Oficio de Lectura, XXII
Domingo del Tiempo Ordinario
El Señor se ha compadecido de
nosotros
De los sermones de
San Agustín, obispo.
Sermón 23 A,1-4: CCL 41, 321-323
Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica
lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando escuchamos es como
si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que
hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo
diciendo esto, porque quisiera exhortaros a que no vengáis nunca
a la iglesia de manera infructuosa, limitándoos sólo a escuchar
lo que allí se dice, pero sin llevarlo a la práctica. Porque,
como dice el Apóstol, estáis salvados por su gracia,
pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.
No ha precedido, en efecto, de parte nuestra una vida
santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por
ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque
la santidad de su vida lo merece». A Dios le desagradaba nuestra
vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo
que él había realizado en nosotros. Por ello, en nosotros,
condenó lo que nosotros habíamos realizado y salvó lo que él
había obrado.
Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con
todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin
de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por
los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura:
Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a
continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un
hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es
posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a
morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un
malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no
ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso
a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado,
hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar
de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios
no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos
rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la
sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el
bien de los corderos manchados, si es que debe decirse
simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido,
pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto,
dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no
hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un
médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros
pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos
dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos
para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e
imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la
que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de
humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos
ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. Para
poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la
Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que
era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por
nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que
nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir;
habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no
quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados
con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde
ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su
nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si
la seguimos, confesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos
gracias, diciendo: Te damos gracias,
oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.