PRIMERA LECTURA
Salmo responsorial Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré
al Señor mi culpa»,Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. SEGUNDA LECTURA Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 10, 3 1 -11, 1 Hermanos: Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo a los judíos, ni a los griegos, ni a la Iglesia
de Dios, como yo, por mi parte, procuro contentar en todo a todos, no buscando
mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven. Palabra de Dios. Aleluya Lc 7, 16 Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. EVANGELIO La lepra se le quitó, y quedó limpio Lectura del santo evangelio según san Marcos 1, 40-45 En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: - «Si quieres, puedes limpiarme.» Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Palabra de Dios. MEDITACION
La Lepra del Pecado, Francisco Fernandez, del libro Hablar con Dios
— El Señor viene a curar nuestros males más profundos. Curación de un
leproso.
I. La curación de un leproso que narra el Evangelio de la Misa1
debió de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación
en la catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser
recogido con tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas
precisa que el milagro se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se
encontraba ya muy avanzada: estaba todo cubierto de lepra2,
nos dice.
La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los
miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían
deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de
grandes padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las
ciudades y de los caminos. Como se lee en la Primera lectura de la
Misa3, se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se
les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y
habían de darse a conocer desde lejos cuando pasaban por las cercanías de
un lugar habitado. Las gentes huían de ellos, incluso los familiares; y en
muchos casos se interpretaba su enfermedad como un castigo de Dios por sus
pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a este leproso en una
ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo buscando la ocasión
para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con tal de
hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica.
Cristo es su esperanza, su única esperanza.
La escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante Jesús, y
le dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá se
había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al
final todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de
confianza, de delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres,
puedes... En estas pocas palabras se resume una oración poderosa.
Jesús se compadeció; y los tres Evangelistas que relatan el suceso nos han
dejado el gesto sorprendente del Señor: extendió la mano y le tocó.
Hasta ahora todos los hombres habían huido de él con miedo y repugnancia,
y Cristo, que podía haberle curado a distancia –como en otras ocasiones–,
no solo no se separa de él, sino que llegó a tocar su lepra. No es difícil
imaginar la ternura de Cristo y la gratitud del enfermo cuando vio el
gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero, queda limpio.
El Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de nuestros
pecados. Y no tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase
cerca de nuestra ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de
Nazaret que curó a este leproso le encontramos todos los días en el
Sagrario más cercano, en la intimidad del alma en gracia, en el sacramento
de la Penitencia. “Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su
gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor
enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios
pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar
enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt
8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú
conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras
debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay
pus”4; todas las miserias de nuestra vida.
Hoy debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades pueden ser la
ocasión para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este leproso.
Desde aquel momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor. ¿Nos
acercamos nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la
Confesión? ¿Deseamos vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero
la frecuencia con que hayamos previsto recibir este sacramento?
II. Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado5
por su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que
ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor
que la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos
en esta vida y en la otra. “Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en
estado de pecado mortal, nos moriríamos de terror”6. Todos
somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del
pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único
que puede curarnos; solo Él.
El Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien únicamente puede
calibrar y medir con toda su tremenda realidad la ofensa del pecado. Por
eso nos conmueve su acercamiento al pecador. Él, que es la misma Santidad,
no se presenta lleno de ira, sino con gran delicadeza y respeto. “Así es
el estilo de Jesús, que vino a dar cumplimiento, no a destruir.
“Al sanar, al curar de la lepra, el Señor realiza grandes signos.
Estos signos servían para manifestar la potencia de Dios ante las
enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en
el Salmo responsorial, que proclama precisamente la bienaventuranza
del perdón de los pecados: Dichoso el que ha sido absuelto de su
culpa... (Sal 31, 1). Jesús sana de la enfermedad física, pero
al mismo tiempo libera del pecado. Se revela de esta forma como el Mesías
anunciado por los Profetas, que tomó sobre Sí nuestras enfermedades y
asumió nuestros pecados (cfr. Is 53, 3-12) para liberarnos de
toda enfermedad espiritual y material (...). Así, pues, un tema central de
la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que es como la lepra
del alma”7.
