"HUMANAE VITAE
"SOBRE LA REGULACIÓN DE LA NATALIDAD CARTA ENCÍCLICA
S.S. Pablo VI, 1968
Venerables
hermanos y amados hijos:
La
transmisión de la vida
1.
El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre
para los esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador,
fuente de grandes alegrías aunque algunas veces acompañadas de no
pocas dificultades y angustias.
En
todos los tiempos ha planteado el cumplimiento de este deber serios
problemas en la conciencia de los cónyuges, pero con la actual
transformación de la sociedad se han verificado unos cambios tales que
han hecho surgir nuevas cuestiones que la Iglesia no podía ignorar por
tratarse de una materia relacionada tan de cerca con la vida y la
felicidad de los hombres.
I
- NUEVOS ASPECTOS DEL PROBLEMA Y COMPETENCIA DEL MAGISTERIO
Nuevo
enfoque del problema
2.
Los cambios que se han producido son, en efecto, notables y de
diversa índole. Se trata,
ante todo, del rápido desarrollo demográfico.
Muchos manifiestan el temor de que la población mundial aumente
más rápidamente que las reservas de que dispone, con creciente
angustia para tantas familias y pueblos en vía de desarrollo, siendo
grande la tentación de las Autoridades de oponer a este peligro medidas
radicales. Además, las
condiciones de trabajo y de habitación y las múltiples exigencias que
van aumentando en el campo económico y en el de la educación, con
frecuencia hacen hoy difícil el mantenimiento adecuado de un número
elevado de hijos
Se
asiste también a un cambio, tanto en el modo de considerar la
personalidad de la mujer y su puesto en la sociedad, como en el valor
que hay que atribuir al amor conyugal dentro del matrimonio y en el
aprecio que se debe dar al significado de los actos conyugales en relación
con este amor.
Finalmente
y sobre todo el hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en el
dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza,
de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser global: al
cuerpo, a la vida síquica, a la vida social y hasta a las leyes que
regulan la transmisión de la vida.
3.
El nuevo estado de cosas hace plantear nuevas preguntas.
Consideradas las condiciones de la vida actual y dado el
significado que las relaciones conyugales tienen en orden a la armonía
entre los esposos y a su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisar
las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que
las mismas no pueden observarse sin sacrificios algunas veces heroicos?.
Más
aún: extendiendo a este campo la aplicación del llamado “principio
de totalidad”, ¿no se podría admitir que la intención de una
fecundidad menos exuberante, pero más racional, transformase la
intervención materialmente esterilizadora en un control lícito y
prudente de los nacimientos?, es decir, ¿no se podría admitir que la
finalidad procreadora pertenezca al conjunto de la vida conyugal más
bien que a cada uno de los actos? Se pregunta también si, dado el creciente sentido de
responsabilidad del hombre moderno, no haya llegado el momento de
someter a su razón y a su voluntad, más que a los ritmos biológicos
de su organismo, la tarea de regular la natalidad.
Competencia
del magisterio
4.
Estas cuestiones exigían del Magisterio de la Iglesia una nueva
y profunda reflexión acerca de los principios de la doctrina moral del
matrimonio, doctrina fundada sobre la ley natural, iluminada y
enriquecida por la divina Revelación.
Ningún
fiel querrá negar que corresponda al Magisterio de la Iglesia el
interpretar también la ley moral natural.
Es, en efecto, incontrovertible -como tantas veces han declarado
Nuestros Predecesores (1)-- que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los
Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las
gentes sus mandamientos (2), los constituía en custodios y en intérpretes
auténticos de toda ley moral, es decir, no solo de la ley evangélica,
sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo
cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse (3).
En
conformidad con esta sumisión, la Iglesia dio siempre, y con más
amplitud en los tiempos recientes, una doctrina coherente tanto sobre la
naturaleza del matrimonio como sobre el recto uso de los derechos
conyugales y sobre las obligaciones de los esposos (4).
