Oficio de lectura, sábado III del tiempo Ordinario
El misterio de la muerte
De la Constitución pastoral
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio
Vaticano II
#18.22
El enigma de la condición humana alcanza su
vértice en presencia de la muerte. El hombre no sólo es torturado
por el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también,
y mucho más, por el temor de un definitivo aniquilamiento. El ser
humano piensa muy certeramente cuando, guiado por un instinto de su
corazón, detesta y rechaza la hipótesis de una total ruina y de una
definitiva desaparición de su personalidad. La semilla de eternidad
que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy
útiles que sean, no logran acallar esta ansiedad del hombre: pues la
prolongación de una longevidad biológica no puede satisfacer esa
hambre de vida ulterior que, inevitablemente, lleva enraizada en su
corazón.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte,
la Iglesia, adoctrinada por la divina revelación, afirma que el
hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz que sobrepasa
las fronteras de la mísera vida terrestre. Y la fe cristiana enseña
que la misma muerte corporal, de la que el ser humano estaría libre
si no hubiera cometido el pecado, será vencida cuando el omnipotente
y misericordioso Salvador restituya al hombre la salvación perdida
por su culpa. Dios llamó y llama al hombre para que, en la perpetua
comunión de la incorruptible vida divina, se adhiera a él con toda
la plenitud de su ser. Y esta victoria la consiguió Cristo
resucitando a la vida y liberando al hombre de la muerte con su
propia muerte. La fe, por consiguiente, apoyada en sólidas razones,
está en condiciones de dar a todo hombre reflexivo la respuesta al
angustioso interrogante sobre su porvenir; y, al mismo tiempo, le
ofrece la posibilidad de una comunión en Cristo con los seres
queridos, arrebatados por la muerte, confiriendo la esperanza de que
ellos han alcanzado ya en Dios la vida verdadera.
Ciertamente, urgen al cristiano la necesidad y el
deber de luchar contra el mal, a través de muchas tribulaciones, y
de sufrir la muerte; pero, asociado al misterio pascual y
configurado con la muerte de Cristo, podrá ir al encuentro de la
resurrección robustecido por la esperanza.
Todo esto es válido no sólo para los que creen en
Cristo, sino para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo
corazón obra la gracia de un modo invisible; puesto que Cristo murió
por todos y una sola es la vocación última de todos los hombres, es
decir, la vocación divina, debemos creer que el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo que sólo Dios
conoce, se asocien a su misterio pascual.
Éste es el gran misterio del hombre, que, para los
creyentes, está iluminado por la revelación cristiana. Por
consiguiente, en Cristo y por Cristo se ilumina el enigma del dolor
y de la muerte, que, fuera de su Evangelio, nos aplasta. Cristo
resucitó, venciendo a la muerte con su muerte, y nos dio la vida, de
modo que, siendo hijos de Dios en el Hijo, podamos clamar en el
Espíritu:
«¡Abba!» (Padre).
Oración
Dios todopoderoso y
eterno, ayúdanos a llevar una vida según tu
voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de buenas obras
en nombre de tu Hijo predilecto. Que vive y reina contigo.