Señor
cardenal,
Queridos miembros de la Comisión Pontificia Bíblica:
Para mí es motivo de gran alegría encontrarme con
vosotros al final de vuestra anual sesión plenaria.
Me acuerdo con afecto de cada uno de vosotros, pues
os he conocido durante los años de mi encargo como
presidente de esta Comisión. Deseo transmitiros mi
reconocimiento y aprecio por el importante trabajo
que estáis desempeñando al servicio de la Iglesia y
por el bien de las almas, en sintonía con el sucesor
de Pedro. Doy las gracias al señor cardenal William
Joseph Levada por su saludo y por la concisa
exposición del tema que ha sido objeto de atenta
reflexión en el transcurso de vuestra reunión.
Os habéis reunido nuevamente para profundizar en un
argumento muy importante: la relación entre Biblia y
moral. Se trata de un tema que afecta no sólo al
creyente, sino a toda persona como tal. El impulso
primordial del hombre, de hecho, es su deseo de
felicidad y de una vida plenamente lograda. Hoy, sin
embargo, muchos piensan que esta realización tiene
que alcanzarse de manera autónoma, sin ninguna
referencia a Dios y a su ley. Algunos han llegado a
teorizar una soberanía absoluta de la razón y de la
libertad en el ámbito de las normas morales: estas
normas constituirían el ámbito de una ética
meramente «humana», es decir, serían la expresión de
una ley que el hombre se da autónomamente: los
promotores de esta «moral laica» afirman que el
hombre, como ser racional, no sólo «puede» sino que
incluso «debe» decidir libremente el valor de sus
comportamientos.
Esta convicción equivocada se basa en un presunto
conflicto entre la libertad humana y toda forma de
ley. En realidad, el Creador ha inscrito en nuestro
mismo ser la «ley natural», reflejo de su idea
creadora en nuestro corazón, como brújula y medida
interior de nuestra vida. Precisamente por este
motivo, la Sagrada Escritura, la Tradición y el
Magisterio de la Iglesia nos dicen que la vocación y
la plena realización del hombre no consisten en el
rechazo de la ley de Dios, sino en la vida según la
nueva ley, que consiste en la gracia del Espíritu
Santo: junto con la Palabra de Dios y la enseñanza
de la Iglesia, ésta se manifiesta en «la fe que
actúa por la caridad» (Gálatas 5, 6). Y
precisamente, en esta acogida de la caridad que
procede de Dios («Deus caritas est!»), la libertad
del hombre encuentra su más alta realización. La ley
de Dios no atenúa ni mucho menos elimina la libertad
del hombre; por el contrario, la garantiza y
promueve, pues, como nos recuerda el Catecismo de la
Iglesia Católica, «la libertad alcanza su perfección
cuando está ordenada a Dios, nuestra
bienaventuranza» (n. 1731). La ley moral,
establecida por Dios en la creación y confirmada en
la revelación del Antiguo Testamento, encuentra en
Cristo su cumplimiento y su grandeza. Jesucristo es
el camino de la perfección, la síntesis viva y
personal de la perfecta libertad en la obediencia
total a la voluntad de Dios. La función original de
los Diez Mandamientos no queda abolida por el
encuentro con Cristo, sino que la lleva a su
plenitud. Una ética que, en la escucha de la
revelación, quiere ser también auténticamente
racional, tiene en el encuentro con Cristo, que nos
da la nueva alianza, su perfección.
Modelo de esta auténtica acción moral es el
comportamiento del mismo Verbo encarnado, en cuya
aceptación y cumplimiento de su misión coincide su
voluntad con la voluntad de Dios Padre: su alimento
es hacer la voluntad del Padre (Cf. Juan 4, 34); él
siempre hace lo que le agrada al Padre poniendo en
práctica su palabra (Cf. Juan 8,29.55); refiere lo
que el Padre le ha mandado que diga y anuncie (Juan
12, 49). Al revelar al Padre y su manera de actuar,
Jesús revela al mismo tiempo las normas de la acción
humana justa. Presenta esta relación de manera
explícita y ejemplar cuando, al concluir su
enseñanza sobre el amor a los enemigos (Cf. Mateo 5,
43-47), dice: «Sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mateo 5, 48). Esta
perfección divina se hace posible para nosotros si
estamos íntimamente unidos con Cristo, nuestro
Salvador.
El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es
una norma impuesta desde el exterior. El mismo Jesús
recorre este camino y sólo nos pide que le sigamos.
Además, no se limita a pedir: ante todo nos da, en
el Bautismo, la participación en su misma vida,
haciéndonos capaces de este modo de acoger y de
llevar a la práctica sus enseñanzas. Esto resulta
evidente en los escritos del Nuevo Testamento. Su
relación con los discípulos no consiste en una
enseñanza exterior, sino vital: les llama «hijos»
(Juan 13, 33; 21, 5), «amigos» (Juan 15, 14-15),
«hermanos» (Mateo 12, 50; 28, 10; Juan 20, 17),
invitándoles a entrar en comunión de vida con Él y a
acoger en la fe y en la alegría su «suave» yugo y su
carga «ligera» (Cf. Mateo 11, 28-30). En la búsqueda
de una ética cristológicamente inspirada es
necesario, por tanto, tener presente que Cristo es
el «Logos» encarnado, que nos hace participar en su
vida divina y que, con su gracia, nos sostiene en el
camino hacia nuestra auténtica realización. Lo que
es realmente el hombre aparece de manera definitiva
en el «Logos» hecho hombre; la fe en Cristo nos
ofrece la plenitud de la antropología. Por este
motivo, la relación con Cristo define la realización
más elevada de la acción moral del hombre. Este
actuar humano se fundamenta directamente en la
obediencia a la ley de Dios, en la unión con Cristo
y en la inhabitación del Espíritu Santo en el alma
del creyente. No es un actuar dictado por normas
sólo exteriores, sino que procede de la relación
vital que une a los creyentes con Cristo y con Dios.
Deseando que continuéis fecundamente vuestra
reflexión, invoco sobre vosotros y sobre vuestro
trabajo la luz del Espíritu Santo y os imparto a
todos, como confirmación de mi confianza y de mi
afecto, la bendición apostólica.
[Traducción del original italiano realizada por
Zenit]
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