Estudios
especiales
5. La conciencia de esta misma misión Nos indujo a
confirmar y a ampliar la Comisión de Estudio que nuestro Predecesor
Juan XXIII, de feliz memoria, había instituido en el mes de marzo de
1963. Esta comisión de la que formaban parte bastantes estudiosos
de las diversas disciplinas relacionadas con la materia y parejas de
esposos, tenía la finalidad de recoger opiniones acerca de las nuevas
cuestiones referentes a la vida conyugal en particular la regulación de
la natalidad, y de suministrar elementos de información oportunos, para
que el Magisterio pudiese dar una respuesta adecuada a la espera de los
fieles y de la opinión pública mundial (5).
Los
trabajos de estos peritos, así como los sucesivos pareceres y los
consejos de buen número de nuestros hermanos en el Episcopado quienes
los enviaron espontáneamente o respondiendo a una petición expresa,
Nos han permitido ponderar mejor los diversos aspectos del complejo
argumento. Por ello les
expresamos de corazón a todos Nuestra viva gratitud.
La
respuesta del Magisterio
6. No podíamos, sin embargo, considerar como definitivas
las conclusiones a que había llegado la Comisión, ni dispensarnos de
examinar personalmente la grave cuestión;
entre otros motivos, porque en seno a la Comisión no se había
alcanzado una plena concordancia de juicios acerca de las normas morales
a proponer y, sobre todo, porque habían aflorado algunos criterios de
soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio
propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza.
Por ello, habiendo examinado atentamente la documentación que se
Nos presentó y después de madura reflexión y de asiduas plegarias,
queremos ahora, en virtud del mandato que Cristo Nos confió, dar
Nuestra respuesta a estas graves cuestiones.
II
- PRINCIPIOS DOCTRINALES
Una
visión global del hombre
7. El problema de la natalidad como cualquier otro referente
a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas
parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico,
a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no solo
natural y terrena sino también sobrenatural y eterna.
Y puesto que, en el tentativo de justificar los métodos
artificiales del control de los nacimientos, muchos han apelado a las
exigencias del amor conyugal y de una "paternidad responsable",
conviene precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes
realidades de la vida matrimonial, remitiéndonos sobre todo a cuanto ha
declarado, a este respecto, en forma altamente autorizada, el Concilio
Vaticano II en la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes".
El
amor conyugal
8. La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se
revelan cuando este es considerado en su fuente suprema, Dios, que es
Amor (6), "el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y
en la tierra" (7).
El
matrimonio no es por tanto, efecto de la casualidad o producto de la
evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución
del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor.
Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y
exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un
mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación
y en la educación de nuevas vidas.
En
los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo
sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de
la Iglesia.
Sus
Características
9. Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las
exigencias características del amor conyugal, siendo de suma
importancia tener una idea exacta de ellas.
Es,
ante todo, un amor plenamente humano,
es decir sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del
sentimiento sino que es también y principalmente un acto de la voluntad
libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los
dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en
un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección
humana.
Es
un amor total, esto es, una
forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten
generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama solo por
lo que de él recibe, sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer
con el don de sí.
Es
un amor fiel y exclusivo hasta
la muerte. Así lo conciben
el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena
conciencia el empeño del vínculo matrimonial.
Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es
posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo.
El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra
que la fidelidad no solo es connatural al matrimonio sino también manantial
de felicidad profunda y duradera.
Es,
por fin, un amor fecundo que
no se agota en la comunión entre los esposos sino que está destinado a
prolongarse suscitando nuevas vidas.
"El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su
propia naturaleza a la procreación y educación de la prole.
Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y
contribuyen sobremanera al bien de los propios padres" (8).
La
paternidad responsable
10. Por ello el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su
misión de "paternidad responsable" sobre la que hoy tanto se
insiste con razón y que hay que comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y
relacionados entre sí.
En
relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa
conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el
poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona
humana (9).
En
relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la
paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas
han de ejercer la razón y la voluntad.
En
relación con las condiciones físicas, económicas, sicológicas y
sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la
deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea
con la decisión, tomada por graves motivos y en el respecto de la ley
moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo
indefinido.
La
paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más
profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel
intérprete es la recta conciencia.
El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que
los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios,
para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa
jerarquía de valores.
