El Camino
del Amor: la Vida Moral-Los Diez
Mandamientos |
No
MATARÁS: NO a la Violencia, si a la paz!!
Mensaje de S.S. Juan Pablo II para la Jornada Mundial por la Paz
de 1978
Una vez más nos atrevemos a dirigir al mundo, a la humanidad, la
palabra suave y solemne de paz. Esta palabra nos oprime y nos
exalta. No es nuestra; desciende del reino invisible, el reino
de los cielos; notamos la trascendencia profética, no apagada
por nuestros humildes labios, que le prestan la voz: "Paz en la
tierra a los hombres que ama el Señor" (Lc 2, 14). ¡Sí,
repetimos, la paz debe existir! ¡La paz es posible!
Este es el anuncio; ésta es la nueva, siempre nueva y gran
noticia; éste es el Evangelio, que también en el alba del nuevo
ciclo sideral, el año de gracia de 1978, debemos proclamar a
todos los hombres: la paz es el don ofrecido a los hombres, que
pueden y deben acogerlo, colocándolo en la cima de sus
espíritus, de sus esperanzas, de su felicidad.
Un anuncio
para todos los hombres de buena voluntad
La paz, recordémoslo inmediatamente, no es un sueño puramente
ideal, no es una utopía atrayente, pero infecunda e
inalcanzable; es y debe ser una realidad; una realidad mutable y
que se debe crear en cada período de la civilización, como el
pan que nos alimenta, fruto de la tierra y de la divina
Providencia, pero a la vez obra del hombre trabajador. La paz no
es, en absoluto, un estado de ataraxia pública en la cual quien
goza de ella se ve dispensado de todo cuidado y defendido ante
cualquier obstáculo, pudiendo concederse una felicidad estable y
tranquila que tiene más de inercia y de hedonismo que de vigor
vigilante y laborioso: la paz es un equilibrio que se sostiene
en el movimiento y que despliega constantes energías de espíritu
y de acción; es una fortaleza inteligente y siempre viva.
Por eso, en los umbrales del nuevo año de 1978 suplicamos una
vez más a todos los hombres de buena voluntad, a las personas
responsables de la conducta colectiva de la vida social, a los
políticos, a los pensadores, a los publicistas, a los artistas,
a los inspiradores de la opinión pública, a los maestros de las
escuelas, del arte, de la oración, y también a los grandes
mentores y agentes del mercado mundial de armas, a todos, que
emprendan nuevamente con generosa honestidad la reflexión acerca
de la paz en el mundo, hoy.
Creemos que, a la hora de valorar esta paz, hay dos fenómenos
capitales que se imponen con fácil ventaja a la atención común.
La
historia de nuestro tiempo y las magistrales enseñanzas de los
Papas
El primer fenómeno es extraordinariamente positivo y lo
constituye el progreso evolutivo de la paz. Esta es una idea que
va ganando prestigio en la conciencia de la humanidad; avanza,
precede y acompaña a la idea del progreso, que es la de la
unidad del género humano. La historia de nuestro tiempo,
digámoslo en honor suyo, está toda ella salpicada de flores de
una espléndida documentación en favor de la paz pensada,
querida, organizada, celebrada y defendida: Helsinki enseña. Y
confirman estas esperanzas la próxima sesión especial de la
Asamblea General de la O.N.U., dedicada al problema del desarme,
y los numerosos esfuerzos de los grandes y de los humildes
agentes de la paz.
Nadie se atreve hoy a sostener, como principio de bienestar y de
gloria, programas declarados de lucha mortal entre los hombres,
esto es, de guerra. Incluso allí donde las expresiones
comunitarias de un legàdtimo interés nacional, sufragado por
títulos que parecen coincidir con las razones prevalentes del
derecho, no logran afirmarse mediante la guerra como vía de
solución, se confía todavía que pueda ser evitado el recurso
desesperado al uso de las armas, hoy más que nunca locamente
homicida y destructor. Pero en estos momentos la conciencia del
mundo se halla aterrorizada por la hipótesis de que nuestra paz
no sea sino una tregua y de que se pueda desencadenar
fulminantemente una conflagración inconmensurable. Quisiéramos
estar en condiciones de ahuyentar esta inmanente y terrible
pesadilla, proclamando en alta voz lo absurdo de la guerra
moderna y la absoluta necesidad de la paz, que no se funda ya
sobre la prevalencia de las armas, dotadas hoy día de un
infernal potencial bélico (recordemos la tragedia de Japón), o
sobre la violencia estructural de algunos regímenes políticos,
sino sobre el método paciente, racional y solidario de la
justicia y la libertad, como lo van promoviendo y tutelando las
grandes instituciones internacionales actualmente existentes.
