Queridos hermanos y hermanas:
En su gran obra «La ciudad de Dios», san Agustín dice en una ocasión
que toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha
entre dos amores: el amor de Dios hasta la pérdida de sí mismo,
hasta la entrega de sí mismo, y el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, hasta el odio de los demás. Esta misma
interpretación de la historia, como lucha entre dos amores, entre el
amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del
Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí, estos dos amores,
aparecen en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo,
fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante de
poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la
violencia.
En el momento en el que san Juan escribió el Apocalipsis, para él
este dragón se materializaba en el poder de los emperadores romanos
anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía
ilimitado; el poder militar, político, propagandístico del imperio
romano era tal que ante él la Iglesia daba la impresión de ser una
mujer indefensa, sin posibilidad de supervivencia, y mucho menos de
vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder omnipresente, que parecía
capaz de todo? Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer
indefensa, no venció el egoísmo ni el odio; venció el amor de Dios y
el imperio romano se abrió a la fe cristiana.
Las palabras de la Sagrada Escritura trascienden siempre el momento
histórico. De este modo, este dragón no sólo hace referencia al
poder anticristiano de los perseguidores de la Iglesia de aquel
tiempo, sino a las dictaduras materialistas anticristianas de todos
los períodos. Vemos cómo se materializa de nuevo este poder, esta
fuerza del dragón rojo, en las grandes dictadoras del siglo pasado:
la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían todo el
poder, penetraban todos los rincones. Parecía imposible que, a largo
plazo, la fe pudiera sobrevivir ante este dragón tan fuerte, que
quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, la Iglesia. Pero, en
realidad, también en este caso al final el amor fue más fuerte que
el odio.
También hoy existe el dragón, de maneras nuevas, diferentes. Existe
en la forma de las ideologías materialistas que nos dicen: es
absurdo pensar en Dios; es absurdo cumplir con los mandamientos de
Dios; es algo del pasado. Lo único que vale la pena es vivir la
vida. Sacar de este breve momento de la vida todo lo que se puede
vivir. Sólo vale el consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la
vida. Así tenemos que vivir. Y de nuevo parece absurdo, imposible,
oponerse a esta mentalidad dominante, con toda su fuerza mediática,
propagandística. Hoy parece imposible seguir pensando en un Dios que
ha creado al hombre y que se ha hecho niño y que sería el auténtico
dominador del mundo. También ahora este dragón parece invencible,
pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el
dragón, que quien vence es el amor y no el egoísmo.
Tras considerar las diferentes configuraciones históricas del
dragón, veamos ahora la otra imagen: la mujer vestida de sol con la
luna bajo sus pies, rodeada de doce estrellas. Esta imagen también
es multidimensional.
Un primer significado, sin duda, es la Virgen, María vestida de sol,
es decir de Dios; María, que vive totalmente en Dios, rodeada y
penetrada por la luz de Dios. Circunda de doce estrellas, es decir,
de las doce tribus de Israel, de todo el Pueblo de Dios, de toda la
comunión de los santos y, a sus pies, la luna, imagen de la muerte y
de la mortalidad. María ha dejado tras de sí la muerte; está
totalmente vestida de vida, ha sido elevada en cuerpo y alma a la
gloria de Dios y de este modo, en la gloria, tras haber superado la
muerte, nos dice: «Ánimo, ¡al final vence el amor!. Mi vida
consistía en decir: “Soy la sierva de Dios”. Mi vida era entrega de
mí misma por Dios y por el prójimo. Y esta vida de servicio ahora
llega en la auténtica vida. Tened confianza, tened el valor de vivir
así también vosotros, contra todas las amenazas del dragón». Este es
el primer significado de la mujer que María ha llegado a ser. La
«mujer vestida de sol» es el gran signo de la victoria del amor, de
la victoria del bien, de la victoria de Dios. Gran signo de
consuelo.
Pero, además, esta mujer que sufre, que tiene que huir, que da a luz
con un grito de dolor, es también la Iglesia, la Iglesia peregrina
de todos los tiempos. En todas las generaciones tiene que volver a
dar a luz a Cristo, llevarle al mundo con gran dolor en este mundo
que sufre. En todos los tiempos es perseguida, vive casi en el
desierto perseguida por el dragón. Pero, en todos los tiempos, la
Iglesia, el Pueblo de Dios, vive también de la luz de Dios y es
alimentado, como dice el Evangelio, por Dios, alimentado con el pan
de la santa Eucaristía. De este modo, en toda tribulación, en todas
las diferentes situaciones de la Iglesia a través de los tiempos, en
las diferentes partes del mundo, vence sufriendo. Y es la presencia,
la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y
del egoísmo.
También hoy vemos ciertamente que el dragón quiere devorar al Dios
hecho niño. No tengáis miedo por este Dios aparentemente débil. La
lucha ya ha sido superada. También hoy este Dios débil es fuerte: es
la verdadera fuerza. Y de este modo, la fiesta de la Asunción, es
una invitación a tener confianza en Dios y a imitar a María en lo
que ella misma dijo: «Soy la sierva del Señor, me pongo a
disposición del Señor». Esta es la lección: seguir su camino, dar
nuestra vida y no tomar la vida. Precisamente de este modo nos
ponemos en el camino del amor que significa perderse, pero un
perderse que en realidad es el único camino para encontrarse
verdaderamente, para encontrar la auténtica vida.
Contemplemos a María, subida al cielo. Dejémonos alentar en la fe y
en la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil,
es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio.
Y digamos con Isabel: «Bendita tú eres entre la mujeres». «Te
imploramos con toda la Iglesia: santa María, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»