Oficio de Lectura, XXIX
Domingo del Tiempo Ordinario
Que nuestro deseo de la vida
eterna se ejercite en la oración
De la carta de
san Agustín,
obispo, a Proba
Carta 130,8,15.17- 9,18
¿Por qué en la oración nos preocupamos de
tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo
que nuestras plegarias no procedan con rectitud, en lugar de
limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor,
eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi
vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo?
En aquella morada, los días no consisten en el empezar
y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día
significa el fin del anterior; todos los días se dan
simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida
ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la
misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no
quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos
escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues,
como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras
necesidades aun antes de que se las expongamos.
Puede resultar extraño que nos exhorte a
orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se
las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor
no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él
ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que,
por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear,
para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones
que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y
nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante.
Por eso, se nos dice: Ensanchaos;
no os unzáis al mismo yugo con los infieles.
Cuanto más fielmente creemos, más
firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don,
más capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente
inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata
de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún
sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que
es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para
alcanzarlo.
Así, pues, constantemente oramos por medio
de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo
ininterrumpido. Pero, además, en determinados días y horas,
oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos
a nosotros mismos por medio de estos signos externos,
vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro
deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él.
Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor, cuanto
más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido.
Por tanto, aquello que nos dice el Apóstol: Sed
constantes en orar, ¿qué otra cosa puede significar
sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que
es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la
puede dar?
Continuación
Oficio de Lectura, XXIX Lunes del Tiempo Ordinario
Debemos, en
ciertos momentos, amonestarnos a nosotros mismos con la
oración vocal
De la carta de
san Agustín,
obispo, a Proba
130,9,18-
10,20
Deseemos siempre la vida dichosa y eterna,
que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre
orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo,
debemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las
preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen
de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal,
no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse
llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con
frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.
Por eso, cuando dice el Apóstol:
Vuestras peticiones sean presentadas a Dios, no hay que
entender estas palabras como si se tratara de descubrir a
Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce,
aun antes de que se las formulemos; estas palabras
significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras
peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios,
perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres
por vanagloria de nuestras plegarias.
Como esto sea así, aunque ya en el
cumplimiento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de
orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y
vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y
cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y
necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar
largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Un
cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa e
efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está
escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente;
con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar
oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre,
oye nuestra oración en la eternidad?
Se dice que los monjes de Egipto hacen
frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de
jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es
tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante
y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad
de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así con
no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse
despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede
continuar orando.
Lejos, pues, de nosotros la oración con
vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada,
mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la
oración es como tratar un asunto necesario y urgente con
palabras superfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es
llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la
puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la
finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos
que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor
recoge nuestras lágrimas en su odre y a él
no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó
por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las
palabras humanas.
Oficio de Lectura, XXIX
Jueves del Tiempo Ordinario
No sabemos pedir lo que nos
conviene
De la carta de
san Agustín,
obispo, a Proba
130,14,25-26
Quizá me preguntes aún por qué razón dijo
el Apóstol que no sabemos pedir lo que nos conviene,
siendo así que podemos pensar que tanto el mismo Pablo
como aquellos a quienes él se dirigía conocían la oración
dominical.
Porque el Apóstol experimentó seguramente
su incapacidad de orar como conviene, por eso quiso
manifestarnos su ignorancia; en efecto, cuando, en medio de
la sublimidad de sus revelaciones, le fue dado el aguijón de
su carne, el ángel de Satanás que lo apaleaba, desconociendo
la manera conveniente de orar, Pablo pidió tres veces al
Señor que lo librara de esta aflicción. Y oyó la respuesta
de Dios y el porqué no se realizaba ni era conveniente que
se realizase lo que pedía un hombre tan santo:
Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en
la debilidad.
Ciertamente, en aquellas tribulaciones que
pueden ocasionarnos provecho o daño no sabemos cómo debemos
orar; pues como dichas tribulaciones nos resultan duras y
molestas y van contra nuestra débil naturaleza, todos
coincidimos naturalmente en pedir que se alejen de nosotros.
Pero, por el amor que nuestro Dios y Señor nos tiene, no
debemos pensar que si no aparta de nosotros aquellos
contratiempos es porque nos olvida; sino más bien, por la
paciente tolerancia de estos males, esperemos obtener bienes
mayores, y así la fuerza se realiza en la debilidad.