Confiamos en que las enseñanzas magistrales de nuestros grandes
predecesores, Pío XII y Juan XXIII, seguirán inspirando en este
tema fundamental la sabiduría de los maestros modernos y de los
hombres políticos de nuestro tiempo.
Origen,
dimensiones y consecuencias de la violencia
Queremos referirnos ahora a un segundo fenómeno, negativo y
concomitante con el primero: es el de la violencia pasional o
cerebral. Está difundiéndose en la vida civilizada moderna,
aprovechándose de las facilidades de que goza la actividad del
ciudadano para acechar y herir, generalmente a traición, al
ciudadano hermano que se opone legalmente a un interés propio.
Esta violencia, que podemos llamar también privada por más que
esté astutamente organizada en grupos clandestinos y facciosos,
asume proporciones preocupantes, tales como para convertirse en
costumbre. Se podría definir delincuencia, por los términos
antijurídicos en que se expresa, pero las manifestaciones en que
desde hace algún tiempo y en algunos ambientes se va
desplegando, exigen un análisis propio, bastante variado y
difícil. Deriva de una decadencia de la conciencia moral, no
educada, no asistida, empapada generalmente de un pesimismo
social, que ha apagado en el espíritu el gusto y el empeño de la
honestidad profesada por sí misma, así como aquello que de más
hermoso y fácil hay en el corazón humano: el amor verdadero,
noble y fiel. A veces la psicología del violento arranca de una
raíz perversa de venganza ideal y, consiguientemente, de una
justicia insatisfecha, macerada por pensamientos amargos y
egoístas, y potencialmente sin reparo ni freno con respecto a
cualquier objetivo; lo posible sustituye a lo honesto; único
freno es el temor de incurrir en alguna sanción pública y
privada; y por esto la actitud habitual de esta violencia es la
de la acción a escondidas y del acto vil y alevoso que compensa
la violencia misma con el éxito impune.
La violencia no es fortaleza. Es la explosión de una energía
ciega que degrada al hombre que se abandona a ella, rebajándolo
del nivel racional al pasional; incluso cuando la violencia
conserva un cierto dominio de sí, busca vías innobles para
afirmarse, las vías de la insidia, de la sorpresa de la
prevalencia física sobre un adversario más débil y posiblemente
indefenso; aprovecha de la sorpresa o del miedo de éste y de la
propia locura; y si esto ocurre entre los dos contendientes,
¿cuál es el más vil?
Un aspecto de la violencia erigida en sistema "para arreglar
cuentas" ¿no recurre a formas abominables de odio, de rencor, de
enemistad, que constituyen un peligro para la convivencia, y que
descalifican a la comunidad, dentro de la cual descomponen los
sentimientos mismos de humanidad que forman el tejido primario e
indispensable de cualquier sociedad, ya sea familiar, tribal o
comunitaria?
La guerra
total y la guerra parcial
La violencia es antisocial por los métodos mismos que le
permiten organizarse en una complicidad de grupo, donde el
silencio forma el cemento de cohesión y el escudo de protección;
un deshonroso sentido del honor le confiere un paliativo de
conciencia; y es ésta una de las deformaciones del verdadero
sentido social, difundida hoy, que cubre con el secreto y con la
amenaza de venganza despiadada, ciertas formas asociadas de
egoísmo colectivo, receloso de la legalidad normal y siempre
hábil para eludir su observancia, tramando, como por fuerza de
cosas, empresas criminales que a veces degeneran en gestos de
despiadado terrorismo, epílogo de la falsa vía emprendida y
causa de deplorables represiones. La violencia conduce a la
revolución, y la revolución a la pérdida de la libertad. Es
equivocado el eje social, en torno al cual despliega la
violencia el propio desarrollo fatal; estallada como reacción de
fuerza, no falta a veces de lógico impulso, termina su ciclo
contra sí misma y contra los motivos que han provocado su
intervención. Posiblemente es el caso de recordar la frase
lapidaria de Cristo contra el recurso impulsivo al uso de una
espada vengadora: "...quien toma la espada, a espada morirá" (Mt
26, 52). Recordémoslo por tanto: la violencia no es fortaleza.
