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FAMILIARIS CONSORTIO
/ CONTINUACION 2/2
CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR:
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la familia está
llamada a desarrollarse y crecer. Después de la preparación durante el
noviazgo y la celebración sacramental del matrimonio la pareja
comienza el camino cotidiano hacia la progresiva actuación de los
valores y deberes del mismo matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana
participa, en comunión con la Iglesia, en la experiencia de la
peregrinación terrena hacia la plena revelación y realización del
Reino de Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la intervención
pastoral de la Iglesia en apoyo de la familia. Hay que llevar a cabo
toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera
consistencia y se desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente
prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro,
depende en gran parte de la Iglesia doméstica.(165)
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las
familias cristianas más cercanas, sino que, ampliando los propios
horizontes en la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más viva
aún hacia el conjunto de las familias en general y en particular hacia
aquellas que se hallan en situaciones difíciles o irregulares. Para
todas ellas la Iglesia tendrá palabras de verdad, de bondad, de
comprensión, de esperanza, de viva participación en sus dificultades a
veces dramáticas; ofrecerá a todos su ayuda desinteresada, a fin de
que puedan acercarse al modelo de familia, que ha querido el Creador
«desde el principio» y que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso en el
sentido de que debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en
las diversas etapas de su formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los
jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen
siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten
a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar
mediante una progresiva obra de educación o iniciación. Pero los
cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas
exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia
se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los
jóvenes para las reponsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos
negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de
que, en las nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista
la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios
seguros de comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las
nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que los jóvenes
bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los
demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se
extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la
Iglesia debe promover programas mejores y más intensos de preparación
al matrimonio, para eliminar lo más posible las dificultades en que se
debaten tantos matrimonios, y más aún para favorecer positivamente el
nacimiento y maduración de matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso
gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una
preparación remota, una próxima y otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa
pedagogía familiar, orientada a conducir a los niños a descubrirse a
sí mismos como seres dotados de una rica y compleja psicología y de
una personalidad particular con sus fuerzas y debilidades. Es el
período en que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano,
tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales, con todo
lo que significa para la formación del carácter, para el dominio y
recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y
encontrar a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además,
especialmente para los cristianos, una sólida formación espiritual y
catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación
y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí mismo a Dios
en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la preparación
próxima, la cual comporta —desde la edad oportuna y con una adecuada
catequesis, como en un camino catecumenal— una preparación más
específica para los sacramentos, como un nuevo descubrimiento. Esta
nueva catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano es
absolutamente necesaria, a fin de que el sacramento sea celebrado y
vivido con las debidas disposiciones morales y espirituales. La
formación religiosa de los jóvenes deberá ser integrada, en el momento
oportuno y según las diversas exigencias concretas, por una
preparación a la vida en pareja que, presentando el matrimonio como
una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse
continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la
sexualidad conyugal y de la paternidad responsable, con los
conocimientos médico-biológicos esenciales que están en conexión con
ella y los encamine a la familiaridad con rectos métodos de educación
de los hijos, favoreciendo la adquisición de los elementos de base
para una ordenada conducción de la familia (trabajo estable,
suficiente disponibilidad financiera, sabia administración, nociones
de economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado
familiar, a la fraternidad y colaboración con las demás familias, a la
inserción activa en grupos, asociaciones, movimientos e iniciativas
que tienen como finalidad el bien humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del sacramento del
matrimonio debe tener lugar en los últimos meses y semanas que
preceden a las nupcias, como para dar un nuevo significado, nuevo
contenido y forma nueva al llamado examen prematrimonial exigido por
el derecho canónico. De todos modos, siendo como es siempre necesaria,
tal preparación se impone con mayor urgencia para aquellos prometidos
que presenten aún carencias y dificultades en la doctrina y en la
práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo al
catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de
Cristo y de la Iglesia, de los significados de gracia y
responsabilidad del matrimonio cristiano, así como la preparación para
tomar parte activa y consciente en los ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial —descritas
anteriormente sólo a grandes rasgos indicativos— deben sentirse
comprometidas la familia cristiana y toda la comunidad eclesial. Es
deseable que las Conferencias Episcopales, al igual que están
interesadas en oportunas iniciativas para ayudar a los futuros esposos
a que sean más conscientes de la seriedad de su elección y los
pastores de almas a que acepten las convenientes disposiciones, así
también procuren que se publique un directorio para la pastoral de la
familia. En él se deberán establecer ante todo los elementos minimos
de contenido, de duración y de método de los «cursos de preparación»,
equilibrando entre ellos los diversos aspectos —doctrinales,
pedagógicos, legales y médicos— que interesan al matrimonio, y
estructurándolos de manera que cuantos se preparen al mismo, además de
una profundización intelectual, se sientan animados a inserirse
vitalmente en la comunidad eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de la
preparación inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si se
dispensase fácilmente de ella— , sin embargo tal preparación debe ser
propuesta y actuada de manera que su eventual omisión no sea un
impedimento para la celebración del matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica,
que exprese de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente
eclesial y sacramental del pacto conyugal entre los bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del
matrimonio —inserida en la liturgia, culmen de toda la acción de la
Iglesia y fuente de su fuerza santificadora—(166) debe ser de por sí
válida, digna y fructuosa. Se abre aquí un campo amplio para la
solicitud pastoral, al objeto de santisfacer ampliamente las
exigencias derivadas de la naturaleza del pacto conyugal elevado a
sacramento y observar además fielmente la disciplina de la Iglesia en
lo referente al libre consentimiento, los impedimentos, la forma
canónica y el rito mismo de la celebración. Este último debe ser
sencillo y digno, según las normas de las competentes autoridades de
la Iglesia, a las que corresponde a su vez —según las circunstancias
concretas de tiempo y de lugar y en conformidad con las normas
impartidas por la Sede Apostólica(167)— asumir eventualmente en la
celebración litúrgica aquellos elementos propios de cada cultura que
mejor se prestan a expresar el profundo significado humano y religioso
del pacto conyugal, con tal de que no contengan algo menos conveniente
a la fe y a la moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe llevarse a cabo de
manera que constituya, incluso en su desarrollo exterior, una
proclamación de la Palabra de Dios y una profesión de fe de la
comunidad de los creyentes. El empeño pastoral se expresará aquí con
la preparación inteligente y cuidadosa de la «liturgia de la Palabra»
y con la educación a la fe de los que participan en la celebración, en
primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la celebración litúrgica
del matrimonio debe comprometer a la comunidad cristiana, con la
participación plena, activa y responsable de todos los presentes,
según el puesto e incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote,
los testigos, los padres, los amigos, los demás fieles, todos los
miembros de una asamblea que manifiesta y vive el misterio de Cristo y
de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito de las
culturas o tradiciones ancestrales, se sigan los principios
