¿POR QUÉ LA
IGLESIA NO DA LA COMUNIÓN A CUALQUIER PERSONA?
Por el profesor Philip Goyret, profesor de Teología Sacramentaria y
Ecumenismo
Ver también:
Para comulgar se debe estar en
estado de gracia
ROMA, jueves, 15 julio 2004 (ZENIT.org).-
El hecho de que la
Iglesia restrinja el acceso a la comunión sólo a los católicos y en
determinadas condiciones, se ha convertido en materia de debate en
algunos sectores de la opinión pública. En ocasiones, ni siquiera
los mismos católicos saben cuáles son los motivos por los que la
Iglesia mantiene esta costumbre que hunde sus raíces en las primeras
comunidades cristianas. Para responder a la pregunta, Zenit ha
entrevistado al sacerdote Philip Goyret, profesor de Teología
Sacramentaria, Eclesiología y Ecumenismo en la Universidad
Pontificia de la Santa Cruz en Roma y director de Estudios de esa
misma Universidad.
--¿Cuál es significado
teológico y eclesiológico de la recepción de la comunión?
--Profesor Goyret: Los
católicos, de la mano de los textos bíblicos (especialmente la
primera carta de san Pablo a los Corintios), creemos en el profundo
nexo existente entre el cuerpo de Cristo, el cuerpo eucarístico y el
cuerpo eclesial. El lenguaje del Nuevo Testamento pone de manifiesto
esta realidad usando el mismo vocablo «cuerpo» para hablar sea del
cuerpo histórico y luego glorioso del Señor, sea de su cuerpo
eucarístico, sea de su cuerpo eclesial. No se trata de un simple
juego de palabras, pues nutriéndonos con el cuerpo eucarístico del
Señor, que contiene sustancialmente el cuerpo ahora glorioso de
nuestro Señor en los cielos, nos consolidamos como miembros de su
cuerpo eclesial. Al recibir la comunión eucarística, recibimos el
cuerpo y sangre del Señor, lo que aumenta en nuestros corazones la
unión íntima con Él: y estar unidos a Él implica también estar
unidos con los que están unidos a Él. Llegamos así a la comunión
eclesial. Esto es lo que la teología expresa con la frase «la
Eucaristía edifica la Iglesia». Por la comunión eucarística entramos
en comunión con el Señor y nos consolidamos en la comunión eclesial.
Vistas las cosas «en
negativo», es interesante recordar el significado originario de la
«excomunión». Antes de que se desarrollasen sus consecuencias
jurídicas, ser excomulgado significaba --y significa también ahora--
ser apartado de la comunión eucarística. Quien es excluido de la
comunidad eclesial no puede tomar parte de la comunión eucarística.
Ahora bien, la Eucaristía no es «automática». Los efectos apenas
mencionados no se seguirían si la comunión es recibida por un
marciano que nunca escuchó hablar del Evangelio. Hay que comulgar
recibiendo la Eucaristía como lo que es, o sea, como Cuerpo y Sangre
de Cristo, con fe viva en su presencia real en las especies. Creer
esto es algo muy comprometido, pues significa creer en la verdad
completa revelada en Cristo, pues es el Cristo completo quien está
presente en la Eucaristía. Y la verdad completa incluye todo lo que
la Iglesia propone come dato revelado, incluyendo a ella misma.
Significa además creer como lo hacemos los cristianos: no sólo
aceptando intelectualmente un determinado conocimiento, sino también
adecuando nuestra vida a este conocimiento. Por eso se habla de fe
«viva». De ahí que lo de «estar en regla» con la Iglesia católica
como condición para recibir la Eucaristía en una celebración
católica no es una simple cuestión «de reglamento» (como un club de
tenis que no deja usar los campos a quienes no están al día con las
cuotas), sino una exigencia interna del sacramento, según es
entendido por la fe católica.
Entre la comunión
eucarística y la comunión eclesial existe, por tanto, una relación
que podríamos llamar «circular»: la Eucaristía nos consolida en la
comunión eclesial, a la vez que la exige como condición previa. La
comunión eucarística causa la comunión eclesial, a la vez que la
significa.
--Negar la comunión a
algunos católicos o a los protestantes ha sido algo criticado como
una medida que genera divisiones. ¿Usted que opina?
--Profesor Goyret:
Para entender esto, basta desarrollar las últimas líneas anteriores.
La comunión eclesial como condición previa para acceder a la
comunión eucarística consiste, sustancialmente, en la integridad de
la fe y la ausencia de pecado grave. En la óptica católica, lo
primero incluye, lógicamente, el ser católico. Implica también la
ausencia de situaciones de pecado habitual (irregularidades
familiares, posiciones ideológicas incompatibles con la fe católica,
conductas profesionales opuestas a la moral católica, etc.), además
de pecados ocasionales.