No exalta, sino que humilla al hombre que recurre a ella.
En este Mensaje de paz hablamos de la violencia, como de su
término antagonista, y no hemos hablado de guerra, la cual
merece aún nuestra condenación, por más que hoy día la guerra
tiene ya su propia condena, cada vez más extendida, y tiene en
contra suya un laudable esfuerzo cada vez más cualificado, tanto
social como políticamente; y además, porque la guerra se halla
reprimida por la misma terribilidad de las propias armas, de las
que podría disponer inmediatamente en la super-trágica
eventualidad de que estallase. El miedo, común a todos los
pueblos, y en especial a los más fuertes, contiene la
eventualidad de que la guerra asuma las proporciones de una
conflagración cósmica. Al miedo, dique más mental que real, se
une como ya hemos dicho un esfuerzo racional y elevado a los
supremos niveles políticos, que debe tender no tanto a
equilibrar la fuerza de los eventuales contendientes cuanto a
demostrar la suprema irracionalidad de la guerra, y al mismo
tiempo a establecer entre los pueblos relaciones cada vez más
interdependientes, solidarias al fin, y también más amistosas y
humanas. Dios quiera que así sea.
No podemos cerrar los ojos ante la triste realidad de la guerra
parcial, bien sea porque mantiene su presencia feroz en
determinadas zonas, bien sea porque psicológicamente no queda
excluida de hecho en la turbulenta hipótesis de la historia
contemporánea. Nuestra guerra contra la guerra no ha sido
vencida todavía: nuestro "sí" a la paz es más bien optativo que
real, porque en tantas situaciones geográficas y políticas, no
arregladas aún con soluciones justas y pacíficas, permanece
endémica la hipótesis de futuros conflictos. Nuestro amor a la
paz debe permanecer en guardia; además, otras perspectivas
distintas de la de una nueva guerra mundial nos obligan a
considerar y exaltar la paz incluso fuera de las trincheras
militares.
La paz
exige la defensa de la vida
De hecho debemos defender hoy la paz bajo su aspecto, que
podríamos llamar metafísico, anterior y superior al histórico y
contingente de la pausa militar y de la exterior tranquillitas
ordinis, queremos considerar la causa de la paz reflejada en la
de la misma vida humana. Nuestro "sí" a la paz se extiende a un
"sí" a la vida. La paz debe afirmarse no sólo en los campos de
batalla, sino dondequiera que se desarrolla la existencia del
hombre. Allí hay, más aún, debe haber también no sólo una paz
que tutele esta existencia contra las amenazas de las armas
bélicas, sino también una paz que proteja la vida en cuanto tal
contra toda clase de peligros, contra toda clase de daño, contra
toda insidia.
El discurso podría ser vastísimo; pero nuestros puntos de
referencia son pocos y determinados. Existe en el tejido de
nuestra civilización una categoría de personas doctas, valientes
y buenas, que han hecho de la ciencia y del arte sanitaria su
vocación y su profesión. Son los médicos y cuantos con ellos y
bajo su dirección estudian y trabajan por la existencia y el
bienestar de la humanidad. Honor y reconocimiento a estos sabios
y generosos tutores de la vida humana.
Llamada a
los médicos, a las madres, a las autoridades, a todas las
instancias competentes para que tutelen la vida humana
Nosotros, ministro de la religión, miramos a esta escogidísima
categoría de personas, dedicada a la salud física y psíquica de
la humanidad, con gran admiración, con profunda gratitud y con
gran confianza. Por muchos títulos, la salud física, el remedio
a la enfermedad, el alivio del dolor, la energía del desarrollo
y del trabajo, la duración de la existencia temporal y tanta
parte de la vida moral dependen de la cordura y de los cuidados
de estos protectores, defensores y amigos del hombre. Estamos
cerca de los hombres y sostenemos, dentro de nuestras
posibilidades, sus fatigas, su honor, su espíritu. Confiamos en
su solidaridad para afirmar y defender la vida humana en
aquellas singulares contingencias en que la vida misma puede
verse comprometida por un positivo e inicuo propósito de la
voluntad humana. Nuestro "sí" a la paz suena como un "sí" a la
vida. La vida del hombre, desde su primer encenderse a la
existencia, es sagrada. La ley del "no matarás" tutela este
inefable prodigio de la vida humana con una soberanía
trascendente. Este es el principio que gobierna nuestro
ministerio religioso en orden al ser humano. Confiamos en tener
como aliado nuestro el ministerio terapéutico.
