La relación entre
Cristo y la Iglesia,
a partir de la experiencia de los apóstoles,
a la luz de la tarea que se les confío.
Benedicto XVI,
3- 2006
(énfasis añadido)
Ver también:
Iglesia |
Iglesia esposa del Cordero
La Iglesia ha sido constituida
sobre el fundamento de los apóstoles como comunidad de fe, de
esperanza y de caridad. A través de los apóstoles, nos
remontamos al mismo Jesús. La Iglesia comenzó a constituirse
cuando unos pescadores de Galilea encontraron a Jesús, se
dejaron conquistar por su mirada, por su voz, por su invitación
cálida y fuerte: «Venid conmigo, y os haré llegar a ser
pescadores de hombres» (Marcos 1, 17; Mateo 4, 19). Mi querido
predecesor, Juan Pablo II, propuso a la Iglesia, al inicio del
tercer milenio, contemplar el rostro de Cristo (Cf. «Novo
millennio ineunte», 16 siguientes). Moviéndome hacia esa
dirección, en las catequesis que hoy comienzo, quisiera mostrar
precisamente que la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de
la Iglesia (Cf. «Lumen gentium», 1), a pesar de los límites y de
las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de
María, reflejo puro de la luz de Cristo, los apóstoles, con su
palabra y testimonio, nos entregan la verdad de Cristo. Su
misión no está aislada, se enmarca dentro de un misterio de
comunión que involucra a todo el Pueblo de Dios y se realiza por
etapas, de la antigua a la nueva Alianza.
En este sentido hay que decir que se tergiversa totalmente el
mensaje de Jesús si se le separa del contexto de la fe y de
la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su inmediato
precursor, Jesús se dirige ante todo a Israel (Cf. Mateo 15,
24), para «reunirlo» en el tiempo escatológico que con él llegó.
Y como sucedió con la de Juan, la predicación de Jesús es al
mismo tiempo una llamada de gracia y un signo de contradicción y
de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el
primer momento de su actividad salvadora, Jesús de Nazaret
tiende a reunir, a purificar al Pueblo de Dios. Si bien su
predicación es siempre un llamamiento a la conversión personal,
en realidad tiende continuamente a constituir el Pueblo de Dios
que vino a reunir y a salvar. Por este motivo, es unilateral y
carece de fundamento la interpretación individualista propuesta
por la teología liberal del anuncio hecho por Cristo del Reino.
Fue resumida, en el año 1900 por el gran teólogo liberal Adolf
von Harnack en sus conferencias sobre «¿Qué es el
cristianismo?»: «El reino de Dios llega, en la medida en que
llega a hombres concretos, encuentra acceso en su alma y éstos
le acogen. El reino de Dios es el señorío de Dios, es decir, el
señorío del Dios santo en los diferentes corazones» (Tercera
Conferencia, 100s). En realidad, este individualismo de la
teología liberal es acentuado particularmente en la modernidad:
en la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del
judaísmo, en el que la obra de Jesús se enmarca a pesar de toda
su novedad, queda claro que toda la misión del Hijo hecho carne
tiene una finalidad comunitaria: vino precisamente para unir a
la humanidad dispersada, vino precisamente para reunir al Pueblo
de Dios.
Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la
comunidad de la Alianza para manifestar en ella el cumplimiento
de las promesas hechas a los Padres, que siempre hablan de
convocación, de unificación, de unidad, es la institución de los
Doce. Hemos escuchado el Evangelio de la institución de los
Doce. Vuelvo a leer ahora el pasaje central: «Subió al monte
y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce,
para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con
poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce...»
(Marcos 3, 13-16; Cf. Mateo 10, 1-4; Lucas 6, 12-16). En el
lugar de la revelación, el «monte», Jesús con una iniciativa que
manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los
Doce para que sean con Él testigos y heraldos de la llegada del
Reino de Dios. Sobre el carácter histórico de esta llamada no
hay lugar a dudas, no sólo por motivo de la antigüedad y
multiplicidad de testimonios, sino también por el simple motivo
de que aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar
de las dificultades que esta presencia podía implicar para la
comunidad naciente. El número Doce, que evidentemente hace
referencia a las doce tribus de Israel, revela el significado de
acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de
volver a fundar el pueblo santo. Tras el ocaso del sistema de
las doce tribus, Israel esperaba en la reconstitución como signo
de la llegada del tiempo escatológico (puede leerse la
conclusión del libro de Ezequiel: 37,15-19; 39,23-29; 40-48).
Eligiendo a los Doce, e introduciéndolos en una comunión de vida
con él y haciéndolos partícipes de su misma misión de anuncio
del Reino, con palabras y obras (Cf. Marcos 6, 7-13; Mateo
10,5-8; Lucas 9, 1-6; Lucas 6, 13), Jesús quiere decir que ha
llegado el tiempo definitivo en el que reconstituye el pueblo de
Dios, el pueblo de las doce tribus, que se convierte ahora en un
pueblo universal, su Iglesia.
Con su misma existencia, los Doce --llamados de orígenes
diferentes-- se convierten en un llamamiento para todo Israel a
convertirse y a dejarse reunir en la nueva alianza, cumplimiento
pleno y perfecto de la antigua. Al haberles confiado la tara
de celebrar su memorial en la Cena, antes de la Pasión, Jesús
muestra que quería transferir a toda la comunidad en la persona
de sus cabezas el mandato de ser, en la historia, signo e
instrumento de la reunión escatológica comenzada por Él. En
cierto sentido, podemos decir que precisamente la Última Cena
es el acto de fundación de la Iglesia, pues se entrega a sí
mismo y crea de este modo una nueva comunidad, una comunidad
unida en la comunión con Él mismo. Desde esta
perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera --con
la efusión del Espíritu-- el poder de perdonar los pecados
(Cf. Juan 20, 23). Los doce apóstoles son, de este modo, el
signo más evidente de la voluntad de Jesús sobre la existencia y
la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la
Iglesia no hay contraposición: son inseparables, a pesar de los
pecados de los hombres que componen la Iglesia. Y por tanto,
no puede conciliarse con las intenciones de Cristo un eslogan
que hace unos años estaba de moda: «Jesús sí; Iglesia no». El
Jesús individualista es un Jesús de fantasía. No podemos
encontrar a Jesús sin la realidad que Él creó y en la que se
comunica. Entre el Hijo de Dios, hecho carne y su
Iglesia, se da una continuidad profunda, inseparable y
misteriosa, en virtud de la cual Cristo se hace presente hoy en
su pueblo. Siempre es nuestro contemporáneo, contemporáneo
en la Iglesia, construida sobre el fundamento de los apóstoles,
está vivo en la sucesión de los apóstoles. Y esta presencia suya
en la comunidad, en la que Él mismo siempre se nos da, es el
motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el
Reino de Dios viene.
Traducción del original italiano realizada por Zenit.