JUBILEO DE LAS FAMILIAS
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE CON LAS FAMILIAS
Plaza de San Pedro, sábado 14 de octubre, 2000
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 15 de octubre, 2000
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE CON LAS FAMILIAS
1. Con gran alegría os doy la bienvenida, amadísimas familias,
que habéis venido aquí desde las más diversas regiones del mundo.
Saludo también a las familias que, bajo todos los cielos, están
conectadas ahora con nosotros mediante la radio y la televisión, y se
unen a este jubileo de las familias.
Agradezco al señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del
Consejo pontificio para la familia, las palabras que me ha dirigido en
nombre de todos vosotros. Saludo también a los demás señores
cardenales y hermanos en el episcopado aquí presentes, así como a
los sacerdotes, los religiosos y las religiosas que participan en este
encuentro festivo.
Recientemente tuve la alegría de ir en peregrinación a Nazaret, el
lugar donde el Verbo se hizo carne. Durante aquella visita os
llevé a todos en mi corazón, pidiendo fervientemente por
vosotros a la Sagrada Familia, modelo sublime de todas las familias.
Esta tarde queremos revivir precisamente el clima espiritual de la
casa de Nazaret. El gran espacio que nos acoge, entre la basílica y
la columnata de Bernini, nos sirve de casa, una gran casa al aire
libre. Aquí, reunidos como una verdadera familia, "con un solo
corazón y una sola alma" (Hch 4, 32), podemos intuir y
experimentar la dulzura y la intimidad de aquella humilde casa,
donde María y José vivían alternando la oración y el trabajo, y
donde Jesús "estaba sujeto a ellos" (Lc 2, 51),
participando gradualmente en la vida común.
2. La contemplación de la Sagrada Familia, queridos esposos
cristianos, os estimula a interrogaros sobre las tareas que Cristo os
asigna en vuestra estupenda y ardua vocación.
El tema de vuestro jubileo -"Los hijos: primavera de la familia y
de la sociedad"- puede ser para vosotros una significativa fuente
de inspiración. ¿No son precisamente los hijos quienes "examinan"
continuamente a los padres? No sólo lo hacen con sus frecuentes
"¿por qué?", sino también con su rostro, unas veces
sonriente y otras velado por la tristeza. Es como si todo su modo de
ser reflejara un interrogante, que se expresa de formas muy
diversas, incluso con sus caprichos, y que podríamos traducir en
preguntas como estas: "Mamá, papá, ¿me queréis? ¿Soy de
verdad un don para vosotros? ¿Me acogéis por lo que soy? ¿Os
esforzáis por buscar siempre mi verdadero bien?"
Estas preguntas las formulan más con la mirada que con las palabras,
pero obligan a los padres a asumir su gran responsabilidad y, en
cierto modo, para ellos son el eco de la voz de Dios.
3. Los hijos son "primavera": ¿qué significa esta
metáfora elegida para vuestro jubileo? Nos remite al horizonte de
vida, de colores, de luz y de canto, típico de la estación
primaveral. Naturalmente, los hijos son todo esto. Son la esperanza
que sigue floreciendo, un proyecto que se inicia continuamente, el
futuro que se abre sin cesar. Representan el florecimiento del amor
conyugal, que en ellos se refleja y se consolida. Al venir a la luz,
traen un mensaje de vida que, en definitiva, remite al Autor
mismo de la vida. Al estar necesitados de todo, en especial durante
las primeras fases de su existencia, constituyen naturalmente una
llamada a la solidaridad.
No por casualidad Jesús invitó a sus discípulos a tener corazón de
niño (cf. Mc 10, 13-16). Queridas familias, hoy queréis dar
gracias por el don de los hijos y, al mismo tiempo, acoger el
mensaje que Dios os envía a través de su existencia.
4. Por desgracia, como bien sabemos, la situación de los niños en el
mundo no es siempre como debería ser. En muchas regiones y,
paradójicamente, sobre todo en los países de mayor bienestar, traer
al mundo un hijo se ha convertido en una elección realizada con
gran perplejidad, más allá de la prudencia que exige
obligatoriamente una procreación responsable. Se diría que a veces a
los hijos se les ve más como una amenaza que como un don.
¿Y qué decir del otro triste escenario de la infancia ultrajada y
explotada, sobre la que también llamé la atención en la Carta a
los niños?
Pero vosotros estáis aquí, esta tarde, para testimoniar vuestra
convicción, basada en la confianza en Dios, de que es posible
cambiar esta tendencia. Estáis aquí para una "fiesta de la
esperanza", haciendo vuestro el "realismo" operante de
esta virtud cristiana fundamental.