anteriormente enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los bautizados no
creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva
una atención especial a las disposiciones morales y espirituales de
los contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar aquí una
dificultad bastante frecuente, que pueden encontrar los pastores de la
Iglesia en el contexto de nuestra sociedad secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia puede tener
grados diversos y es deber primario de los pastores hacerla descubrir,
nutrirla y hacerla madurar. Pero ellos deben comprender también las
razones que aconsejan a la Iglesia admitir a la celebración a quien
está imperfectamente dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los
otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía
de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador
«al principio». La decisión pues del hombre y de la mujer de casarse
según este proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su
respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble
y en una fidelidad incondicional, implica realmente, aunque no sea de
manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la
voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya
por tanto inseridos en un verdadero camino de salvación, que la
celebración del sacramento y la inmediata preparación a la misma
pueden completar y llevar a cabo, dada la rectitud de su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios, motivos de
carácter más bien social que auténticamente religioso impulsan a los
novios a pedir casarse en la iglesia. Esto no es de extrañar. En
efecto, el matrimonio no es un acontecimiento que afecte solamente a
quien se casa. Es por su misma naturaleza un hecho también social que
compromete a los esposos ante la sociedad. Desde siempre su
celebración ha sido una fiesta que une a familias y amigos. De ahí
pues que haya también motivos sociales, además de los personales, en
la petición de casarse en la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por razón de su
bautismo, están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de
Cristo con la Iglesia y que, dada su recta intención, han aceptado el
proyecto de Dios sobre el matrimonio y consiguientemente —al menos de
manera implicita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer
cuando celebra el matrimonio. Por tanto, el solo hecho de que en esta
petición haya motivos también de carácter social, no justifica un
eventual rechazo por parte de los pastores. Por lo demás, como ha
enseñado el Concilio Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y
los elementos rituales nutren y robustecen la fe;(168) la fe hacia la
cual están ya orientados en virtud de su rectitud de intención que la
gracia de Cristo no deja de favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración
eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe
de los que están próximos a contraer matrimonio, comporta además
muchos riesgos. En primer lugar el de pronunciar juicios infundados y
discriminatorios; el riesgo además de suscitar dudas sobre la validez
del matrimonio ya celebrado, con grave daño para la comunidad
cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para la conciencia de
los esposos; se caería en el peligro de contestar o de poner en duda
la sacramentalidad de muchos matrimonios de hermanos separados de la
plena comunión con la Iglesia católica, contradiciendo así la
tradición eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos, los
contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo
que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, el
pastor de almas no puede admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea
de buena gana, tiene obligación de tomar nota de la situación y de
hacer comprender a los interesados que, en tales circunstancias, no es
la Iglesia sino ellos mismos quienes impiden la celebración que a
pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una
evangelización y catequesis prematrimonial y postmatrimonial puestas
en práctica por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y
toda mujer que se casan, celebren el sacramento del matrimonio no sólo
válida sino también fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida
significa concretamente el compromiso de todos los elementos que
componen la comunidad eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir
y a vivir su nueva vocación y misión. Para que la familia sea cada vez
más una verdadera comunidad de amor, es necesario que sus miembros
sean ayudados y formados en su responsabilidad frente a los nuevos
problemas que se presentan, en el servicio recíproco, en la
comparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las cuales,
encontrándose en un contexto de nuevos valores y de nuevas
responsabilidades, están más expuestas, especialmente en los primeros
años de matrimonio, a eventuales dificultades, como las creadas por la
adaptación a la vida en común o por el nacimiento de hijos. Los
cónyuges jóvenes sepan acoger cordialmente y valorar inteligentemente
la ayuda discreta, delicada y valiente de otras parejas que desde hace
tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de la familia. De este
modo, en seno a la comunidad eclesial —gran familia formada por
familias cristianas— se actuará un mutuo intercambio de presencia y de
ayuda entre todas las familias, poniendo cada una al servicio de las
demás la propia experiencia humana, así como también los dones de fe y
de gracia. Animada por verdadero espíritu apostólico esta ayuda de
familia a familia constituirá una de las maneras más sencillas, más
eficaces y más al alcance de todos para transfundir capilarmente
aquellos valores cristianos, que son el punto de partida y de llegada
de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes familias no se
limitarán sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas así, serán
fuente de enriquecimiento para las otras familias, ya desde hace
tiempo constituidas, con su testimonio de vida y su contribución
activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá
reservar una atención específica con el fin de educarlas a vivir
responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias de
comunión y de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de
la vida de casa con la acción común y generosa para edificación de la
Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el advenimiento de los
hijos, la pareja se convierte en familia, en sentido pleno y
específico, la Iglesia estará aún más cercana a los padres para que
acojan a sus hijos y los amen como don recibido del Señor de la vida,
asumiendo con alegría la fatiga de servirlos en su crecimiento humano
y cristiano.
II - ESTRUCTURAS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La acción pastoral es siempre expresión dinámica de la realidad de la
Iglesia, comprometida en su misión de salvación. También la pastoral
familiar —forma particular y específica de la pastoral— tiene como
principio operativo suyo y como protagonista responsable a la misma
Iglesia, a través de sus estructuras y agentes.
La comunidad eclesial y la parroquia en particular
70. La Iglesia, comunidad al mismo tiempo salvada y salvadora, debe
ser considerada aquí en su doble dimensión universal y particular.
Esta se expresa y se realiza en la comunidad diocesana, dividida
pastoralmente en comunidades menores entre las que se distingue, por
su peculiar importancia, la parroquia.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y
promueve la consistencia y la originalidad de las diversas Iglesias
particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más inmediato y
eficaz para la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada
Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una
conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe
del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes
de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de
tomar en consideración la pastoral de la familia.
A la luz de esta responsabilidad hay que entender la importancia de
una adecuada preparación por parte de cuantos se comprometan
específicamente en este tipo de apostolado. Los sacerdotes, religiosos
y religiosas, desde la época de su formación, sean orientados y
formados de manera progresiva y adecuada para sus respectivas tareas.
Entre otras iniciativas, me es grato subrayar la reciente creación en
Roma, en la Pontificia Universidad Lateranense, de un Instituto
Superior dedicado al estudio de los problemas de la Familia. También
en algunas diócesis se han fundado Institutos de este tipo; los
Obispos procuren que el mayor número posible de sacerdotes, antes de
asumir responsabilidades parroquiales, frecuenten cursos
especializados; en otros lugares se tienen periódicamente cursos de
formación en Institutos Superiores de estudios teológicos y
pastorales. Estas iniciativas sean alentadas, sostenidas,
multiplicadas y estén abiertas, naturalmente, también a los seglares,
que con su labor profesional (médica, legal, psicológica, social y
educativa) prestan su labor en ayuda a la familia.
La familia
71. Pero sobre todo hay que reconocer el puesto singular que, en este
campo, corresponde a lo esposos y a las familias cristianas, en virtud
de la gracia recibida en el sacramento. Su misión debe ponerse al
servicio de la edificación de la Iglesia y de la construcción del
Reino de Dios en la historia. Esto es una exigencia de obediencia
dócil a Cristo Señor. Él, en efecto, en virtud del matrimonio de los
bautizados elevado a sacramento confiere a los esposos cristianos una
peculiar misión de apóstoles, enviándolos como obreros a su viña, y,
de manera especial, a este campo de la familia.