La norma moral y
pastoral que siguen los sacerdotes al distribuir la comunión es la
de negarla públicamente a quienes son públicamente conocidos como
personas que no pueden recibirla. Proceder de otro modo implicaría
echar por tierra el significado teológico y eclesiológico del que
hablamos al principio de estas líneas. Para los católicos, una
eventual distribución de la comunión a un no católico, dentro de una
celebración católica de la Eucaristía, implica una contradicción:
pues implicaría una comunión eclesial que no existe (en su
plenitud). Algo similar sucede en el caso de la eventual comunión de
un pecador público. Evidentemente, estas ideas suponen una
afirmación fuerte en la fe en la Eucaristía: no como mera
manifestación externa de un genérico sentimiento de fraternidad
cristiana, sino como el sacramento que contiene verdaderamente el
Cristo todo entero, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad.
Es importante percibir
que la necesidad de la unidad plena de la fe entre los participantes
en la Eucaristía es algo exigido por el contenido específico de este
sacramento, o sea la realidad sustancial del Cuerpo de Cristo:
porque en ella está necesariamente implicada la fe en todo lo que
Cristo ha revelado y la Iglesia enseña. No pueden, por tanto,
separarse la comunión eucarística y la comunión en la verdad. En
esta línea, la Iglesia católica niega la comunión eucarística a
quien no participa plenamente de su comunión eclesial: pues no puede
participar en el signo de la unidad plena quien no la posee
enteramente.
En definitiva, según
la óptica católica, el acceso a la comunión eucarística sin la plena
comunión eclesial es, antes de nada, una acción absurda, pues no
realiza el aspecto significativo característico de la dinámica
sacramental; y al no significar, tampoco causa. Cabe agregar que el
deseo y la necesidad espiritual de recibir la comunión es algo
profundamente personal, pero nunca un acontecimiento «privado»,
justamente porque nos hallamos ante un bien eclesial (eclesial por
excelencia), del que no somos dueños.
No respetar esta
disciplina constituye no sólo una contradicción en quien comulga,
sino también en toda la comunidad eclesial.
--¿Cuáles son las
preocupaciones de fondo de los obispos en el debate sobre el acceso
a la comunión?
--Profesor Goyret: No
sabría responder con exactitud: cada conferencia episcopal tiene sus
batallas. Me atrevería a decir, de todas maneras, que la
preocupación de fondo es hacer entender que la negación de la
comunión eucarística (sea a católicos en situaciones «públicas» que
lo impiden, sea a no católicos) no se debe a una actitud de
indolencia o de incomprensión, sino que simplemente se sigue de la
coherencia con nuestra fe en la Eucaristía. Si vamos más a fondo, lo
que no facilita entender este tema es
la escasa formación en la fe, agravada por la perdida del sentido
del pecado y de sus consecuencias. Así como es muy difícil
explicar el teorema de Pitágoras a quien no conoce las reglas de la
multiplicación, lo mismo puede decirse de nuestro tema respecto a
quien está alejado de Dios.
Podemos terminar estas
consideraciones con un ejemplo, más didáctico que teológico, que en
su simplicidad señala una útil moraleja. Me refiero al sentido del
dolor corporal y a nuestra reacción ante él. Cuando lo
experimentamos, nos está indicando que algo no funciona bien en
nuestro cuerpo, que algo no está en armonía. Es la campanilla de
alarma que nos lleva a la atención médica y eventualmente a un
tratamiento. La simple eliminación del dolor no produce de por sí la
curación. Puede conllevar sólo un cierto alivio, pero podría incluso
hacernos olvidar la necesidad de una tratamiento médico serio... El
dolor, en definitiva, tiene la función positiva de indicarnos una
desarmonía que debe curarse. La aplicación de la moraleja a nuestro
caso es evidente. La imposibilidad de celebrar juntos la Eucaristía
entre confesiones distintas es, efectivamente, una situación
dolorosa, pero el ardor intenso de querer hacer algo juntos no
siempre significa que sea eso lo más conveniente. La eliminación del
dolor ante la división, sin la eliminación de sus causas, no hace
sino empeorar las cosas. Es necesario no perder de vista que la
disciplina de la Iglesia que prohíbe la intercomunión no es la causa
de la división, sino su consecuencia. Las causas se descubren y se
remueven a través del diálogo de la verdad: un proceso ciertamente
más largo y fatigoso, pero que recorrido con paciencia y
perseverancia promete resultados más seguros.
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