En
la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto libres
para proceder arbitrariamente, como si ellos pudieses determinar de
manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que
deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios,
manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y
constantemente enseñada por la Iglesia (10).
Respetar
la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
11. Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y
a través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha
recordado el Concilio, "honestos y dignos"
(11) y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes
de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan
ordenados a expresar y consolidar su unión.
De hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una nueva
vida de cada uno de los actos conyugales.
Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de
fecundidad que por sí mismo distancian los nacimientos.
La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las
normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña
que cualquier acto matrimonial (quilibet
matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida
(12).
Inseparable
los dos aspectos: unión y
procreación
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada
sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no
puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto
conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura,
mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la
generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo
del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y
procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo
y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la
paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestros
tiempos, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente
razonable y humano de este principio fundamental.
Fidelidad
al plan de Dios
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge
sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un
verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto
orden moral en las relaciones entre los esposos.
Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que
un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad a transmitir
la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él,
está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y
con la voluntad del autor de la vida.
Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad,
aun solo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y la de
la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir
también el plan de Dios y su voluntad.
Usufructuar en cambio el don del amor conyugal respetando las
leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las
fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan
establecido por el Creador. En
efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su
cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón,
sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su
ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio.
"La vida humana es sagrada, recordaba Juan XXIII, desde su
comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios"
(13).
Vías
ilícitas para la regulación de los
nacimientos
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión
humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay
que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los
nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado,
y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por
razones terapéuticas (14).
Hay
que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado
muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del
hombre como de la mujer (15); queda además excluida toda acción que, o
en previsión del acto conyugal, o en su realización o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio hacer
imposible la procreación (16).
Tampoco
se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos
conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que
tales actos constituirán un todo con los actos fecundos anteriores o
que seguirán después, y que por tanto compartirían la única e idéntica
bondad moral. En verdad, si
es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal
mayor o de promover un bien más grande, (17) no es lícito, ni aún por
razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (18), es decir,
hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente
desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello
se quisiera salvaguardar o promover el bien individual, familiar o
social. Es por tanto un
error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y
por esto intrínsecamente deshonesto, puede ser cohonestado por el
conjunto de una vida conyugal fecunda.
Licitud
de los medios terapéuticos
15. La Iglesia, en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de
los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar
enfermedades del organismo, a pesar que se siguiese un impedimento aun
previsto para la procreación, con tal que ese impedimento no sea, por
cualquier motivo directamente querido (19).
Licitud
del recurso a los períodos
infecundos
16. A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta
hoy, como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la
inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza irracional y
orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre.
Algunos se preguntan: actualmente,
¿no es quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control
artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la
tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de
los hijos ya nacidos? A
esta pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera
en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una
obra que tan de cerca asocia la criatura racional a su Creador, pero
afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios.
Por
consiguiente si para espaciar los nacimientos existen serios motivos,
derivados de las condiciones físicas o sicológicas de los cónyuges, o
de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito
tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones
generadoras para usar del matrimonio solo en los períodos infecundos y
así regular la natalidad sin ofender los principios morales que
acabamos de recordar (20).
La
Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los
períodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de
medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por
razones aparentemente honestas y serias.
En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial:
en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una
disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los
procesos naturales. Es
verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de
acuerdo con la voluntad positiva de evitar la prole por razones
plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es
igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian
conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando
por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después
en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y para
salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando
así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto.
Graves
consecuencias de los métodos
de regulación
artificial de la natalidad
17. Los hombres rectos podrán convencerse todavía más de la
consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan
sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de
la natalidad. Consideren,
antes que nada, el campo fácil y amplio que se abriría a la
infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad.
No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana
y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan
vulnerables en este punto, tienen necesidad de aliento para ser fieles a
la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar
su observancia. Podría
también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas
anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin
preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a
considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como la
compañera, respetada y amada.
Reflexiónese
también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner
en las manos de Autoridades Públicas despreocupadas de las exigencias
morales. ¿Quién podría
reprochar a un Gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la
colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para
la solución de un problema familiar?