En esta actividad ellos actúan en comunión y colaboración con los
restantes miembros de la Iglesia, que también trabajan en favor de la
familia, poniendo a disposición sus dones y ministerios.
Este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la propia
familia, con el testimonio de la vida vivida conforme a la ley divina
en todos sus aspectos, con la formación cristiana de los hijos, con la
ayuda dada para su maduración en la fe, con la educación en la
castidad, con la preparación a la vida, con la vigilancia para
preservarles de los peligros ideológicos y morales por los que a
menudo se ven amenazados, con su gradual y responsable inserción en la
comunidad eclesial y civil, con la asistencia y el consejo en la
elección de la vocación, con la mutua ayuda entre los miembros de la
familia para el común crecimiento humano y cristiano, etc. El
apostolado de la familia, por otra parte, se irradiará con obras de
caridad espiritual y material hacia las demás familias, especialmente
a las más necesitadas de ayuda y apoyo, a los pobres, los enfermos,
los ancianos, los minusválidos, los huérfanos, las viudas, los
cónyuges abandonados, las madres solteras y aquellas que en
situaciones difíciles sienten la tentación de deshacerse del fruto de
su seno, etc.
Asociaciones de familias para las familias
72. Sin salir del ámbito de la Iglesia, sujeto responsable de la
pastoral familiar, hay que recordar las diversas agrupaciones de
fieles, en las que se manifiesta y se vive de algún modo el misterio
de la Iglesia de Cristo. Por consiguiente, se han de reconocer y
valorar —cada una según las características, finalidades, incidencias
y métodos propios— las varias comunidades eclesiales, grupos y
movimientos comprometidos de distintas maneras, por títulos y a
niveles diversos, en la pastoral familiar.
Por este motivo el Sínodo ha reconocido expresamente la aportación de
tales asociaciones de espiritualidad, de formación y de apostolado. Su
cometido será el de suscitar en los fieles un vivo sentido de
solidaridad, favorecer una conducta de vida inspirada en el Evangelio
y en la fe de la Iglesia, formar las conciencias según los valores
cristianos y no según los criterios de la opinión pública, estimular a
obras de caridad recíproca y hacia los demás con un espíritu de
apertura, que hace de las familias cristianas una verdadera fuente de
luz y un sano fermento para las demás.
Igualmente es deseable que, con un vivo sentido del bien común, las
familias cristianas se empeñen activamente, a todos los niveles,
incluso en asociaciones no eclesiales. Algunas de estas asociaciones
se proponen la preservación, la transmisión y tutela de los sanos
valores éticos y culturales del respectivo pueblo, el desarrollo de la
persona humana, la protección médica, jurídica y social de la
maternidad y de la infancia, la justa promoción de la mujer y la lucha
frente a todo lo que va contra su dignidad, el incremento de la mutua
solidaridad, el conocimiento de los problemas que tienen conexión con
la regulación responsable de la fecundidad, según los métodos
naturales conformes con la dignidad humana y la doctrina de la
Iglesia. Otras miran a la construcción de un mundo más justo y más
humano, a la promoción de leyes justas que favorezcan el recto orden
social en el pleno respeto de la dignidad y de la legítima libertad
del individuo y de la familia, a nivel nacional e internacional, y a
la colaboración con la escuela y con las otras instituciones que
completan la educación de los hijos, etc.
III - AGENTES DE LA PASTORAL FAMILIAR
Además de la familia —objeto y sobre todo sujeto de la pastoral
familiar— hay que recordar también los otros agentes principales en
este campo concreto.
Obispos y presbíteros
73. El primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el
obispo. Como Padre y Pastor debe prestar particular solicitud a este
sector, sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar
interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo
personal a las familias y a cuantos, en las diversas estructuras
diocesanas, le ayudan en la pastoral de la familia. Procurará
particularmente que la propia diócesis sea cada vez más una verdadera
«familia diocesana», modelo y fuente de esperanza para tantas familias
que a ella pertenecen. La creación del Pontificio Consejo para la
Familia se ha de ver en este contexto; es un signo de la importancia
que yo atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo, para que al
mismo tiempo sea un instrumento eficaz a fin de ayudar a promoverla a
todos los niveles.
Los obispos se valen de modo particular de los presbíteros, cuya tarea
—como ha subrayado expresamente el Sínodo— constituye una parte
esencial del ministerio de la Iglesia hacia el matrimonio y la
familia. Lo mismo se diga de aquellos diáconos a los que eventualmente
se confíe el cuidado de este sector pastoral.
Su responsabilidad se extiende no sólo a los problemas morales y
litúrgicos, sino también a los de carácter personal y social. Ellos
deben sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos,
acercándose a sus miembros, ayudándoles a ver su vida a la luz del
Evangelio. No es superfluo anotar que de esta misión, si se ejerce con
el debido discernimiento y verdadero espíritu apostólico, el ministro
de la Iglesia saca nuevos estímulos y energías espirituales aun para
la propia vocación y para el ejercicio mismo de su ministerio.
El sacerdote o el diácono preparados adecuada y seriamente para este
apostolado, deben comportarse constantemente, con respecto a las
familias, como padre, hermano, pastor y maestro, ayudándolas con los
recursos de la gracia e iluminándolas con la luz de la verdad. Por lo
tanto, su enseñanza y sus consejos deben estar siempre en plena
consonancia con el Magisterio auténtico de la Iglesia de modo que
ayude al pueblo de Dios a formarse un recto sentido de la fe, que ha
de aplicarse luego en la vida concreta. Esta fidelidad al Magisterio
permitirá también a los sacerdotes lograr una perfecta unidad de
criterios con el fin de evitar ansiedades de conciencia en los fieles.
Pastores y laicado participan dentro de la Iglesia en la misión
profética de Cristo: los laicos, testimoniando la fe con las palabras
y con la vida cristiana; los pastores, discerniendo en tal testimonio
lo que es expresión de fe genuina y lo que no concuerda con ella; la
familia, como comunidad cristiana, con su peculiar participación y
testimonio de fe. Se abre así un diálogo entre los pastores y las
familias. Los teólogos y los expertos en problemas familiares pueden
ser de gran ayuda en este diálogo, explicando exactamente el contenido
del Magisterio de la Iglesia y el de la experiencia de la vida de
familia. De esta manera se comprenden mejor las enseñanzas del
Magisterio y se facilita el camino para su progresivo desarrollo. No
obstante, es bueno recordar que la norma próxima y obligatoria en
doctrina de fe —incluso en los problemas de la familia— es competencia
del Magisterio jerárquico. Relaciones claras entre los teólogos, los
expertos en problemas familiares y el Magisterio ayudan no poco a la
recta comprensión de la fe y a promover —dentro de los límites de la
misma— el legítimo pluralismo.
