Esta característica del Instituto se ha demostrado
particularmente adecuada para el estudio de una realidad como la del
matrimonio y la familia. Vuestro trabajo puede mostrar cómo el don de la
creación vivido en las diferentes culturas ha sido elevado a gracia de
redención por Cristo.
Para poder realizar bien vuestra misión como fieles herederos del
fundador del Instituto, el querido Juan Pablo II, os invitó a contemplar
a María santísima, como la Madre del Amor Bello. El amor redentor del
Verbo encarnado debe convertirse para cada matrimonio y en cada familia
en «fuentes de agua viva n medio de un mundo sediento» («Deus caritas
est», 42). A todos vosotros, queridos profesores, estudiantes de hoy y
ayer, a todo el personal, así como a las familias de vuestro Instituto,
os manifiesto mis mejores deseos, acompañados por una especial
bendición.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit.
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