Jesús nos dice que ha venido para eso: para perdonar, para redimir, para
librarnos de esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su perdón como
signo de omnipotencia, como señal de un poder que solo Dios mismo puede
ejercer8. Cada Confesión es expresión del poder y de la
misericordia de Dios; los sacerdotes ejercitan este poder no en virtud
propia, sino en nombre de Cristo –in persona Christi–, como
instrumentos en manos del Señor. “Jesús nos identifica de tal modo consigo
en el ejercicio de los poderes que nos confirió –decía Juan Pablo II a los
sacerdotes–, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de
la suya, ya que Él es quien actúa por medio de nosotros (...). Es el
propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia, pronuncia la
palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados”9.
Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.
En la Confesión nos acercamos, con veneración y agradecimiento, al mismo
Cristo; en el sacerdote debemos ver a Jesús, el único que puede sanar
nuestras enfermedades. ““Domine!” –¡Señor!–, “si vis, potes me mundare” si
quieres, puedes curarme.
“—¡Qué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del
leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! —No tardarás
en sentir la respuesta del Maestro: “volo, mundare!” —quiero, ¡sé limpio!”10.
Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más necesitados nos
encontramos a causa de las faltas y pecados.
III. Hemos de aprender de este leproso: con su sinceridad se pone delante
del Señor, e hincándose de rodillas11 reconoce su
enfermedad y pide que le cure.
Le dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y al momento
desapareció de él la lepra y quedó limpio.
Nos imaginamos la inmensa alegría del que hasta ese momento era leproso.
Tanto fue su gozo que, a pesar de la advertencia del Señor, comenzó a
proclamar y divulgar por todas partes la noticia del bien inmenso que
había recibido. No se pudo contener con tanta dicha para él solo, y siente
la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena suerte.
Esta ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues en ella también
quedamos libres de nuestras enfermedades, por grandes que pudieran ser. Y
no solo se limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva, una
juventud nueva, una renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos
unidos al Señor de una manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y
de esa alegría nueva que encontramos en cada Confesión hemos de hacer
partícipes a quienes más apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el
haber encontrado al Médico, debemos hacer llegar la noticia, a través de
nuestro apostolado personal, a muchos que no saben que están enfermos o
que piensan que sus males son incurables. Llevar a muchos a la Confesión
es uno de los grandes encargos que Cristo nos hace en estos momentos en
que verdaderas multitudes se han alejado de aquello que más necesitan: el
perdón de sus pecados.
En ocasiones, tendremos que comenzar por una catequesis elemental,
aconsejándoles quizá libros de fácil lectura y explicándoles, con un
lenguaje que entiendan, los puntos fundamentales de la fe y de la moral.
Les ayudaremos a ver que su tristeza y su vacío interior provienen de la
ausencia de Dios en sus vidas. Con mucha comprensión les facilitaremos
incluso el modo de hacer un examen de conciencia profundo, y les
animaremos a que acudan al sacerdote, quizá el mismo con el que nosotros
nos confesamos habitualmente, a que sean sencillos y humildes y cuenten
todo lo que les aleja del Señor, que les está esperando. Nuestra oración,
el ofrecer por ellos horas de trabajo y alguna mortificación, el
confesarnos nosotros mismos con la frecuencia que tengamos prevista,
atraerá de Dios nuevas gracias eficaces para esas personas que deseamos se
acerquen al sacramento, a Cristo mismo.
Aquel día fue inolvidable para el leproso. Cada encuentro nuestro con
Cristo es también inolvidable, y nuestros amigos, a quienes hemos ayudado
en su caminar hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la alegría de su
encuentro con el Maestro. Y se convertirán a su vez en apóstoles que
propagan la Buena Nueva, la alegría de confesarse bien. Nuestra Madre
Santa María nos concederá, si acudimos a Ella, el gozo y la urgencia de
comunicar los grandes bienes que el Señor –Padre de las Misericordias–
nos ha dejado en este sacramento.
1
Mc
1, 40-45. — 2 Lc 5, 12. — 3 Lev 13, 1-2; 44-46. — 4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. — 5 Cfr. San Juan
Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 2. — 6 Santo Cura de Ars,
citado por Juan XXIII en Carta Sacerdotii nostri primordia. — 7
Juan Pablo II, Homilía 17-II-1985. — 8 Cfr. Mt 9, 2 ss. — 9
Juan Pablo II, Homilía en el estadio de Maracaná, Río de Janeiro,
2-VII-1980. — 10 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 142. — 11 Mc
1, 40.
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los Corazones Traspasados de Jesús y María |