Oficio de lectura, VII domingo del tiempo ordinario
Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades
San Máximo Confesor
De los capítulos sobre la caridad
(Centuria 1, cap. 1,4-5.16-17.23-24.26-28.30-40: PG 90, 962-967)
La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al
conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas
podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.
El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él
creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.
Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y
Dios es inmensamente superior a sus criaturas, el que dejando de lado a
Dios, incomparablemente mejor, se adhiere a las cosas inferiores
demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él
creadas.
El que me ama –dice el Señor– guardará mis mandamientos. Éste
es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no
ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su
mandamiento no puede amar a Dios.
Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.
El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene
este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo
reparte según Dios a todos los necesitados.
El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discriminación alguna,
en lo que atañe a las necesidades corporales, entre buenos y malos,
justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de
las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a
preferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a
los malos.
La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino, sobre todo,
con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y
prodigarles cuidados corporales.
El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo,
se entrega sin fingimiento a la práctica de la caridad con el prójimo
pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del
amor y del conocimiento divinos.
El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni
decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta
Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas,
oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.
No digáis –advierte el profeta Jeremías–: «Somos templo del
Señor». Tú no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro
Señor Jesucristo puede darme la salvación». Ello no es posible si no
te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio
de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura:
También los demonios creen y tiemblan.
El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón
para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el
recto uso de las cosas.
Oración
Dios todopoderoso y eterno, concede a tu
pueblo que la meditación asidua de tu doctrina le enseñe a cumplir, de
palabra y de obra, lo que a ti te complace. por nuestro Señor
Jesucristo.