Religiosos y religiosas
74. La ayuda que los religiosos, religiosas y almas consagradas en
general, pueden dar al apostolado de la familia encuentra su primera,
fundamental y original expresión precisamente en su consagración a
Dios: «De este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel
maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse
plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo
único a Cristo».(169) Esa consagración los convierte en testigos de
aquella caridad universal que, por medio de la castidad abrazada por
el Reino de los cielos, les hace cada vez más disponibles para
dedicarse generosamente al servicio divino y a las obras de
apostolado.
De ahí deriva la posibilidad de que religiosos y religiosas, miembros
de Institutos seculares y de otros Institutos de perfección,
individualmente o asociados, desarrollen su servicio a las familias,
con especial dedicación a los niños, especialmente a los abandonados,
no deseados, huérfanos, pobres o minusválidos; visitando a las
familias y preocupándose de los enfermos; cultivando relaciones de
respeto y de caridad con familias incompletas, en dificultad o
separadas; ofreciendo su propia colaboración en la enseñanza y
asesoramiento para la preparación de los jóvenes al matrimonio, y en
la ayuda que hay que dar a las parejas para una procreación
verdaderamente responsable; abriendo la propia casa a una hospitalidad
sencilla y cordial, para que las familias puedan encontrar el sentido
de Dios, el gusto por la oración y el recogimiento, el ejemplo
concreto de una vida vivida en caridad y alegría fraterna, como
miembros de la gran familia de Dios.
Quisiera añadir una exhortación apremiante a los responsables de los
Institutos de vida consagrada, para que consideren —dentro del respeto
sustancial al propio carisma original— el apostolado dirigido a las
familias como una de las tareas prioritarias, requeridas más
urgentemente por la situación actual.
Laicos especializados
75. No poca ayuda pueden prestar a las familias los laicos
especializados (médicos, juristas, psicólogos, asistentes sociales,
consejeros, etc.) que, tanto individualmente como por medio de
diversas asociaciones e iniciativas, ofrecen su obra de iluminación,
de consejo, de orientación y apoyo. A ellos pueden aplicarse las
exhortaciones que dirigí a la Confederación de los Consultores
familiares de inspiración cristiana: «El vuestro es un compromiso que
bien merece la calificación de misión, por lo noble que son las
finalidades que persigue, y determinantes para el bien de la sociedad
y de la misma comunidad cristiana los resultados que derivan de
ellas... Todo lo que consigáis hacer en apoyo de la familia está
destinado a tener una eficacia que, sobrepasando su ámbito, alcanza
también otras personas e incide sobre la sociedad. El futuro del mundo
y de la Iglesia pasa a través de la familia».(170)
Destinatarios y agentes de la comunicación social
76. Una palabra aparte se ha de reservar a esta categoría tan
importante en la vida moderna. Es sabido que los instrumentos de
comunicación social «inciden a menudo profundamente, tanto bajo el
aspecto afectivo e intelectual como bajo el aspecto moral y religioso,
en el ánimo de cuantos los usan», especialmente si son jóvenes.(171)
Tales medios pueden ejercer un influjo benéfico en la vida y las
costumbres de la familia y en la educación de los hijos, pero al mismo
tiempo esconden también «insidias y peligros no insignificantes»,(172)
y podrían convertirse en vehículo —a veces hábil y sistemáticamente
manipulado, como desgraciadamente acontece en diversos países del
mundo— de ideologías disgregadoras y de visiones deformadas de la
vida, de la familia, de la religión, de la moralidad y que no respetan
la verdadera dignidad y el destino del hombre.
Peligro tanto más real, cuanto «el modo de vivir, especialmente en las
naciones más industrializadas, lleva muy a menudo a que las familias
se descarguen de sus responsabilidades educativas, encontrando en la
facilidad de evasión (representada en casa especialmente por la
televisión y ciertas publicaciones) el modo de tener ocupados tiempo y
actividad de los niños y muchachos».(173) De ahí «el deber ... de
proteger especialmente a los niños y muchachos de las "agresiones" que
sufren también por parte de los mass-media», procurando que el uso de
éstos en familia sea regulado cuidadosamente. Con la misma diligencia
la familia debería buscar para sus propios hijos también otras
diversiones más sanas, más útiles y formativas física, moral y
espiritualmente «para potenciar y valorizar el tiempo libre de los
adolescentes y orientar sus energías».(174)
Puesto que además los instrumentos de comunicación social —así como la
escuela y el ambiente— inciden a menudo de manera notable en la
formación de los hijos, los padres, en cuanto receptores, deben
hacerse parte activa en el uso moderado, crítico, vigilante y prudente
de tales medios, calculando el influjo que ejercen sobre los hijos; y
deben dar una orientación que permita «educar la conciencia de los
hijos para emitir juicios serenos y objetivos, que después la guíen en
la elección y en el rechazo de los programas propuestos».(175)
Con idéntico empeño los padres tratarán de influir en la elección y
preparación de los mismos programas, manteniéndose —con oportunas
iniciativas— en contacto con los responsables de las diversas fases de
la producción y de la transmisión, para asegurarse que no sean
abusivamente olvidados o expresamente conculcados aquellos valores
humanos fundamentales que forman parte del verdadero bien común de la
sociedad, sino que, por el contrario, se difundan programas aptos para
presentar en su justa luz los problemas de la familia y su adecuada
solución. A este respecto, mi predecesor Pablo VI escribía: «Los
productores deben conocer y respetar las exigencias de la familia, y
esto requiere a veces, por parte de ellos, una verdadera valentía, y
siempre un alto sentido de responsabilidad. Ellos, en efecto, están
obligados a evitar todo lo que pueda dañar a la familia en su
existencia, en su estabilidad, en su equilibrio y en su felicidad.
Toda ofensa a los valores fundamentales de la familia —se trate de
erotismo o de violencia, de apología del divorcio o de actitudes
antisociales por parte de los jóvenes— es una ofensa al verdadero bien
del hombre».(176)
Yo mismo, en ocasión semejante, ponía de relieve que las familias
«deben poder contar en no pequeña medida con la buena voluntad,
rectitud y sentido de responsabilidad de los profesionales de los mass-media:
editores, escritores, productores, directores, dramaturgos,
informadores, comentaristas y actores».(177) Por consiguiente, es
justo que también por parte de la Iglesia se siga dedicando toda
atención a estas categorías de personas, animando y sosteniendo al
mismo tiempo a aquellos católicos que se sienten llamados y tienen
cualidades para trabajar en estos delicados sectores.