5. En efecto, la situación de los niños es un desafío para toda
la sociedad, un desafío que interpela directamente a las
familias. Nadie puede constatar mejor que vosotros, queridos padres,
cuán esencial es para los hijos poder contar con vosotros, con ambos
-con el padre y la madre- en la complementariedad de vuestros dones.
No, no es un progreso en la civilización secundar tendencias que
oscurecen esta verdad elemental y pretenden afirmarse también en el
ámbito legal.
¿Acaso la plaga del divorcio no perjudica ya excesivamente a los
niños? ¡Qué triste es para un niño tener que resignarse a
compartir su amor con padres enfrentados entre sí! Muchos hijos llevarán
para siempre el trauma psíquico de la prueba a la que los ha
sometido la separación de sus padres.
6. Ante tantas familias rotas, la Iglesia no se siente llamada a
expresar un juicio severo e indiferente, sino más bien a iluminar
los numerosos dramas humanos con la luz de la palabra de Dios,
acompañada por el testimonio de su misericordia. Con este espíritu
la pastoral familiar procura aliviar también las situaciones de los creyentes
que se han divorciado y se han vuelto a casar. No están excluidos de la comunidad; al contrario, están invitados a
participar en su vida, recorriendo un camino de crecimiento en el
espíritu de las exigencias evangélicas. La Iglesia, sin ocultarles
la verdad del desorden moral objetivo en el que se hallan y de las
consecuencias que derivan de él para la práctica sacramental, quiere
mostrarles toda su cercanía materna.
Vosotros, esposos cristianos, tened la seguridad de que el sacramento
del matrimonio os da la gracia necesaria para perseverar en el amor
mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan. Hoy estáis llamados a interrogaros sobre esta comunión profunda
entre vosotros, mientras pedís la abundancia de la misericordia
jubilar.
7. Al mismo tiempo, no podéis eludir el interrogante esencial
sobre vuestra misión de educadores. Habiendo dado la vida a
vuestros hijos, también tenéis el deber de seguirlos, de modo
adecuado a su edad, en las orientaciones y en las opciones de vida,
velando por todos sus derechos.
En nuestro tiempo, el reconocimiento de los derechos del niño ha
experimentado un indudable progreso, pero sigue siendo motivo de
aflicción la negación práctica de estos derechos, como lo
manifiestan los numerosos y terribles atentados contra su dignidad. Es
preciso vigilar para que el bien del niño se ponga por encima de
todo, comenzando desde el momento en que se desea tener un hijo.
La tendencia a recurrir a prácticas moralmente inaceptables en la
generación pone de relieve la mentalidad absurda de un "derecho al
hijo", que ha usurpado el lugar del justo reconocimiento de un
"derecho del hijo" a nacer y después a crecer de
modo plenamente humano. Al contrario, ¡cuán diversa y digna de apoyo
es la práctica de la adopción! Un verdadero ejercicio de
caridad, que antepone el bien de los hijos a las exigencias de los
padres.
8. Queridos hermanos, comprometámonos con todas nuestras fuerzas a
defender el valor de la familia y el respeto a la vida humana, desde
el momento de la concepción. Se trata de valores que pertenecen a la
"gramática" fundamental del diálogo y de la convivencia
humana entre los pueblos.
Expreso mi vivo deseo de que tanto los Gobiernos y los Parlamentos
nacionales, como las organizaciones internacionales y, en particular,
la Organización de las Naciones Unidas, reconozcan esta verdad. A
todos los hombres de buena voluntad que creen en estos valores les
pido que unan eficazmente sus esfuerzos, para que prevalezcan en la
realidad de la vida, en las orientaciones culturales y en los medios
de comunicación social, en las opciones políticas y en las
legislaciones de los pueblos.
9. A vosotras, queridas madres, que tenéis en vuestro interior un
instinto incoercible de defender la vida, os dirijo un llamamiento
apremiante: ¡sed siempre fuentes de vida, jamás de muerte!
A vosotros juntos, padres y madres, os digo: habéis sido llamados a
la altísima misión de cooperar con el Creador en la transmisión de
la vida (cf. Carta a las familias, 8); ¡no tengáis miedo a
la vida! Proclamad juntos el valor de la familia y el de la vida.
Sin estos valores no existe futuro digno del hombre.
Quiera Dios que el estupendo espectáculo de vuestras antorchas
encendidas en esta plaza os acompañe durante mucho tiempo como un
signo de Aquel que es la luz y os llama a iluminar con vuestro
testimonio los pasos de la humanidad por las sendas del nuevo milenio.
Homilía
del Santo Padre Juan Pablo II
1. "Nos bendiga el Señor, fuente de la vida".
Amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación, que hemos repetido
en el Salmo responsorial, sintetiza muy bien la oración diaria de
toda familia cristiana, y hoy, en esta celebración eucarística
jubilar, expresa eficazmente el sentido de nuestro encuentro.
Habéis venido aquí no sólo como individuos, sino también como
familias. Habéis llegado a Roma desde todas las partes del mundo,
con la profunda convicción de que la familia es un gran don de Dios,
un don originario, marcado por su bendición.
En efecto, así es. Desde los albores de la creación, sobre la
familia se posó la mirada y la bendición de Dios. Dios creó al
hombre y a la mujer a su imagen, y les dio una tarea específica para
el desarrollo de la familia humana: "Los bendijo y les dijo:
Creced, multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1, 28).
Vuestro jubileo, amadísimas familias, es un canto de alabanza por
esta bendición originaria. Descendió sobre vosotros, esposos
cristianos, cuando, al celebrar vuestro matrimonio, os prometisteis
amor eterno delante de Dios. La recibirán hoy las ocho parejas de
diferentes partes del mundo, que han venido a celebrar su matrimonio
en el solemne marco de este rito jubilar.
Sí, que os bendiga el Señor, fuente de la vida. Abríos al
flujo siempre nuevo de esta bendición, que encierra una fuerza
creadora, regeneradora, capaz de eliminar todo cansancio y asegurar
lozanía perenne a vuestro don.
2. Esta bendición originaria va unida a un designio preciso de Dios,
que su palabra nos acaba de recordar: "No está bien que el
hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude" (Gn
2, 18). Así es como el autor sagrado presenta en el libro del
Génesis la exigencia fundamental en la que se basa tanto la
unión conyugal de un hombre y una mujer como la vida de la familia
que nace de ella. Se trata de una exigencia de comunión. El
ser humano no fue creado para la soledad; en su misma naturaleza
espiritual lleva arraigada una vocación relacional. En virtud de esta
vocación, crece en la medida en que entra en relación con los
demás, encontrándose plenamente "en la entrega sincera de sí
mismo" (Gaudium et spes, 24).
Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales.
Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad,
gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que
se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los
esposos, sino también entre ellos y sus hijos. Toda la gran red de
las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la
relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno
para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de
vida: "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y
se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" (Gn
2, 24).
3. ¡Una sola carne! ¡Cómo no captar la fuerza de esta
expresión! El término bíblico "carne" no evoca sólo el
aspecto físico del hombre, sino también su identidad global de
espíritu y cuerpo. Lo que los esposos realizan no es únicamente
un encuentro corporal; es, además, una verdadera unidad de sus
personas. Se trata de una unidad tan profunda que, de alguna manera,
los convierte en un reflejo del "Nosotros" de las tres
Personas divinas en la historia (cf. Carta a las familias,
8).
Así se comprende el gran reto que plantea el debate de Jesús con los
fariseos en el evangelio de san Marcos, que acabamos de proclamar.
Para los interlocutores de Jesús, se trataba de un problema de
interpretación de la ley mosaica, que permitía el repudio,
provocando debates sobre las razones que podían legitimarlo. Jesús
supera totalmente esa visión legalista, yendo al núcleo del
designio de Dios. En la norma mosaica ve una concesión a la
sklhrokard|a, a la "dureza del corazón". Pero Jesús no se
resigna a esa dureza. ¿Y cómo podría hacerlo él, que vino
precisamente para eliminarla y ofrecer al hombre, con la redención,
la fuerza necesaria para vencer las resistencias debidas al pecado?
Jesús no tiene miedo de volver a recordar el designio originario:
"Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer"
(Mc 10, 6).
4. ¡Al principio! Sólo él, Jesús, conoce al Padre
"desde el principio", y conoce también al hombre
"desde el principio". Él es, a la vez, el revelador del
Padre y el revelador del hombre al hombre (cf. Gaudium et spes,
22). Por eso, siguiendo sus huellas, la Iglesia tiene la tarea de
testimoniar en la historia este designio originario, manifestando que
es verdad y que es practicable.
Al hacerlo, la Iglesia no desconoce las dificultades y los dramas que
la experiencia histórica concreta registra en la vida de las
familias. Pero también sabe que la voluntad de Dios, acogida y
realizada con todo el corazón, no es una cadena que esclaviza, sino la
condición de una libertad verdadera que tiene su plenitud en el amor.
Asimismo, la Iglesia sabe -y la experiencia diaria se lo confirma- que
cuando este designio originario se oscurece en las conciencias, la
sociedad sufre un daño incalculable.
Ciertamente, existen dificultades. Pero Jesús ha proporcionado a los
esposos los medios de gracia adecuados para superarlas. Por voluntad
suya, el matrimonio ha adquirido, en los bautizados, el valor y la
fuerza de un signo sacramental, que consolida sus características
y sus prerrogativas. En efecto, en el matrimonio sacramental los
esposos, como harán dentro de poco las parejas jóvenes cuya boda
bendeciré, se comprometen a manifestarse mutuamente y a testimoniar
al mundo el amor fuerte e indisoluble con el que Cristo ama a la
Iglesia. Se trata del "gran misterio", como lo llama el
apóstol san Pablo (cf. Ef 5, 32).
5. "Os bendiga Dios, fuente de la vida". La bendición de
Dios no sólo es el origen de la comunión conyugal, sino también de
la apertura responsable y generosa a la vida. Los hijos son en
verdad la "primavera de la familia y de la sociedad", como
reza el lema de vuestro jubileo. El matrimonio florece en los hijos:
ellos coronan la comunión total de vida ("totius vitae
consortium": Código de derecho canónico, c. 1055,
1), que convierte a los esposos en "una sola carne"; y esto
vale tanto para los hijos nacidos de la relación natural entre
los cónyuges, como para los queridos mediante la adopción.
Los hijos no son un "accesorio" en el proyecto de una vida
conyugal. No son "algo opcional", sino "el don más
excelente" (Gaudium et spes, 50), inscrito en la
estructura misma de la unión conyugal.
La Iglesia, como se sabe, enseña la ética del respeto a esta
institución fundamental en su significado al mismo tiempo unitivo
y procreador. De este modo, expresa el acatamiento que debe dar al
designio de Dios, delineando un cuadro de relaciones entre los esposos
basadas en la aceptación recíproca sin reservas. De este modo se
respeta, sobre todo, el derecho de los hijos a nacer y crecer en un
ambiente de amor plenamente humano. Conformándose a la palabra de
Dios, la familia se transforma así en laboratorio de humanización y
de verdadera solidaridad.
6. A esta tarea están llamados los padres y los hijos, pero, como ya
escribí en 1994, con ocasión del Año de la familia, "el
"nosotros" de los padres, marido y mujer, se desarrolla,
por medio de la generación y de la educación, en el
"nosotros" de la familia, que deriva de las generaciones
precedentes y se abre a una gradual expansión" (Carta a las
familias, 16). Cuando se respetan las funciones, logrando que la
relación entre los esposos y la relación entre los padres y los
hijos se desarrollen de manera armoniosa y serena, es natural que para
la familia adquieran significado e importancia también los demás
parientes, como los abuelos, los tíos y los primos. A menudo, en
estas relaciones fundadas en el afecto sincero y en la ayuda mutua, la
familia desempeña un papel realmente insustituible, para que las
personas que se encuentran en dificultad, los solteros, las viudas y
los viudos, y los huérfanos encuentren un ambiente agradable y
acogedor. La familia no puede encerrarse en sí misma. La
relación afectuosa con los parientes es el primer ámbito de esta
apertura necesaria, que proyecta a la familia hacia la sociedad
entera.
7. Así pues, queridas familias cristianas, acoged con confianza la
gracia jubilar, que Dios derrama abundantemente en esta
Eucaristía. Acogedla tomando como modelo a la familia de Nazaret
que, aunque fue llamada a una misión incomparable, recorrió vuestro
mismo camino, entre alegrías y dolores, entre oración y trabajo,
entre esperanzas y pruebas angustiosas, siempre arraigada en la
adhesión a la voluntad de Dios. Ojalá que vuestras familias sean
cada vez más verdaderas "iglesias domésticas", desde las
cuales se eleve a diario la alabanza a Dios y se irradie a la sociedad
un flujo de amor benéfico y regenerador.
"¡Nos bendiga el Señor, fuente de vida!".
Qué este jubileo
de las familias constituya para todos los que lo estáis viviendo un
gran momento de gracia. Que sea también para la sociedad una
invitación a reflexionar en el significado y en el valor de este gran
don que es la familia, formada según el corazón de Dios.
Qué la Virgen María, "Reina de la familia", os acompañe
siempre con su mano materna.