Mensaje de Pascua de S.s. benedicto Xvi
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Benedicto XVI
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 8 abril
2007 (ZENIT).-
Hermanos y hermanas del mundo entero,
¡hombres y mujeres de buena voluntad!
¡Cristo ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio,
fundamento de la fe y de la esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el
Crucificado, ha resucitado de entre los muertos al tercer día, según las
Escrituras. El anuncio dado por los ángeles, al alba del primer día
después del sábado, a Maria la Magdalena y a las mujeres que fueron al
sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: "¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!" (Lc
24,5-6).
No es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos
de estas mujeres: sentimientos de tristeza y desaliento por la muerte de
su Señor, sentimientos de incredulidad y estupor ante un hecho demasiado
sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la tumba estaba abierta y
vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las mujeres,
corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe de los
Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba
por el escándalo de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se
habían dispersado, y ahora se encontraban juntos, perplejos y
desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente ante su sed
incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación
subjetiva aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque
inesperada y justo por esto particularmente conmovedora. "Entró Jesús,
se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»" (Jn 20,19).
Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada en sus ánimos. Los
Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro
extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha
resucitado realmente y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin
embargo, permaneció dudoso y perplejo. Cuando, ocho días después, Jesús
vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: "Trae tu dedo, aquí tienes mis
manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente!". La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe:
"¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,27-28).
"¡Señor mío y Dios mío!". Renovemos también nosotros la profesión de fe
de Tomás. Como felicitación pascual, este año, he elegido justamente sus
palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos un
testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y
poder conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este
Apóstol podemos encontrar las dudas y las incertidumbres de muchos
cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones de innumerables
contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada
convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe,
transmitida a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles,
continúa, porque el Señor resucitado ya no muere más. Él vive en la
Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento de su designio eterno
de salvación.
Cada uno de nosotros puede ser tentado por la incredulidad de Tomás. El
dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente cuando afectan
a los inocentes - por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del
terrorismo, de las enfermedades y del hambre-, ¿no someten quizás
nuestra fe a dura prueba? No obstante, justo en estos casos, la
incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente útil y preciosa,
porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos lleva a
descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha
cargado con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del
Señor y, a su vez, ha transmitido a la Iglesia el don de una fe probada
por la pasión y muerte de Jesús, y confirmada por el encuentro con Él
resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha renacido gracias al
contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado no
ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y
los sufrimientos de cada ser humano.
"Sus heridas os han curado" (1 P 2,24), éste es el anuncio que Pedro
dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un primer
momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del
aparente fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el
encuentro con el Resucitado, pruebas de un amor victorioso. Estas llagas
que Cristo ha contraído por nuestro amor nos ayudan a entender quién es
Dios y a repetir también: "Señor mío y Dios mío". Sólo un Dios que nos
ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el
dolor inocente, es digno de fe.
¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo! No faltan calamidades
naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas e
ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente en
Madagascar, en las Islas Salomón, en América latina y en otras Regiones
del mundo. Pienso en el flagelo del hambre, en las enfermedades
incurables, en el terrorismo y en los secuestros de personas, en los mil
rostros de la violencia - a veces justificada en nombre de la religión
-, en el desprecio de la vida y en la violación de los derechos humanos,
en la explotación de la persona. Miro con aprensión las condiciones en
que se encuentran tantas regiones de África: en el Darfur y en los
Países cercanos se da una situación humanitaria catastrófica y por
desgracia infravalorada; en Kinshasa, en la República Democrática del
Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer por
el futuro del proceso democrático congoleño y por la reconstrucción del
País; en Somalia la reanudación de los combates aleja la perspectiva de
la paz y agrava la crisis regional, especialmente por lo que concierne a
los desplazamientos de la población y al tráfico de armas; una grave
crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los Obispos del País, en un
reciente documento, han indicado como única vía de superación la oración
y el compromiso compartido por el bien común.
Necesitan reconciliación y paz: la población de Timor Este, que se
prepara a vivir importantes convocatorias electorales; Sri Lanka, donde
sólo una solución negociada pondrá punto final al drama del conflicto
que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud e
inestabilidad. En Medio Oriente - junto con señales de esperanza en el
diálogo entre Israel y la Autoridad palestina -, por desgracia nada
positivo viene de Irak, ensangrentado por continuas matanzas, mientras
huyen las poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento de las
instituciones políticas pone en peligro el papel que el País está
llamado a desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente
su futuro. No puedo olvidar, por fin, las dificultades que las
comunidades cristianas afrontan cotidianamente y el éxodo de los
cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe. A
aquellas poblaciones renuevo con afecto mi cercanía espiritual.
Queridos hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo
resucitado podemos ver con ojos de esperanza estos males que afligen a
la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor no ha quitado el
sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con la
superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la
omnipotencia de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado
el Amor que no teme a la Muerte. "Que os améis unos a otros - dijo a los
Apóstoles antes de morir – como yo os he amado" (Jn 13,34).
¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis desde todas partes de la
tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es la esperanza
de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: "¡Señor mío y Dios
mío!", resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora
del Señor: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí
también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará" (Jn
12,26). Y también nosotros, unidos a Él, dispuestos a dar la vida por
nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos en apóstoles de paz,
mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la
Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este
don pascual. ¡Feliz Pascua a todos!
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]