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente
y prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia aquellas familias que —a
menudo e independientemente de la propia voluntad, o apremiados por
otras exigencias de distinta naturaleza— tienen que afrontar
situaciones objetivamente difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre algunas
categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad no
sólo de asistencia, sino de una acción más incisiva ante la opinión
pública y sobre todo ante las estructuras culturales, profundas de sus
dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por motivos
laborales; las familias de cuantos están obligados a largas ausencias,
como los militares, los navegantes, los viajeros de cualquier tipo;
las familias de los presos, de los prófugos y de los exiliados; las
familias que en las grandes ciudades viven prácticamente marginadas;
las que no tienen casa; las incompletas o con uno solo de los padres;
las familias con hijos minusválidos o drogados; las familias de
alcoholizados; las desarraigadas de su ambiente culturaI y social o en
peligro de perderlo; las discriminadas por motivos políticos o por
otras razones; las familias ideológicamente divididas; las que no
consiguen tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que
sufren violencia o tratos injustos a causa de la propia fe; las
formadas por esposos menores de edad; los ancianos, obligados no
raramente a vivir en soledad o sin adecuados medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente tratándose de obreros y
campesinos, deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la
Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que
es signo de unidad en la diversidad. En cuanto sea posible estén
asistidos por sacerdotes de su mismo rito, cultura e idioma.
Corresponde igualmente a la Iglesia hacer una llamada a la conciencia
pública y a cuantos tienen autoridad en la vida social, económica y
política, para que los obreros encuentren trabajo en su propia región
y patria, sean retribuidos con un justo salario, las familias vuelvan
a reunirse lo antes posible, sea tenida en consideración su identidad
cultural, sean tratadas igual que las otras, y a sus hijos se les dé
la oportunidad de la formación profesional y del ejercicio de la
profesión, así como de la posesión de la tierra necesaria para
trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente divididas.
En estos casos se requiere una particular atención pastoral. Sobre
todo hay que mantener con discreción un contacto personal con estas
familias. Los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos
en la vida cristiana. Aunque la parte fiel al catolicismo no puede
ceder, no obstante, hay que mantener siempre vivo el diálogo con la
otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones de amor y respeto,
con la viva esperanza de mantener firme la unidad. Mucho depende
también de las relaciones entre padres e hijos. Las ideologías
extranas a la fe pueden estimular a los miembros creyentes de la
familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene necesidad de la
ayuda de la comunidad eclesial y de sus pastores pueden ser: la
adolescencia inquieta, contestadora y a veces problematizada de los
hijos; su matrimonio que les separa de la familia de origen; la
incomprensión o la falta de amor por parte de las personas más
queridas; el abandono por parte del cónyuge o su pérdida, que abre la
dolorosa experiencia de la viudez, de la muerte de un familiar, que
mutila y transforma en profundidad el núcleo original de la familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el período de la
ancianidad, con todos sus contenidos positivos y negativos: la posible
profundización del amor conyugal cada vez más purificado y ennoblecido
por una larga e ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner en
favor de los demás, de forma nueva, la bondad y la cordura acumulada y
las energías que quedan; la dura soledad, a menudo más psicológica y
afectiva que física, por el eventual abandono o por una insuficiente
atención por parte de los hijos y de los parientes; el sufrimiento a
causa de enfermedad, por el progresivo decaimiento de las fuerzas, por
la humillación de tener que depender de otros, por la amargura de
sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de los últimos
momentos de la vida. Son éstas las ocasiones en las que —como han
sugerido los Padres Sinodales— más fácilmente se pueden hacer
comprender y vivir los aspectos elevados de la espiritualidad
matrimonial y familiar, que se inspiran en el valor de la cruz y
resurrección de Cristo, fuente de santificación y de profunda alegría
en la vida diaria, en la perspectiva de las grandes realidades
escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la oración, fuente
de luz y de fuerza, y alimento de la esperanza cristiana.
Matrimonios mixtos
78. El número creciente de matrimonios entre católicos y otros
bautizados requiere también una peculiar atención pastoral a la luz de
las orientaciones y normas contenidas en los recientes documentos de
la Santa Sede y en los elaborados por las Conferencias Episcopales,
para facilitar su aplicación concreta en las diversas situaciones.
Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan peculiares
exigencias que pueden reducirse a tres apartados principales.
Hay que considerar ante todo las obligaciones de la parte católica que
derivan de la fe, en lo concerniente al libre ejercicio de la misma y
a la consecuente obligación de procurar, según las propias
posibilidades, bautizar y educar los hijos en la fe católica.(178)
Hay que tener presentes las particulares dificultades inherentes a las
relaciones entre marido y mujer, en lo referente al respeto de la
libertad religiosa; ésta puede ser violada tanto por presiones
indebidas para lograr el cambio de las convicciones religiosas de la
otra parte, como por impedimentos puestos a la manifestación libre de
las mismas en la práctica religiosa.
En lo referente a la forma litúrgica y canónica del matrimonio, los
Ordinarios pueden hacer uso ampliamente de sus facultades por varios
motivos.
Al tratar de estas exigencias especiales hay que poner atención en
estos puntos:
en la preparación concreta a este tipo de matrimonio, debe realizarse
todo esfuerzo razonable para hacer comprender la doctrina católica
sobre las cualidades y exigencias del matrimonio, así como para
asegurarse de que en el futuro no se verifiquen las presiones y los
obstáculos, de los que antes se ha hablado.
es de suma importancia que, con el apoyo de la comunidad, la parte
católica sea fortalecida en su fe y ayudada positivamente a madurar en
la comprensión y en la práctica de la misma, de manera que llegue a
ser verdadero testigo creíble dentro de la familia, a través de la
vida misma y de la calidad del amor demostrado al otro cónyuge y a los
hijos.
Los matrimonios entre católicos y otros bautizados presentan aun en su
particular fisonomía numerosos elementos que es necesario valorar y
desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación que
pueden dar al movimiento ecuménico. Esto es verdad sobre todo cuando
los dos cónyuges son fieles a sus deberes religiosos. El bautismo
común y el dinamismo de la gracia procuran a los esposos, en estos
matrimonios, la base y las motivaciones para compartir su unidad en la
esfera de los valores morales y espirituales.
A tal fin, aun para poner en evidencia la importancia ecuménica de
este matrimonio mixto, vivido plenamente en la fe por los dos cónyuges
cristianos, se debe buscar —aunque esto no sea siempre fácil— una
colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico,
desde el tiempo de la preparación al matrimonio y a la boda.
Respecto a la participación del cónyuge no católico en la comunión
eucarística, obsérvense las normas impartidas por el Secretariado para
la Unión de los Cristianos.(179)
En varias partes del mundo se asiste hoy al aumento del número de
matrimonios entre católicos y no bautizados. En muchos de ellos, el
cónyuge no bautizado profesa otra religión, y sus convicciones deben
ser tratadas con respeto, de acuerdo con los principios de la
Declaración Nostra aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II sobre las
relaciones con las religiones no cristianas; en no pocos otros casos,
especialmente en las sociedades secularizadas, la persona no bautizada
no profesa religión alguna. Para estos matrimonios es necesario que
las Conferencias Episcopales y cada uno de los obispos tomen adecuadas
medidas pastorales, encaminadas a garantizar la defensa de la fe del
cónyuge católico y la tutela del libre ejercicio de la misma, sobre
todo en lo que se refiere al deber de hacer todo lo posible para que
los hijos sean bautizados y educados católicamente. El cónyuge
católico debe además ser ayudado con todos los medios en su obligación
de dar, dentro de la familia, un testimonio genuino de fe y vida
católica.
