Oficio de lectura, Viernes XIII del tiempo
Ordinario
Jesucristo es del linaje
de David según la carne
Del libro de
San Agustín, obispo, sobre
la predestinación de los elegidos
Cap 15, 30-31
El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es
el mismo Salvador del mundo,
el
mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús;
porque
para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de obras, ya de
fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside? Yo ruego que
se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en
unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre,
¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios?
¿Precedió algún
mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente
para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No fue acaso por la
virtud y asunción del mismo Verbo, por lo aquella humanidad, en
cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?
Manifiéstese, pues, ya a nosotros en el que es nuestra Cabeza, la
fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros
según la medida de cada uno. Tal es la gracia, por la cual se hace
cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la
misma por cual aquel Hombre, unido al Verbo desde el primer momento
de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de
quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo
Espíritu Santo, por quien verificó que la naturaleza humana de
Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros
ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de
que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la
predestinación de los santos, que tan soberanamente resplandece en
el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de cuantos entienden
rectamente las palabras de la verdad? Pues el mismo Señor de la
gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que
fue también predestinado.
Fue, por tanto,
predestinado Jesús, para que, al llegar a ser hijo de David según la
carne, fuese también, al mismo tiempo, Hijo de Dios según el
Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María
Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de
manera inefable por el Verbo divino, para que Jesucristo fuese
llamado a la vez, verdadera y propiamente, Hijo de Dios e hijo del
hombre; hijo del hombre, por la naturaleza humana asumida, e Hijo de
Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de otro modo no se
creería en la trinidad, sino en una cuaternidad de personas.
Así fue
predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa, excelsa y
sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse otra
elevación mayor; de la misma manera que la divinidad no pudo
descender ni humillarse más por nosotros, que tomando nuestra
naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por
tanto, así como ha sido predestinado ese hombre singular para ser
nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre hemos sido
predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las
deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en
Adán, y reine por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por
medio de Jesucristo, Señor nuestro, único Hijo de Dios y único
Señor. Y así, si no es posible encontrar en nuestra Cabeza mérito
alguno que preceda a su singular generación, tampoco en nosotros,
sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a
tan multiplicada regeneración.