¿Quién impediría a los Gobernantes favorecer y hasta imponer a
sus pueblos, si lo considerasen necesario, el método anticonceptivo que
ellos juzgasen más eficaz? En
tal modo los hombres, queriendo evitar las dificultades individuales,
familiares o sociales que se encuentran en el cumplimiento de la ley
divina, llegarían a dejar a merced de la intervención de las
Autoridades Públicas el sector más personal y más reservado de la
intimidad conyugal.
Por
tanto, si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de
engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites
infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio
cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre privado o
revestido de autoridad, es lícito quebrantar.
Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto
debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según
los principios antes recordados y según la recta inteligencia del
"principio de totalidad" ilustrado por Nuestro predecesor Pío
XII (21).
La
Iglesia, garante
de los auténticos
valores humanos
18. Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente
aceptada por todos: son
demasiadas las voces --ampliadas por los modernos medios de propaganda--
que están en contraste con la de la Iglesia.
A decir verdad, esta no se maravilla de ser, a semejanza de su
divino Fundador, "signo de contradicción" (22) pero no deja
por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y
evangélica. La Iglesia no
ha sido la autora de estas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino
solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito
lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien
del hombre.
Al
defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que
contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente
humana; ella compromete al hombre a no abdicar la propia responsabilidad
para someterse a los medios técnicos; defiende con esto mismo la
dignidad de los cónyuges. Fiel
a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se demuestra amiga
sincera y desinteresada de los hombres a quienes quiere ayudar, ya desde
su camino terreno, "a participar como hijos a la vida de Dios vivo,
Padre de todos los hombres" (23).
III
- DIRECTIVAS PASTORALES
La
Iglesia Madre y Maestra
19. Nuestra palabra no sería expresión adecuada del pensamiento y de
las solicitudes de la Iglesia, Madre y Maestra de todas las gentes, si,
después de haber invitado a los hombres a observar y a respetar la ley
divina referente al matrimonio, no les confortase en el camino de una
honesta regulación de la naturalidad, aun en medio de las difíciles
condiciones que hoy afligen a las familias y a los pueblos.
La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud para con
los hombres que la del Redentor: conoce
su debilidad, tiene compasión de las muchedumbres, acoge a los
pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad es
la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida
por el Espíritu de Dios (24).
Posibilidad
de observar la Ley Divina
20. La Doctrina de la Iglesia, en materia de regulación de la natalidad,
promulgadora de la ley divina, aparecerá fácilmente a los ojos de
muchos difícil e incluso imposible en la práctica.
Y es verdad que, como todas las grandes y beneficiosas
realidades, exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar,
individual y social. Más aún
no sería posible actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y
fortalece la buena voluntad de los hombres.
Pero a todo aquel que reflexione seriamente, no puede menos de
aparecer que tales esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician la
comunidad humana.
Dominio
de sí mismo
21. Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre
todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los
verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia
a procurarse un perfecto dominio de sí mismos.
El dominio de instinto, mediante la razón y la voluntad libre,
impone sin ningún género de duda una ascética, para que las
manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con
el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica.
Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de
perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo
beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad,
enriqueciéndose de valores espirituales:
aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y
facilitando la solución de otros problemas;
favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge;
ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor y
enraizando más su sentido de responsabilidad.
Los padres adquieren así la capacidad de un influjo profundo y
eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los
valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades
espirituales y sensibles.
Crear
un ambiente favorable a la castidad
22. Nos queremos en esta ocasión llamar la atención de los educadores y
de todos aquellos que tienen incumbencia de responsabilidad en orden al
bien común de la convivencia humana, sobre la necesidad de crear un
clima favorable a la educación de la castidad, es decir, al triunfo de
la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden moral.
Todo
lo que en los medios modernos de comunicación social conduce a la
excitación de los sentidos, al desenfreno de las costumbres, como
cualquier forma de pornografía y de espectáculos licenciosos, debe
suscitar la franca y unánime reacción de todas las personas, solícitas
del progreso de la civilización y de la defensa de los supremos bienes
del espíritu humano. En
vano se trataría de buscar justificación a estas depravaciones con el
pretexto de exigencias artísticas o científicas (25), o aduciendo como
argumento la libertad concebida en este campo por las Autoridades públicas.