Acción pastoral frente a algunas situaciones irregulares
79. En su solicitud por tutelar la familia en toda su dimensión, no
sólo la religiosa, el Sínodo no ha dejado de considerar atentamente
algunas situaciones irregulares, desde el punto de vista religioso y
con frecuencia también civil, que —con las actuales y rápidas
transformaciones culturales— se van difundiendo por desgracia también
entre los católicos con no leve daño de la misma institución familiar
y de la sociedad, de la que ella es la célula fundamental.
a) Matrimonio a prueba
80. Una primera situación irregular es la del llamado «matrimonio a
prueba» o experimental, que muchos quieren hoy justificar,
atribuyéndole un cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no
aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un
«experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que
sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite
alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias.
La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por motivos
ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte
el don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la
donación de toda la persona; por lo demás, en la situación actual tal
donación no puede realizarse con plena verdad sin el concurso del amor
de caridad dado por Cristo. Por otra parte, el matrimonio entre dos
bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la Iglesia,
una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel eternamente; por
tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un matrimonio
indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona
humana no ha sido educada —ya desde la infancia, con la ayuda de la
gracia de Cristo y no por temor— a dominar la concupiscencia naciente
e instaurar con los demás relaciones de amor genuino. Esto no se
consigue sin una verdadera educación en el amor auténtico y en el
recto uso de la sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona
humana —en todas sus dimensiones, y por consiguiente también en lo que
se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio de Cristo.
Será muy útil preguntarse acerca de las causas de este fenómeno,
incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada
solución.
b) Uniones libres de hecho
81. Se trata de uniones sin algún vínculo institucional públicamente
reconocido, ni civil ni religioso. Este fenómeno, cada vez más
frecuente, ha de llamar la atención de los pastores de almas, ya que
en el mismo puede haber elementos varios, actuando sobre los cuales
será quizá posible limitar sus consecuencias.
En efecto, algunos se consideran como obligados por difíciles
situaciones —económicas, culturales y religiosas— en cuanto que,
contrayendo matrimonio regular, quedarían expuestos a daños, a la
pérdida de ventajas económicas, a discriminaciones, etc. En otros, por
el contrario, se encuentra una actitud de desprecio, contestación o
rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización
socio-política o de la mera búsqueda del placer. Otros, finalmente,
son empujados por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por
condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o
también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la
incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y
definitivo. En algunos países las costumbres tradicionales prevén el
matrimonio verdadero y propio solamente después de un período de
cohabitación y después del nacimiento del primer hijo.
Cada uno de estos elementos pone a la Iglesia serios problemas
pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de
ellos derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la
luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del
sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias
sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido
de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos
en los hijos y afirmación del egoísmo).
Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales
situaciones y sus causas concretas, caso por caso; se acercarán a los
que conviven, con discreción y respeto; se empeñarán en una acción de
iluminación paciente, de corrección caritativa y de testimonio
familiar cristiano que pueda allanarles el camino hacia la
regularización de su situación. Pero, sobre todo, adelántense
enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación
moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones
y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da
verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y
haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del
matrimonio-sacramento.
El pueblo de Dios se esfuerce también ante las autoridades públicas
para que —resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma
sociedad y nocivas para la dignidad, seguridad y bienestar de los
ciudadanos— procuren que la opinión pública no sea llevada a
menospreciar la importancia institucional del matrimonio y de la
familia. Y dado que en muchas regiones, a causa de la extrema pobreza
derivada de unas estructuras socio-económicas injustas o inadecuadas,
los jóvenes no están en condiciones de casarse como conviene, la
sociedad y las autoridades públicas favorezcan el matrimonio legítimo
a través de una serie de intervenciones sociales y políticas,
garantizando el salario familiar, emanando disposiciones para una
vivienda apta a la vida familiar y creando posibilidades adecuadas de
trabajo y de vida.
c) Católicos unidos con mero matrimonio civil
82. Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por motivos
ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo matrimonio civil,
rechazando o, por lo menos, diferiendo el religioso. Su situación no
puede equipararse sin más a la de los que conviven sin vínculo alguno,
ya que hay en ellos al menos un cierto compromiso a un estado de vida
concreto y quizá estable, aunque a veces no es extraña a esta
situación la perspectiva de un eventual divorcio. Buscando el
reconocimiento público del vínculo por parte del Estado, tales parejas
demuestran una disposición a asumir, junto con las ventajas, también
las obligaciones. A pesar de todo, tampoco esta situación es aceptable
para la Iglesia. La acción pastoral tratará de hacer comprender la
necesidad de coherencia entre la elección de vida y la fe que se
profesa, e intentará hacer lo posible para convencer a estas personas
a regular su propia situación a la luz de los principios cristianos.
Aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las
respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán
admitirles al uso de los sacramentos.
d) Separados y divorciados no casados de nuevo
83. Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas, incapacidad de
abrise a las relaciones interpersonales, etc., pueden conducir
dolorosamente el matrimonio válido a una ruptura con frecuencia
irreparable. Obviamente la separación debe considerarse como un
remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido
inútil.
La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del cónyuge
separado, especialmente si es inocente. En este caso la comunidad
eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima,
solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea
posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la
que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón, propio
del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la
vida conyugal anterior.
Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio,
pero que —conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial
válido— no se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio
en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las
responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de
fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de
testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más
necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda,
sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos.
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha
recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una
nueva unión, obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de
una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los
ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención
improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado expresamente. La
Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos
los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí
mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental—
han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará
infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien
las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente
se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido
abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han
destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que
han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos,
y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el
precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca
válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la
comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando
con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia,
pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida.
Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el
sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las
obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la
justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el
espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a
día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se
presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la
esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma
su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados
que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado
que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión
de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la
Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas
personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y
confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad
del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría
el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que,
arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad
a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo
concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios,
—como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena
continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los
esposos».(180)
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los
mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los
fieles, prohíbe a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso
pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados
que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la
impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y
como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del
matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo
y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia
estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente
han sido abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han
alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener
de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en
la oración, en la penitencia y en la caridad.
Los privados de familia
85. Deseo añadir una palabra en favor de una categoría de personas
que, por la situación concreta en la que viven —a menudo no por
voluntad deliberada— considero especialmente cercanas al Corazón de
Cristo, dignas del afecto y solicitud activa de la Iglesia, así como
de los pastores.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen en
absoluto lo que con propiedad se llama una familia. Grandes sectores
de la humanidad viven en condiciones de enorme pobreza, donde la
promiscuidad, la falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y
la grave carencia de cultura no permiten poder hablar de verdadera
familia. Hay otras personas que por motivos diversos se han quedado
solas en el mundo. Sin embargo para todas ellas existe una «buena
nueva de la familia».
Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he hablado ya
de la necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar
soluciones, también a nivel político, que permitan ayudarles a superar
esta condición inhumana de postración. Es un deber que incumbe
solidariamente a toda la sociedad, pero de manera especial a las
autoridades, por razón de sus cargos y consecuentes responsabilidades,
así como a las familias que deben demostrar gran comprensión y
voluntad de ayuda.
A los que no tienen una familia natural, hay que abrirles todavía más
las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta
a su vez en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades
eclesiales de base o en los movimientos apostólicos. Nadie se sienta
sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia para todos,
especialmente para cuantos están fatigados y cargados.(181)
CONCLUSIÓN
86. A vosotros esposos, a vosotros padres y madres de familia.
A vosotros, jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y
del mundo, y seréis los responsables de la familia en el tercer
milenio que se acerca.
A vosotros, venerables y queridos hermanos en el Episcopado y en el
sacerdocio, queridos hijos religiosos y religiosas, almas consagradas
al Señor, que testimoniáis a los esposos la realidad última del amor
de Dios.
A vosotros, hombres de sentimientos rectos, que por diversas
motivaciones os preocupáis por el futuro de la familia, se dirige con
anhelante solicitud mi pensamiento al final de esta Exhortación
Apostólica.
¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena
voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de
la familia.
A este respecto, siento el deber de pedir un empeño particular a los
hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la fe conocen plenamente el
designio maravilloso de Dios, tienen una razón de más para tomar con
todo interés la realidad de la familia en este tiempo de prueba y de
gracia.
Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de una consigna
concreta y exigente.
Amar a la familia significa saber estimar sus valores y posibilidades,
promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar los
peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la
familia significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su
desarrollo. Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia
cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el desánimo y angustiada
por las dificultades crecientes, razones de confianza en sí misma, en
las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la misión que Dios le
ha confiado: «Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan
a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo».(182)
Corresponde también a los cristianos el deber de anunciar con alegría
y convicción la «buena nueva» sobre la familia, que tiene absoluta
necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez mejor
las palabras auténticas que le revelan su identidad, sus recursos
interiores, la importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y
en la de Dios.
La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar al
fondo de su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha
aprendido en la escuela de Cristo y en el de la historia,
—interpretada a la luz del Espíritu— no lo impone, sino que siente en
sí la exigencia apremiante de proponerla a todos sin temor, es más,
con gran confianza y esperanza, aun sabiendo que la «buena nueva»
conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través de ella como la
familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del
amor.
Finalmente deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y
valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su
responsabilidad al servicio de la familia. Cuantos se consagran a su
bien dentro de la Iglesia, en su nombre o inspirados por ella, ya sean
individuos o grupos, movimientos o asociaciones, encuentran
frecuentemente a su lado personas e instituciones diversas que
trabajan por el mismo ideal. Con fidelidad a los valores del Evangelio
y del hombre, y con respeto a un legítimo pluralismo de iniciativas,
esta colaboración podrá favorecer una promoción más rápida e integral
de la familia.
Ahora, al concluir este mensaje pastoral, que quiere llamar la
atención de todos sobre el cometido pesado pero atractivo de la
familia cristiana, deseo invocar la protección de la Sagrada Familia
de Nazaret.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos años
el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de todas las
familias cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que
transcurrió una existencia anónima y silenciosa en un pequeño pueblo
de Palestina; que fue probada por la pobreza, la persecución y el
exilio; que glorificó a Dios de manera incomparablemente alta y pura,
no dejará de ayudar a las familias cristianas, más aún, a todas las
familias del mundo, para que sean fieles a sus deberes cotidianos,
para que sepan soportar las ansias y tribulaciones de la vida,
abriéndose generosamente a las necesidades de los demás y cumpliendo
gozosamente los planes de Dios sobre ellas.
Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio
integérrimo de los tesoros a él confiados, las guarde, proteja e
ilumine siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de
la «Iglesia doméstica», y, gracias a su ayuda materna, cada familia
cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una «pequeña Iglesia», en
la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de Cristo. Sea
ella, Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la
voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la
que alivie los sufrimientos y enjugue las lágrimas de cuantos sufren
por las dificultades de sus familias.
Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente
como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad
y fortaleza. A Él, en el día solemne dedicado a su Realeza, pido que
cada familia sepa dar generosamente su aportación original para la
venida de su Reino al mundo, «Reino de verdad y de vida, Reino de
santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»(183) hacia
el cual está caminando la historia.
A Cristo, a María y a José encomiendo cada familia. En sus manos y en
su corazón pongo esta Exhortación: que ellos os la ofrezcan a
vosotros, venerables Hermanos y amadísimos hijos, y abran vuestros
corazones a la luz que el Evangelio irradia sobre cada familia.
Asegurándoos mi constante recuerdo en la plegaria, imparto de corazón
a todos y cada uno, la Bendición Apostólica, en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de noviembre, solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, del año 1981, cuarto de mi Pontificado.
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NOTAS
1. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 52.
2. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo de los
Obispos, 2 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
3. Cfr. Gén 1-2.
4. Cfr. Ef 5.
5. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 47; Juan Pablo II, Carta Appropinquat
iam, 1 (15 de agosto de 1980): AAS 72 (1980), 791.
6. Cfr. Mt 19, 4.
7. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 47.
8. Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Consejo de la Secretaría General
del Sínodo de los Obispos (23 de febrero de 1980): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 472-476.
9. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 4.
10. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12.
11. Cfr. 1 Jn 2, 20.
12. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
13. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973), 398-400.
14. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Const. dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum,
10.
15. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo de los
Obispos 3 (26 de septiembre del 1980): AAS 72 (1980), 1008.
16. Cfr. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CSEL 40 II, 56 s.
17. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 15.
18. Cfr. Ef 3, 8, Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44; Decr. sobre la
actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 15 y 22.
19. Cfr. Mt 19, 4 ss.
20. Cfr. Gén 1, 26 s.
21. 1 Jn 4, 8.
22. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 12.
23. Ibid., 48.
24. Cfr. por ej. Os, 2, 21; Jer 3, 6-13; Is 54.
25. Cfr Ez 16, 25.
26. Cfr. Os 3.
27. Cfr. Gén 2, 24; Mt 19, 5.
28. Cfr. Ef 5, 32 s.
29. Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393.
30. Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIV, can. 1: I. D. Mansi,
Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 33, 149 s.
31. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 48.
32. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des
Equipes de Recherche», 3 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1032.
33. Ibid., 4: 1. c., p. 1032.
34. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 50.
35. Cfr. Gén 2, 24.
36. Ef 3, 15.
37. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 78.
38. S. Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48, 540.
39. Cfr. Mt 22, 30.
40. Cfr 1 Cor 7, 32 s.
41. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa Perfectae caritatis, 12.
42. Cfr. Pío XII, Cart. Enc. Sacra virginitas, II: AAS 46 (1954), 174
ss.
43. Cfr. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, 9 (8 de abril de 1979):
AAS 71 (1979), 410 s.
44. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
45. Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71 (1979)
274.
46. Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
47. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo
de 1980): AAS 72 (1980), 426 s.
48. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 49; cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3
de mayo de 1980): l.c.
49. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
50. Cfr. Ef 5, 25.
51. Cfr. Mt 19, 8.
52. Ap 3, 14.
53. Cfr. 2 Cor 1, 20.
54. Cfr. Jn 13, 1.
55. Mt 19, 6.
56. Rom 8, 29.
57. Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4.
58. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
59. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
60. Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s.
61. Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la-Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 48.
62. Jn 17, 21.
63. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 24.
64. Gén 1, 27.
65. Gál 3, 26.28.
66. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 19 AAS 73 (1981),
625.
67. Gén 2, 18.
68. Ibid., 2, 23.
69. S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
70. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486.
71. Cfr. Ef 5, 25.
72. Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de
marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271.
73. Cfr. Ef 3, 15.
74. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 52.
75. Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14.
76. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones
Unidas, 21 (2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159.
77. Lc 2, 52.
78. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 48.
79. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «International
Forum on Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980) Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539.
80. Gén 1, 28.
81. Cfr. Ibid. 5, 1-3.
82. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 50.
83. Propositio 22. La conclusión del n. 11 de la Encíclica Humanae
vitae afirma: «La Iglesia, al exigir que los hombres observen las
normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina,
enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la
transmisión de la vida» («ut quilibet matrimonii usus ad vitam humanam
procreandam per se destinatus permaneat »): AAS 60 (1968), 488.
84. Cfr. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14.
85. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las Familias
cristianas en el mundo contemporáneo, 5 (24 de octubre del 1980):
L'Osservatore Romano en lengua española (2 de noviembre del 1980).
86. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 51.
87. Cart. Enc. Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968), 485.
88. Ibid., 12: l.c., 488 s.
89. Ibid., 14: l.c., 489.
90. Ibid., 13: l.c., 489.
91. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 51.
92. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 29: AAS 60 (1968), 501.
93. Cfr. Ibid., 25: l.c., 498 s.
94. Ibid., 21: l.c., 496.
95. Juan Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los
Obispos, 8 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1083.
96. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 28: AAS 60 (1968), 501.
97. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de
Liaison des Equipes de Recherche», 9 (3 de noviembre de 1979):
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1035, cfr. también
Discurso a los Participantes en el Congreso Internacional de la
Familia de Africa y de Europa, 1 s. (15 de enero de 1981):
L'Osservatore Romano en lengua española, 1 de febrero de 1981.
98. Cart Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 499.
99. Decl. sobre la educación cristiana de la juventud Gravissimum
educationis, 3.
100. Conc Ecum. Vat II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 35.
101. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, IV, 58.
102.Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la
juventud Gravissimum educationis, 2.
103. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60 s.
104. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de
la juventud Gravissimum educationis, 3.
105. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
106. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
107. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los
seglares Apostolicam actuositatem, 11.
108. Rom 12, 13.
109. Mt 10, 42.
110. Cfr. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium
et spes, 30.
111. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa
Dignitatis humanae, 5.
112. Cfr. Propositio 42.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 31.
114. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11; Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI
Sínodo de los Obispos, 3 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980),
1008.
115. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
116. Cfr. Ibid., 41.
117. Act 4, 32
118. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486 s.
119. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
120. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la divina
revelación Dei Verbum, 1.
121. Cfr. Rom 16, 26.
122. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 498.
123. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60 s.
124. Cfr. Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de América
Latina, IV, a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
125. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
126. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Catechesi tradendae, 68: AAS 71
(1979), 1334.
127. Cfr. Ibid., 36: l.c., 1308.
128. Cfr. 1 Cor 12, 4-6; Ef 4, 12 s.
129. Mc 16, 15.
130. Cfr. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
131. Act 1, 8.
132. Cfr. 1 Pe 3, 1 s.
133. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11.
134. Cfr. Act 18; Rom 16, 3 s.
135. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la actividad misionera de
la Iglesia Ad gentes, 39.
136. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 30.
137. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 10.
138. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 49.
139. Ibid., 48.
140. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 41.
141. Conc. Ecum. Vat. lI, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 59.
142. Cfr. 1 Pe 2, 5; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la
Iglesia Lumen gentium, 34.
143. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 34.
144. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 78.
145. Cfr. Jn 19, 34.
146. N. 25: AAS 60 (1968), 499.
147. Ef 2, 4.
148. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Encíclica Dives in misericordia, 13:
AAS 72 (1980), 1218 s.
149. 1 Pe 2, 5.
150. Mt 18, 19 s.
151. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la
juventud Gravissimum educationis, 3; cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap.
Catechesi tradendae, 36: AAS 71 (1979), 1308.
152. Discurso en la Audiencia general (11 de agosto de 1976):
Insegnamenti di Paolo VI, XIV (1976), 640.
153. Cfr. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 12.
154. Cfr. Institutio Generalis de Liturgia Horarum, 27.
155. Pablo VI, Exhort. Ap. Marialis cultus, 52-54: AAS 66 (1974), 160
s.
156. Juan Pablo II, Discurso en el Santuario de la Mentorella (29 de
octubre de 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 78 s.
157. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los
seglares Apostolicam actuositatem, 4.
158. Cfr. Juan Pablo I, Discurso a los Obispos de la XII Región
Pastoral de los Estados Unidos de América (21 de septiembre de 1978):
AAS 70 (1978), 767.
159. Rom 8, 2.
160. Ibid., 5, 5.
161. Cfr. Mc 10, 45.
162. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 36.
163. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 8.
164. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las familias
cristianas en el mundo contemporáneo, 12: L'Osservatore Romano en
lengua española (26 de octubre de 1980).
165. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la III Asamblea General de los
Obispos de América Latina, IV a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979),
204.
166. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 10.
167. Cfr. Ordo celebrandi matrimonium, 17.
168. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 59.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la
vida religiosa Perfectae caritatis, 12.
170. N. 3-4 (29 de noviembre del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, 2 (1980), 1453 s.
171. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones
Sociales (7 de abril de 1969): AAS 61 (1969), 455.
172. Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales (1 de mayo del 1980): Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, III, I (1980), 1042.
173. Juan Pablo II, Mensaje para la XV Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales, 5: L'Osservatore Romano en lengua española,
31 de mayo de 1981.
174. Ibid.
175. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones
Sociales: AAS 61 (1969), 456.
176. Ibid.
177. Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 1044.
178. Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Matrimonia mixta, 4-5: AAS 62 (1970),
257 ss. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la reunión
plenaria del Secretariado para la Unión de los Cristianos (13
noviembre de 1981): L'Osservatore Romano (14 de noviembre de 1981).
179. Instr. In quibus rerum circumstantiis (15 de junio de 1972): AAS
64 (1972), 518-525; Nota del 17 de octubre de 1973: AAS 65 (1973),
616-619.
180. Juan Pablo II, Homilía para la clausura dd VI Sínodo de los
Obispos, 7 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1082.
181. Cfr. Mt 11, 28.
182. Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980):
AAS 72 (1980), 791.
183. Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo.