Carta del Papa a los niños
13 de diciembre de 1994,
año de la familia.
Juan Pablo II
¡Queridos niños!
Nace Jesús.
Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida
intensamente por todos los niños en
cada familia. Este año lo será aún más porque
es el Año de la Familia. Antes de que éste termine,
deseo dirigirme a
vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta
entrañable conmemoración.
La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es
vuestra fiesta! Vosotros la esperáis con impaciencia y la preparáis
con alegría, contando los días y casi las horas que faltan
para la
Nochebuena de Belén.
Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en
cada rincón del mundo el
nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente
en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el
período navideño el establo con
el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se
apresuran a acercarse en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del
nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano
Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar
donde estaba el Redentor del
universo.
También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y
os paráis a mirar al Niño
puesto entre pajas. Os fijáis en su Madre y en
San José, el custodio de¡ Redentor. Contemplando
la Sagrada Familia,
pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en
vuestra
madre, que os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener
la familia y de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no
consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos desde su
nacimiento.
Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo
era un niño como vosotros. Entonces yo vivía también la atmósfera serena
de la Navidad, y al ver brillar la estrella de
Belén corría al nacimiento
con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000
años. Los
niños manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y
emotivos son los villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en
torno al nacimiento! ¡Qué profundos
sentimientos contienen y, sobre todo,
cuánta alegría y ternura expresan hacía el divino Niño venido
al mundo en la Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son
días de fiesta: así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la tradición
del Antiguo Testamento, se
dio un nombre al Niño: llamándole Jesús.
Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo,
como sucedía con todos
los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión
tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo
Simeón se acercó a María,
que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció
estas palabras proféticas: « Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar
que tu siervo se vaya en
paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que
has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los
gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 29-32). Después, dirigiéndose a
María, su Madre, añadió: « Este está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, y para ser señal de contradicción y a ti misma una espada te
atravesará el alma!- a fin de que queden al
descubierto las
intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros
días de
la vida de Jesús resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se
asociará también la
Madre, María: el Viernes Santo ella estará en silencio
junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no
pasarán muchos días después del
nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un
grave peligro: el cruel
rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años, y por esto se
verá obligado a huir con sus padres a Egipto.
Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos
relacionados con el nacimiento de
Jesús. Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes,
profesores y catequistas, y cada año los
revivís espiritualmente
durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis
los
aspectos trágicos de la infancia de Jesús.
¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén
podéis reconocer la
suerte de los niños de todo el mundo. Si es cierto que un niño es la alegría
no sólo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la sociedad,
es cierto igualmente que en
nuestros días muchos niños, por desgracia,
sufren o son amenazados en varias partes del mundo:
padecen hambre y miseria,
mueren a causa de las enfermedades y de la desnutrición, perecen
víctimas de
la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a vivir sin hogar,
privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas dé
violencia y de abuso por parte de los adultos. ¿Cómo es posible
permanecer indiferente ante al sufrimiento de tantos niños, sobre todo
cuando es causado de algún modo por los adultos?
Jesús da la Verdad
El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del
tiempo fue creciendo. A los
doce años como sabéis, subió por primera vez,
junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén
con motivo de la fiesta de la
Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de
sus
padres y, con otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como
en una « clase de catecismo ». En efecto, las fiestas eran ocasiones
adecuadas para transmitir la fe a los
muchachos de la edad, más o menos, de Jesús.
Pero sucedió que, en esta reunión, el
extraordinario Adolescente venido de Nazaret no sólo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él
mismo
comenzó a dar respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus preguntas
y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo. Era la
misma admiración que,
en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de
Jesús: el episodio del Templo de Jerusalén no
es otra cosa que el comienzo y
casi el preanuncio de lo que sucedería algunos, años más tarde.
Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ¿no vienen
a vuestra mente, en este
momento, las clases de religión que se dan en
la parroquia y en la escuela, clases a las que
estáis invitados a
participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ¿cuál es vuestra actitud
ante las clases de religión? ¿Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo
cuando tenía doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la
parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?
Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el
Templo de Jerusalén que, en cierto modo, se olvidó hasta de sus
padres. María y José, regresando con otros peregrinos a
Nazaret, se dieron
cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus
pasos y sólo al tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo.
Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados,
teandábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de
Jesús y cómo hace pensar! « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía
estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de
aceptar El evangelista Lucas añade simplemente que María « conservaba
cuidadosamente todas las cosas
en su corazón » (2, 5 l). En efecto, era una respuesta
que se comprendería sólo más tarde,
cuando Jesús, ya adusto, comenzó a
predicar, afirmando que por su Padre celestial estaba
dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.
Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió
sujeto a ellos (cf. Lc 2, 5 l).
Sobre este período, antes de iniciar la
predicación pública, el Evangelio señala sólo que «
progresaba en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52).
Queridos chicos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis
ver ya al muchacho de doce
años que dialoga con los doctores en el Templo de
Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que
más tarde, con treinta
años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce
Apóstoles,
será seguido por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su
maravillosa enseñanza con signos de su potencia divina: devolverá la
vista a los ciegos, curará a
los enfermos e incluso resucitará a los muertos.
Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo
de la viuda de Naim,
devuelto vivo a su apenada madre.
Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande,
como Maestro de la Verdad divina, mostrará un afecto extraordinario por los
niños. Dirá a los Apóstoles: « Dejad que
los niños vengan a ", no se
lo impidáis », y añadirá: « Porque de los que son como éstos es el
Reino
de Dios » (Mc 10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre
quién era el más grande, pondrá en medio de ellos a un niño y dirá: « Si no
cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los
cielos » (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también
palabras severísimas de advertencia: « Al que escandalice a uno de estos
pequeños que creen en mí, más
le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras
de molino que mueven los asnos, y le hundan
en lo profundo del mar » (Mt
18, 6).
¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego
que el Evangelio está
profundamente impregnado de la verdad sobre el niño.
Incluso podría ser leído en su conjunto como
el « Evangelio del niño ».
En efecto, ¿qué quiere decir: « Si no cambiáis y os hacéis como los
niños, no entraréis en el
Reino de los cielos »? ¿Acaso no pone Jesús al niño
como modelo incluso para los adultos? En el
niño hay algo que nunca puede
faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van
los que
son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega
confiada y son ricos de bondad y puros. Sólo éstos pueden encontrar en
Dios un Padre y llegar a ser, a su vez,
gracias a Jesús, hijos de Dios.
¿No es éste el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: «
Y la Palabra se hizo
carne y puso su morada entre nosotros » (l, 14); y
además: A todos los que le recibieron les dio
poder de hacerse hijos de Dios
» (l, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas
de vuestros padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos
adoptivos suyos mediante la
gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría
de la Navidad, de la que os escribo ya al término
del Año de la Familia.
Alegraos por este « Evangelio de la filiación divina ». Que, en este gozo, las
próximas fiestas navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de
la Familia.
Jesús se da a sí mismo
Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro
inolvidable con Jesús, un día que se recuerda siempre como uno de los
más hermosos de la vida. La Eucaristía,
instituida por Cristo la víspera
de su pasión durante la Última Cena, es un sacramento de la Nueva
Alianza,
más aún, el más importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace
alimento de las almas bajo las especies del pan y del vino. Los niños la
reciben solemnemente la primera vez en la
Primera Comunión y se les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en
amistad
íntima con Jesús.
Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber
recibido el Bautismo.- este
es el primer sacramento y el más necesario para la
salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros
siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre
todo los
adultos, el rito se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la
misma solemnidad que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al
empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién nacidos es
también el caso de muchos de vosotros, queridos
niños, que por tanto no podéis
recordar el día de vuestro Bautismo la fiesta más solemne se
trasladó al
momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada muchacha de familia
católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se vive como una gran
fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto
con el festejado, los padres, los
hermanos y hermanas, los demás familiares,
los padrinos y, a veces también, los profesores y
educadores.
El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la
parroquia. Recuerdo como si fuese
hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de
mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en
la Iglesia parroquias de
mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento
para así no olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías
durante toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se revive
la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la
pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor
Redentor del hombre.
¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la
Eucaristía una fuente de fuerza
espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no
recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que
vivieron en los primeros
siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa
Inés,
que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un
muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía, porque prefirió
morir antes que entregar a Jesús
sacramentado, a quien llevaba consigo.
Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado
niños y muchachos entre los
santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús
muestra en el Evangelio una confianza particular
en los niños, así
María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su
atención maternal a los pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los
niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco y Jacinta de
Fátima.
Os hablaba antes del « Evangelio del niño », ¿acaso no ha encontrado
éste en nuestra época una
expresión particular en la espiritualidad de santa
Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así:
Jesús y su Madre eligen con
frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para
la vida de
la Iglesia y de la humanidad. He citado sólo a algunos universalmente
conocidos, pero cuántos otros hay menos célebres! Parece que el
Redentor de la humanidad comparte con ellos la
solicitud por los demás: por los
padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su
oración. ¡Qué
enorme fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los
mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total quiere decir rezar como
los niños saben hacerlo.
Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de
la Familia, dos amigos pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los
problemas de vuestra familia y de todas las
familias del mundo. Y no
sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera
mucho de vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la
humanidad, formada por varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez
más la familia de Dios, y pueda vivir en
paz. He recordado al principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este
siglo, y
los que continúan sufriendo muchos de ellos también en este momento.
Cuántos mueren en estos días víctimas del odio que se extiende por varias
partes de la tierra: por ejemplo en los
Balcanes y en diversos países de África. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan
de dolor
nuestros corazones, he decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos,
que os encarguéis de la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y la
concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen.
Vosotros detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor:
por esto el
Papa está seguro de que no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a
su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis por
la paz y la concordia en vuestras familias.
¡Alabad el nombre del Señor!
Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta
recuerde unas palabras de un
salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate
pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad
el nombre del Señor. Bendito
sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol
hasta su
ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113/112, 1-3). Mientras medito
las palabras de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los
niños de todo el mundo: de
oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros,
mis pequeños amigos, sin distinción de lengua,
raza o nacionalidad, os
digo: ¡Alabad el nombre del Señor!
Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no
olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de
Jerusalén: ¿No sabíais que yo debía estar en
la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49).
El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia
vocación. Dios
llama a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: Llama a
vivir en el matrimonio o a ser sacerdote; Llama a la vida consagrada o tal
vez al trabajo en las misiones... ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y
muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después
seguirla generosamente.
¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en
la noche de Belén, miran con
fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría
de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el
nombre del Señor. De
este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad.
Son palabras tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas
humanas; es como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al
de los Angeles, mensajeros de la gloria de
Dios, sobre el portal de Belén: «
Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en
quienes El
se complace » (Lc 2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre
nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones
de la tierra sienten sobre sí
mismos la mirada amorosa del Padre celestial y
se alegran porque Dios los ama. El hombre no
puede vivir sin amor. Está
llamado a amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente
debe tener
la certeza de que Dios lo quiere
¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros
esto al terminar el
Año de la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son
particularmente vuestras.
Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis
una experiencia más intensa
del amor de vuestros padres, de los hermanos y
hermanas, y de los demás miembros de vuestra
familia. Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el
mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a
quienes más lo necesitan, en especial a los que sufren y a los
abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el amor?
¿Qué alegría es más grande que la
que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y
particularmente de los
niños, en Navidad? ¡Levanta tu mano, divino Niño, y bendice a estos
pequeños
amigos tuyos, bendice a los niños de toda la
tierra.