Llamamiento
a las Autoridades Públicas
23. Nos decimos a los Gobernantes, que son los primeros responsables del
bien común y que pueden hacer mucho para salvaguardar las costumbres
morales: no permitáis que
se degrade la moralidad de vuestros pueblos;
no aceptéis que se introduzcan legalmente en la célula
fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y
divina. Es otro el camino
por el cual los Poderes Públicos pueden y deben contribuir a la solución
del problema demográfico: El
de una cuidadosa política familiar y de una sabia educación de los
pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos.
Somos
conscientes de las graves dificultades con que tropiezan los Poderes Públicos
a este respecto, especialmente en los pueblos en vía de desarrollo.
A sus legítimas preocupaciones hemos dedicado Nuestra Encíclica
Populorum Progressio.
Y con Nuestro Predecesor, Juan XXIII, seguimos diciendo:
"Estas dificultades no se superan con recurso o métodos y
medios que son indignos del hombre y cuya explicación está solo en una
concepción estrechamente materialística del hombre mismo y de su vida.
La verdadera solución solamente se halla en el desarrollo económico
y en el progreso social, que respeten y promuevan los verdaderos valores
humanos, individuales y sociales"
(26). Tampoco se
podría hacer responsable, sin grave injusticia, a la Divina Providencia
de lo que por el contrario dependería de una menor sagacidad de
gobierno, de un escaso sentido de la justicia social, de un monopolio
egoísta o también de la indolencia responsable en afrontar los
esfuerzos y sacrificios necesarios para asegurar la elevación del nivel
de la vida de un pueblo y de todos sus hijos (27).
Que todos los Poderes responsables
--como
ya algunos lo vienen haciendo laudablemente-- reaviven generosamente los
propios esfuerzos, y que no cese de extenderse el mutuo apoyo entre
todos los miembros de la familia humana:
es un campo inmenso el que se abre de este modo a la actividad de
las grandes organizaciones internacionales.
A
los hombres de ciencia
24. Queremos ahora alentar a los hombres de ciencia, los cuales
"pueden contribuir notablemente al bien del matrimonio y de la
familia y de la paz, de las conciencias si, uniendo sus estudios, se
proponen aclarar más profundamente las diversas condiciones favorables
de una honesta regulación de la procreación humana" (28).
Es de desear en particular que, según el augurio expresado ya
por Pío XII, la ciencia médica logre dar una base, suficientemente
segura, para una regulación de nacimientos fundada en la observancia de
los ritmos naturales (29). De
este modo los científicos y en especial los católicos, contribuirán a
demostrar con los hechos que, como enseña la Iglesia, "no puede
haber verdadera contradicción entre las leyes divinas que regulan la
transmisión de la vida y aquellas que favorecen un auténtico amor
conyugal" (30).
A
los esposos cristianos
25. Nuestra palabra se dirige ahora más directamente a Nuestros hijos,
en particular a los llamados por Dios a servirlo en el matrimonio.
La Iglesia, al mismo tiempo que enseña las exigencias imprescriptibles
de la ley divina, anuncia la salvación y abre con los sacramentos los
caminos de la gracia, la cual hace del hombre una nueva criatura, capaz
de corresponder en el amor y en la verdadera libertad al designio de su
Creador y Salvador, y de encontrar suave el yugo de Cristo (31).
Los
esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su
vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y
fortalecido ulteriormente con el Sacramento del Matrimonio. Por lo mismo los cónyuges son corroboradores y como
consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su
vocación hasta la perfección y para dar un testimonio propio de ellos,
delante del mundo (32). A
ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres
la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos
con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana.
No
es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves,
inherentes a la vida de los cónyuges cristianos; para ellos como para
todos "la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la
vida" (33). La
esperanza de esta vida debe iluminar su camino, mientras se esfuerzan
animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo
presente (34), conscientes de que la forma de este mundo es pasajera
(35).
