Resurrexi,
et adhuc tecum sum. ¡Alleluia!
He resucitado, estoy siempre contigo. ¡Aleluya!
Mensaje de Pascua Urbi et Orbi de Su Santidad Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas, Jesús, crucificado y resucitado,
nos repite hoy este anuncio gozoso: es el anuncio pascual.
Acojámoslo con íntimo asombro y gratitud.
“Resurrexi et adhuc tecum sum”. “He resucitado y aún y siempre
estoy contigo”. Estas palabras, entresacadas de una antigua
versión del Salmo 138 (v.18b), resuenan al comienzo de la Santa
Misade hoy. En ellas, al surgir el sol de la Pascua, la
Iglesiareconoce la voz misma de Jesús que, resucitando de la
muerte, colmado de felicidad y amor, se dirige al Padre y
exclama: Padre mío, ¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy
contigo y lo estaré siempre; tu Espíritu no me ha abandonado
nunca. Así también podemos comprender de modo nuevo otras
expresiones del Salmo: “Si escalo al cielo, allí estás tú, si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro...Por que ni la tiniebla
es oscura para ti, la noche es clara como el día; para ti las
tinieblas son como luz” (Sal 138, 8.12). Es verdad: en la
solemne vigilia de Pascua las tinieblas se convierten en luz, la
noche cede el paso al día que no conoce ocaso. La muerte y
resurrección del Verbo de Dios encarnado es un acontecimiento de
amor insuperable, es la victoria del Amor que nos ha liberado de
la esclavitud del pecado y de la muerte. Ha cambiado el curso de
la historia, infundiendo un indeleble y renovado sentido y valor
a la vida del hombre.
“He resucitado y estoy aún y siempre contigo”. Estas palabras
nos invitan a contemplar a Cristo resucitado, haciendo resonar
en nuestro corazón su voz. Con su sacrificio redentor Jesús de
Nazaret nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, de modo que ahora
podemos introducirnos también nosotros en el diálogo misterioso
entre Él y el Padre. Viene a la mente lo que un día dijo a sus
oyentes: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al
Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). En esta
perspectiva, advertimos que la afirmación dirigida hoy por Jesús
resucitado al Padre, - “Estoy aún y siempre contigo” - nos
concierne también a nosotros, que somos hijos de Dios y
coherederos con Cristo, si realmente participamos en sus
sufrimientos para participar en su gloria (cf. Rm 8,17). Gracias
a la muerte y resurrección de Cristo, también nosotros
resucitamos hoy a la vida nueva, y uniendo nuestra voz a la suya
proclamamos nuestro deseo de permanecer para siempre con Dios,
nuestro Padre infinitamente bueno y misericordioso.
Entramos así en la profundidad del misterio pascual. El
acontecimiento sorprendente de la resurrección de Jesús es
esencialmente un acontecimiento de amor: amor del Padre que
entrega al Hijo para la salvación del mundo; amor del Hijo que
se abandona en la voluntad del Padre por todos nosotros; amor
del Espíritu que resucita a Jesús de entre los muertos con su
cuerpo transfigurado. Y todavía nás: amor del Padre que “vuelve
a abrazar” al Hijo envolviéndolo en su gloria; amor del Hijo que
con la fuerza del Espíritu vuelve al Padre revestido de nuestra
humanidad transfigurada. Esta solemnidad, que nos hace revivir
la experiencia absoluta y única de la resurrección de Jesús, es
un llamamiento a convertirnos al Amor; una invitación a vivir
rechazando el odio y el egoísmo y a seguir dócilmente las
huellas del Cordero inmolado por nuestra salvación, a imitar al
Redentor “manso y humilde de corazón”, que es descanso para
nuestras almas (cf. Mt 11,29).
Hermanas y hermanos cristianos de todos los rincones del mundo,
hombres y mujeres de espíritu sinceramente abierto a la verdad:
que nadie cierre el corazón a la omnipotencia de este amor
redentor. Jesucristo ha muerto y resucitado por todos: ¡Él es
nuestra esperanza! Esperanza verdadera para cada ser humano.
Hoy, como hizo en Galilea con sus discípulos antes de volver al
Padre, Jesús resucitado nos envía también a todas partes como
testigos de su esperanza y nos garantiza: Yo estoy siempre con
vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo
transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del
sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen
ensangrentando a la humanidad, también en nuestros días. En sus
llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la
misericordia infinita del Dios del que habla al profeta: Él es
quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien
defiende a los débiles y proclama la libertad a los esclavos,
quien consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de
alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en
lugar de un corazón triste (cf. Is 61,1.2.3). Si nos acercamos a
Él con humilde confianza, encontraremos en su mirada la
respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a
Dios y entablar con Él una relación vital en una auténtica
comunión de amor, que colme de su mismo amor nuestra existencia
y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto la
humanidad necesita a Cristo: en Él, nuestra esperanza, “fuimos
salvados” (cf. Rm 8,24)
Cuántas veces las relaciones entre personas, grupos y pueblos,
están marcadas por el egoísmo, la injusticia, el odio, la
violencia, en vez de estarlo por el amor. Son las llagas de la
humanidad, abiertas y dolientes en todos los rincones del
planeta, aunque a veces ignoradas e intencionadamente
escondidas; llagas que desgarran el alma y el cuerpo de
innumerables hermanos y hermanas nuestros. Éstas esperan obtener
alivio y ser curadas por las llagas gloriosas del Señor
resucitado (cf. 1 P 2, 24-25) y por la solidaridad de cuantos,
siguiendo sus huellas y en su nombre, realizan gestos de amor,
se comprometen activamente en favor de la justicia y difunden en
su alrededor signos luminosos de esperanza en los lugares
ensangrentados por los conflictos y dondequiera que la dignidad
de la persona humana continúe siendo denigrada y vulnerada. El
anhelo es que precisamente allí se multipliquen los testimonios
de benignidad y de perdón.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por la luz
deslumbrante de este Día solemne; abrámonos con sincera
confianza a Cristo resucitado, para que la fuerza renovadora del
Misterio pascual se manifieste en cada uno de nosotros, en
nuestras familias y nuestros Países. Se manifieste en todas las
partes del mundo. No podemos dejar de pensar en este momento, de
modo particular, en algunas regiones africanas, como Dafur y
Somalia, en el martirizado Oriente Medio, especialmente en
Tierra Santa, en Irak, en Líbano y, finalmente, en Tibet,
regiones para las cuales aliento la búsqueda de soluciones que
salvaguarden el bien y la paz. Invoquemos la plenitud de los
dones pascuales por intercesión de María que, tras haber
compartido los sufrimientos de la Pasióny crucifixión de su Hijo
inocente, ha experimentado también la alegría inefable de su
resurrección. Que, al estar asociada a la gloria de Cristo, sea
Ella quien nos proteja y nos guíe por el camino de la
solidaridad fraterna y de la paz. Éstos son mis anhelos
pascuales, que transmito a los que estáis aquí presentes y a los
hombres y mujeres de cada nación y continente unidos con
nosotros a través de la radio y de la televisión.
¡Feliz Pascua!
Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María
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