Esto, en efecto, fue escrito para que nadie se
enorgullezca si, cuando pide con impaciencia, es escuchado
en aquello que no le conviene, y para que nadie decaiga ni
desespere de la misericordia divina si su oración no es
escuchada en aquello que pidió y que, posiblemente, o bien
le sería causa de un mal mayor o bien ocasión de que,
engreído por la prosperidad, corriera el riesgo de perderse.
En tales casos, ciertamente, no sabemos pedir lo que nos
conviene.
Por tanto, si algo acontece en contra de
lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos
gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que
lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la
voluntad de Dios y no según la nuestra. De ello nos dio
ejemplo aquel divino Mediador, el cual dijo en su pasión:
Padre, si es posible, que pase y se aleje de mi ese
cáliz, pero, con perfecta abnegación de la voluntad
humana que recibió al hacerse hombre, añadió inmediatamente:
Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú
quieres. Por lo cual, entendemos perfectamente que
por la obediencia de uno todos se
convertirán en justos.
Oración
Dios
todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con
fidelidad y servirte con sincero corazón. Por nuestro Señor
Jesucristo.
Oficio de Lectura, XXIX Viernes del Tiempo Ordinario
El
Espíritu intercede por nosotros
De la carta de
san Agustín,
obispo, a Proba
130,14,27-15,28
Quien pide al Señor
aquella sola cosa que hemos mencionado, es decir, la vida
dichosa de la gloria, y esa sola cosa busca, éste pide con
seguridad y pide con certeza, y no puede temer que algo le
sea obstáculo para conseguir lo que pide, pues pide aquello
sin lo cual de nada le aprovecharía cualquier otra cosa que
hubiera pedido, oran como conviene. Ésta es la única vida
verdadera, la única vida feliz: contemplar eternamente la
belleza del Señor, en la inmortalidad e incorruptibilidad
del cuerpo y del espíritu. En razón de esta sola cosa, nos
son necesarias todas las demás cosas; en razón de ella,
pedimos oportunamente las demás cosas. Quien posea esta vida
poseerá todo lo que desee, y allí nada podrá desear que no
sea conveniente.
Allí está la fuente de la vida, cuya sed
debemos avivar en la oración, mientras vivimos aún de
esperanza. Pues ahora vivimos sin ver lo que esperamos,
seguros a la sombra de las alas de aquel ante
cuya presencia están todas nuestras ansias; pero
tenemos la certeza de nutrirnos un día de lo
sabroso de su casa y de beber del torrente de
sus delicias, porque en él está la fuente viva, y su luz
nos hará ver la luz; aquel día, en el cual todos
nuestros deseos quedarán saciados con sus bienes y ya nada
tendremos que pedir gimiendo, pues todo lo poseeremos
gozando. Pero, como esta única cosa que pedimos consiste en
aquella paz que sobrepasa toda inteligencia, incluso cuando
en la oración pedimos esta paz, hemos de pensar que no
sabemos pedir lo que nos conviene. Porque no podemos
imaginar cómo sea esta paz en sí misma y, por tanto, no
sabemos pedir lo que nos conviene. Cuando se nos presenta al
pensamiento alguna imagen de ella, la rechazamos, la
reprobamos, reconocemos que está lejos de la realidad,
aunque continuamos ignorando lo que buscamos.
Pero hay en nosotros, para decirlo de
algún modo, una docta ignorancia; docta, sin duda, por el
Espíritu de Dios, que viene en ayuda de nuestra debilidad.
En efecto, dice el Apóstol: Cuando esperamos lo que no
vemos, aguardamos con perseverancia. Y añade a
continuación: El Espíritu viene en
ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir
lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los
corazones sabe cuál es el deseo d Espíritu, y que su
intercesión por los santos es según Dios.
No hemos de entender estas palabras como
si dijeran que el Espíritu de Dios, que en la Trinidad
divina es Dios inmutable y un solo Dios con el Padre y el
Hijo, orase a Dios como alguien distinto de Dios,
intercediendo por los santos; si el texto dice que el
Espíritu intercede por los santos, es para significar que
incita a los fieles a interceder, del mismo modo que también
se dice: Se trata de una prueba del Señor, vuestro Dios,
para ver si lo amáis, es decir, para que vosotros
conozcáis si lo amáis. El Espíritu pues, incita a los santos
a que intercedan con gemidos inefables, inspirándoles el
deseo de aquella realidad tan sublime que aún no conocemos,
pero que esperamos ya con perseverancia. Pero ¿cómo se puede
hablar cuando se desea lo que ignoramos? Ciertamente que si
lo ignoráramos del todo no lo desearíamos; pero, por otro
lado, si ya lo viéramos no lo desearíamos ni lo pediríamos
con gemidos inefables.
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