Afronten,
pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la
esperanza que "no engaña porque el amor de Dios ha sido difundido
en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo que nos ha sido
dado" (36); invoquen con oración perseverante la ayuda divina;
acudan sobre todo a la fuente de gracia y de caridad en la Eucaristía. Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen,
sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios,
que se concede en el Sacramento de la Penitencia.
Podrán realizar así la plenitud de la vida conyugal, descrita
por el apóstol: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó
a su Iglesia ( . . . ). Los
maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo.
Amar a la esposa ¿no es acaso amarse a sí mismo?
Nadie ha odiado jamás su propia carne, sino que la nutre y la
cuida como Cristo a su Iglesia ( . . . ).
Este misterio es grande, pero entendido de Cristo y la Iglesia.
Por lo que se refiere a vosotros, cada uno en particular ame a su
esposa como a sí mismo y la mujer respete a su propio marido"
(37).
Apostolado
entre los hogares
26. Entre los frutos logrados con un generoso esfuerzo de fidelidad a la
ley divina, uno de los más preciosos es que los cónyuges no rara vez
sienten el deseo de comunicar a los demás su experiencia.
Una nueva e importantísima forma de apostolado entre semejantes
se inserta de este modo en el amplio cuadro de la vocación de los
laicos: los mismos esposos se convierten en guía de otros esposos.
Esta es sin duda, entre las numerosas formas de apostolado, una
de las que hoy aparecen más oportunas (38).
A
los médicos y al personal sanitario
27. Estimamos altamente a los médicos y a los miembros del personal de
sanidad, quienes en el ejercicio de su profesión sienten entrañablemente
las superiores exigencias de su vocación cristiana, por encima de todo
interés humano. Perseveren,
pues, en promover constantemente las soluciones inspiradas en la fe y en
la recta razón, y se esfuercen en fomentar la convicción y el respeto
de las mismas en su ambiente. Consideren
también como propio deber profesional el procurarse toda la ciencia
necesaria en este aspecto delicado con el fin de poder dar a los esposos
que los consultan sabios consejos y directrices sanas que de ellos
esperan con todo derecho.
A
los sacerdotes
28. Amados hijos sacerdotes, que sois por vocación los consejeros y los
directores espirituales de las personas y de las familias, a vosotros
queremos dirigirnos ahora con toda confianza.
Vuestra primera incumbencia --en especial la de aquellos que enseñan
la teología moral-- es exponer sin ambigüedades la doctrina de la
Iglesia sobre el matrimonio. Sed
los primeros en dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al
Magisterio de la Iglesia, en el ejercicio de vuestro ministerio.
Tal obsequio, bien lo sabéis, es obligatorio no solo por las
razones aducidas, sino sobre todo por razón de la luz del Espíritu
Santo, de la cual están particularmente asistidos los Pastores de la
Iglesia para ilustrar la verdad (39).
Conocéis también la suma importancia que tiene para la paz de
las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo
de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y
hablen del mismo modo. Por esto renovamos con todo Nuestro ánimo el angustioso
llamamiento del apóstol Pablo: "Os
ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos
habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis
concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir" (40).
29. No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de
caridad eminente hacia las almas. Pero
esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que
el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres.
Venido no para juzgar sino para salvar (41), El fue, ciertamente,
intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas.
Que
en medio de sus dificultades encuentren siempre los cónyuges en las
palabras y en el corazón del sacerdote el eco de la voz y del amor del
Redentor.
Hablad
además con confianza, amados hijos, seguros de que el Espíritu de Dios
que asiste al Magisterio en el proponer la doctrina, ilumina
internamente los corazones de los fieles, invitándolos a prestar su
asentimiento. Enseñad a
los esposos el camino necesario de la oración, preparadlos a que acudan
con frecuencia y con fe a los sacramentos de la Eucaristía y de la
Penitencia, sin que se dejen nunca desalentar por su debilidad.
A
los Obispos
30. Queridos y Venerables Hermanos en el Episcopado, con quienes
compartimos más de cerca la solicitud del bien espiritual del Pueblo de
Dios, a vosotros va Nuestro pensamiento reverente y afectuoso al final
de esta encíclica. A todos
dirigimos una apremiante invitación.
Trabajad al frente de los sacerdotes, vuestros colaboradores, y
de vuestros fieles con ardor y sin descanso por la salvaguardia y la
santidad del matrimonio para que sea vivido en toda su plenitud humana y
cristiana. Considerad esta misión como una de vuestras
responsabilidades más urgentes en el tiempo actual.
Esto supone, como sabéis, una acción pastoral, coordinada en
todos los campos de la actividad humana, económica, cultural y social;
en efecto, solo mejorando simultáneamente todos estos sectores, se podrá
hacer no solo tolerable sino más fácil y feliz la vida de los padres y
de los hijos en el seno de la familia, más fraterna y pacífica la
convivencia de la sociedad humana, respetando fielmente el designio de
Dios sobre el mundo.
LLAMAMIENTO
FINAL
31. Venerables Hermanos, amadísimos Hijos y todos vosotros hombres de
buena voluntad: es grande
la obra de educación, de progreso y de amor a la cual os llamamos,
fundamentándonos en la doctrina de la Iglesia, de la cual el Sucesor de
Pedro es, con sus Hermanos en el Episcopado, depositarios e intérprete.
Obra grande de verdad, estamos convencidos de ello, tanto para el
mundo como para la Iglesia, ya que el hombre no puede hallar la
verdadera felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el
respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza y que debe
observar con inteligencia y amor. Nos
invocamos sobre esta tarea, como sobre todos vosotros y en particular
sobre los esposos, la abundancia de las gracias del Dios de santidad y
de misericordia, en prenda de las cuales os otorgamos Nuestra Bendición
Apostólica.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta del Apóstol Santiago, 25 de
julio de 1968, VI de Nuestro Pontificado.
Paulus PP. VI
NOTAS
(1) Cfr. Pío XI Enc. Qui
Pluribus, Pii XI P M. Acta, vol.1,
pp. 9-10; S. Pío X, Enc. Singulari
Quadam, 24 septiembre 1912 AAS. 4 (1912), p. 658; Pío XI, cfr. Casti
Connubii, 31 diciembre 1930, AAS. 22 (1930), pp. 579-581; Pío XII,
Aloc. Magnificate Dominum al
Episcopado del mundo católico, 2 noviembre 1954, AAS. 46 (1964), pp.
671-672; JUAN XIII, Enc. Mater et
Magistra, 15 mayo 1961, AAS. 53 (1961), p. 457.
(2) Cfr. Mt. 28, 18-19
(3) Cfr. Mt. 7, 21
(4) Cfr. Catechismus
Romanus Concilii Tridentini, pars. 2 c. 8; León XIII, Enc. Arcanum, 10 febrero 1880; Acta
Leonis XIII, 2 (1881), pp. 26-29; Pío XI, Enc. Divini Illius Magistri, 31 diciembre 1929, AAS. 22 (1930), pp.
58-61; Enc. Casti Connubii, 31
diciembre 1930, AAS. 22 (1930); pp. 545-546; Pío XII, Aloc.
A la Unión Italiana médico-biológica de San Lucas, 12
noviembre 1944 Discorsi e
Radiomessaggi, VI pp. 191-192; Al convenio de la Unión atólica de
comadronas, octubre 1951, AAS. 43 (1951), pp. 853-854; Al Congreso del
"Fronte della famiglia" y de la Asociación de familias
numerosas, 28 noviembre 1941, AAS. 43 (1951), pp. 857-859; Al VII
Congreso de la Sociedad de Hematología, 12 septiembre 1958, AAS. 50
(1958), pp. 734-735; JUAN XXIII, Enc. Mater
et Magistra, AAS. 53 (1961), pp. 446-447; Codex
Iuris Canonici, Can. 1067; 1068, § 1; 1076, § 1-2; Conc. Vat. II,
Const. past. Gaudium et Spes, nn. 47-52.
(5) Cfr. Alocución de Pablo VI al Sacro Colegio, 23 de junio
de 1964, AAS. 56 (1964), p. 588; a
la Comisión para el estudio de los problemas de la población, de la
familia y de la natalidad, 27 marzo 1965, AAS. 57 (1965), p. 388; al
Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Obstetricia y Ginecología,
29 octubre 1966, AAS. 58 (1966), p. 1168.
