María es la
estrella de esperanza
para la Iglesia y para la humanidad
S.S. Juan Pablo II
Homilía en
la fiesta de la Asunción de la Virgen María
15 de agosto de 1998
1. «¡Bienaventurada la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45).
Con estas palabras Isabel acogió a María, que había ido a visitarla.
Esta misma bienaventuranza resuena en el cielo y en la tierra, de
generación en generación (cf. Lc 1, 48), y, de modo singular, en la
solemne celebración de hoy. María es bienaventurada porque creyó
enseguida en la palabra del Señor, porque acogió sin vacilaciones la
voluntad del Altísimo, que le había manifestado el ángel en la
Anunciación.
Podríamos ver en el viaje de María desde Nazaret hasta Ain Karim, que
nos relata el evangelio de hoy, una prefiguración de su singular viaje
espiritual que, comenzando con el «sí» del día de la Anunciación culmina
precisamente en la Asunción al cielo en cuerpo y alma. Se trata de un
itinerario hacia Dios, iluminado y sostenido siempre por la fe.
El concilio Vaticano II afirma que María «avanzó en la peregrinación de
la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen
gentium, 58). Por eso ella con su incomparable belleza, agradó tanto al
Rey del universo, que ahora, plenamente asociada a él en cuerpo y alma,
resplandece como Reina a su derecha (cf. Salmo responsorial).
2. En la solemnidad de hoy, la liturgia nos invita a todos a contemplar
a María como la «mujer vestida de sol, con la luna por pedestal,
coronada con doce estrellas» (Ap 12, 1). En ella resplandece la victoria
de Cristo sobre satanás, representado en el lenguaje apocalíptico como
«un enorme dragón rojo» (Ap 12, 3).
Esta visión gloriosa y al mismo tiempo dramática recuerda a la Iglesia
de todos los tiempos su destino de luz en el reino de los cielos y la
consuela en las pruebas que debe afrontar durante su peregrinación
terrena. Mientras dure este mundo, la historia será siempre teatro del
enfrentamiento entre Dios y satanás, entre el bien y el mal, entre la
gracia y el pecado, entre la vida y la muerte.
También los acontecimientos de este siglo que ya está llegando a su fin
testimonian con extraordinaria elocuencia la profundidad de esta lucha
que marca la historia de los pueblos, pero también el corazón de cada
hombre y de cada mujer. Ahora bien, el anuncio pascual que acaba de
resonar en las palabras del apóstol Pablo (cf. 1 Co 15, 20), es
fundamento de esperanza segura para todos. María santísima elevada al
cielo es imagen luminosa de ese misterio y de esa esperanza.
3. Durante este segundo año de preparación inmediata para el gran
jubileo del año 2000 he querido invitar a los creyentes a estar más
atentos a la presencia y a la acción del Espíritu Santo, y a
«redescubrir la virtud teologal de la esperanza» (Tertio millennio
adveniente, 46).
María, glorificada en su cuerpo, se presenta hoy como estrella de
esperanza para la Iglesia y para la humanidad en camino hacia el tercer
milenio cristiano.
Su altura sublime no la aleja de su pueblo y de los problemas del mundo;
por el contrario, le permite velar eficazmente sobre los acontecimientos
humanos con la misma solicitud atenta con que logró que Jesús hiciera su
primer milagro durante las bodas de Caná.
El Apocalipsis afirma que la mujer vestida de sol «estaba encinta y
gritaba con los dolores del parto» (Ap 12, 2). Esto nos hace pensar en
una página del apóstol Pablo de importancia fundamental para la teología
cristiana de la esperanza. En la carta a los Romanos leemos: «Sabemos
que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del
Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando por la adopción, por la
redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza hemos sido salvados» (Rm
8, 22-24).
Mientras celebramos su Asunción al cielo en cuerpo y alma, pidamos a
María que ayude a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo a vivir
con fe y esperanza en este mundo, buscando en todas las cosas el reino
de Dios; que ayude a los creyentes a abrirse a la presencia y a la
acción del Espíritu Santo, Espíritu creador y renovador, capaz de
transformar los corazones; y que ilumine las mentes sobre el destino que
nos espera, sobre la dignidad de toda persona y sobre la nobleza del
cuerpo humano.
María, elevada al cielo, ¡muéstrate a todos como Madre de esperanza!
¡Muéstrate a todos como Reina de la civilización del amor!