Y confiamos no menos en el ministerio que ha dado principio a la
vida humana, el de la generación, el materno en primer lugar.
¡Qué delicadas se vuelven ahora nuestras palabras, qué
emocionadas, piadosas y graves! La paz tiene en este campo de la
vida que nace su primer escudo de protección; un escudo provisto
de las más suaves protecciones, pero escudo de defensa y de
amor.
Nos no podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la vida
que nace, y no podemos sino suplicar a todas las autoridades, a
todas las instancias competentes que actúen para que se prohíba
y se ponga remedio al aborto voluntario. El seno materno y la
cuna de la infancia son las primeras barreras que no solamente
defienden con la vida la paz, sino que la construyen (cf. Sal
126, 3 ss.). Quien, oponiéndose a la guerra y a la violencia,
escoge la paz, escoge por eso mismo la vida, escoge al Hombre en
sus exigencias profundas y esenciales; éste es el sentido de
este Mensaje, que de nuevo enviamos con humilde y ardiente
convicción a los responsables de la paz en la tierra y a todos
los hermanos del mundo.
Llamada a
los jóvenes, artífices de la paz de hoy y de mañana
Pero debemos añadir todavía una apostilla dedicada a todos los
muchachos que constituyen frente a la violencia el sector más
vulnerable de la sociedad, pero también la esperanza de un
mañana mejor: llegue a ellos, por alguna vía benévola e
inteligente, este Mensaje para la paz.
Digamos la razón. Primeramente, porque en los Mensajes para la
Paz de los años anteriores pusimos en evidencia que no hablamos
en nuestro nombre solamente, sino que hablamos en nombre de
Cristo, que es "el Príncipe de la Paz" en el mundo (Is 9, 6), el
cual ha dicho: "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos
serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Creemos que sin la guía
y la ayuda de Cristo la paz verdadera, estable y universal no es
posible. Y creemos también que la paz de Cristo no hace débiles
a los hombres, no los convierte en gente miedosa y víctimas de
la prepotencia de los otros, sino que más bien los hace capaces
de luchar por la justicia y de resolver muchas cuestiones con la
generosidad, más aún, con el genio del amor.
Segunda razón. Vosotros, los muchachos, tenéis frecuentemente la
tentación de reñir. Recordaos: es una vanidad nociva el querer
aparecer fuertes contra otros hermanos y compañeros mediante las
peleas, las palabrotas, los golpes, la ira, la venganza.
Responderéis que todos hacen lo mismo. Mal hecho, os decimos; si
queréis ser fuertes, sedlo con vuestro ánimo, con vuestro
comportamiento; aprended a dominaros; sabed también perdonar y
volved de nuevo a ser amigos de aquellos que os han ofendido:
así seréis de verdad cristianos.
No odiéis a nadie. No seáis orgullosos ante otros muchachos o
personas de distinta condición social, de otros países. No
actuéis por interés egoísta, por despecho, nunca jamás por
venganza, repetimos.
Tercera razón. Pensamos que vosotros, muchachos, cuando seáis
hombres deberéis cambiar el modo de pensar y de actuar del mundo
de hoy, siempre dispuesto a distinguirse, a separarse de los
demás, a combatirlos; ¿no somos todos hermanos?, ¿no somos todos
miembros de una misma familia humana?, ¿no están todas las
naciones obligadas a ir de acuerdo, a crear la paz?
Vosotros, jóvenes de los nuevos tiempos, debéis acostumbraros a
amar a todos, a dar a la sociedad el aspecto de una comunidad
muy buena, más honesta, más solidaria. ¿Queréis verdaderamente
ser hombres y no lobos? ¿Queréis verdaderamente tener el mérito
y la alegría de hacer el bien, de ayudar a quien lo necesita, de
realizar alguna obra buena con el único premio de la conciencia?
Pues bien, recordad las palabras pronunciadas por Jesús durante
la última Cena, la noche anterior a su pasión. El dijo: "Un
mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros...
En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis amor unos
para con otros" (Jn 13, 34-35). Este es el signo de nuestra
autenticidad, humana y cristiana, quererse bien los unos a los
otros.
Jóvenes, nos despedimos y os bendecimos a todos. Esta es nuestra
consigna: ¡No a la violencia, sí a la paz! ¡A Dios!
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Traspasados de Jesús y María
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