(6) Cfr. 1 Jn. 4, 8.
(7) Ef. 3, 15
(8) Conc. Vat. II, Const. Past.
Gaudium et Spes, n. 50
(9) STO. TOMAS, Sum.
Teol. I-II, q. 94, a. 2
(10)
Gaudium et Spes, nn. 50 y 51
(11)
Ibid. n. 49, 2o
(12)
Pío XI, Enc. Casti Connubii,
AAS. 22 (1930), p. 560; Pío XII, AAS. 43 (1951), p. 843.
(13)
Juan XIII, Enc. Mater et Magistra,
AAS. 53 (1961), p. 447.
(14)
Catechismus Romanus Concilii Tridentini,
Pars. II, c.
VIII; Pío XI, Enc. Casti Connubii,
AAS. 22 (1930), pp. 562-564; Pío
XII, Discorsi e Radiomessaggi, VI,
pp. 191-192,
AAS. 43 (1951), pp.842-843, pp. 857-859; Juan XXIII, Enc. Pacem
in terris, 11 abril 1963, AAS. 55 (1963), pp.259-260; Gaudium et Spes, n. 51.
(15)
Cfr. Pío XI, Enc. Casti Connubii,
AAs. 33 (1930), n. 565; Decreto
del S. Oficio, 22 febrero 1940, AAS. 32 (1940), p. 73; Pío XII, AAS.
43 (1951), pp. 843-844; AAS. 50 (1958), pp.734-735.
(16)
Cfr. Catechismus Romanus Concilii
Tridentini, pars. II, c. VIII; Pío XI, Enc. Casti
Connubii, AAS. 22 (1930), pp. 559-561; Pío XII, AAS. 43 (1951), p.
843; AAS.50 (1958), pp. 734- 735; Juan XXIII, Enc. Mater
et Magistra, AAS. 53 (1961), n. 447.
(17)
Cfr. Pío XII, Aloc. al Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos
Italianos, 6 diciembre 1953, AAS. 45 (1953), pp. 789-799.
(18)
Cfr. Rom. 3, 8.
(19)
Cfr. Pío Xii, Aloc. a los Participantes al Congreso de la Asociación
Italiana de Urología, 8 octubre 1953, AAS. 45 (1953), pp. 674-675; AAS.
50 (1958), pp. 734-735
(20)
Cfr. Pío XII, AAS. 43 (1951), p. 846
(21)
AAS. 45 (1953), pp. 674-675; Aloc. a los Dirigentes y Socios de la
Asociación Italiana de Donadores de Córnea, AAS. 48 (1956), pp.
461-462.
(22)
Lc. 2, 34
(23)
Pablo VI, Enc. Populorum
Progressio, 26 de marzo 1967, n. 21
(24)
Cfr. Rom. cap. 8
(25)
Cfr. Conc. Vat. II. Decreto Inter
Mirifica, sobre los medios de comunicación social, nn. 6-7
(26)
Cfr. Enc. Mater et Magistra,
AAS. 53 (1961), p. 447
(27)
Cfr. Enc. Popularum Progressio, nn.
48-55
(28)
Gaudium et Spes, n. 52
(29)
Cfr. AAS. 43 (1951), p. 859
(30)
Gaudium et Spes, n. 51
(31)
Cfr. Mt. 11, 30
(32)
Cfr. Gaudium et Spes, n. 48;
Conc. Vat. II. Const. dogm. Lumen
Gentium, n. 35
(33)
Mt. 7, 14; cfr. Heb: 12, 11
(34)
Cfr. Tit. 2, 12
(35)
Cfr. 1 Cor. 7, 31
(36)
Rm. 5, 5
(37)
Ef. 5, 25, 28-29, 32-33
(38)
Cfr. Lumen Gentium, nn. 35 y
41; Gaudium et Spes, nn. 48 y
49; CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam Actuositatem, n. 11
(39)
Cfr. Lumen Gentium, n. 25
(40)
1 Cor. 1, 10.
(41)
Cfr. Jn. 3, 17.
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