Oficio de lectura, XIX viernes del tiempo ordinario
Reformemos
nuestras costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo
Del Sermón de
San Paciano
sobre el bautismo #5-6.
PL 13, 1092-1093
El pecado de Adán se había transmitido a todo
el género humano, como afirma el Apóstol: Por un hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así
pasó a todos los hombres. Por lo tanto, es necesario que la
justicia de Cristo sea transmitida a todo el género humano. Y,
así como Adán, por su pecado, fue causa de perdición para toda
su descendencia, del mismo modo Cristo, por su justicia,
vivifica a todo su linaje. Esto es lo que subraya el Apóstol
cuando afirma: Si por la desobediencia
de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia
de uno todos se convertirán en justos. Y así como reinó el
pecado, causando la muerte, así también reinará la gracia,
causando una justificación que conduce a la vida eterna.
Pero alguno me puede decir: «Con razón el
pecado de Adán ha pasado a su posteridad, ya que fueron
engendrados por él. ¿Pero acaso nosotros hemos sido engendrados
por Cristo para que podamos ser salvados por él?» No penséis
carnalmente, y veréis cómo somos engendrados por Cristo. En la
plenitud de los tiempos, Cristo se encarnó en el seno de María:
vino para salvar a la carne, no la abandonó al poder de la
muerte, sino que la unió con su espíritu y la hizo suya. Éstas
son las bodas del Señor por las que se unió a la naturaleza
humana, para que, de acuerdo con aquel gran misterio, se hagan
los dos una sola carne, Cristo y la Iglesia.
De estas bodas nace el pueblo cristiano, al
descender del cielo el Espíritu Santo. La substancia de nuestras
almas es fecundada por la simiente celestial, se desarrolla en
el seno de nuestra madre, la Iglesia, y cuando nos da a luz
somos vivificados en Cristo. Por lo que dice el Apóstol: El
primer hombre, Adán, fue un ser animado, el último Adán, un
espíritu que da vida. Así es como engendra Cristo en su
Iglesia por medio de sus sacerdotes, como lo afirma el mismo
Apóstol: Os he engendrado para Cristo. Así, pues, el
germen de Cristo, el Espíritu de Dios, da a luz, por manos de
los sacerdotes, al hombre nuevo, concebido en el seno de la
Iglesia, recibido en el parto de la fuente bautismal, teniendo
como madrina de boda a la fe.
Pero hay que recibir a Cristo para que nos
engendre, como lo afirma el apóstol san Juan: Cuantos lo
recibieron, les da poder para ser hijos de Dios. Esto no
puede ser realizado sino por el sacramento del bautismo, del
crisma y del obispo. Por el bautismo se limpian los pecados, por
el crisma se infunde el Espíritu Santo, y ambas cosas las
conseguimos por medio de las manos y la boca del obispo. De este
modo, el hombre entero renace y vive una vida nueva en Cristo:
Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos, así
también nosotros andemos en una vida nueva, es decir, que,
depuestos los errores de la vida pasada, reformemos nuestras
costumbres en Cristo, por el Espíritu Santo.