Oficio
de lectura, XI Miércoles del tiempo ordinario
Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad
Del
tratado de san Cipriano
sobre el Padrenuestro
Cap. 13-15
Prosigue la oración que comentamos: Venga
a nosotros tu reino. Pedimos que se haga presente en nosotros el
reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea
santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que
Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y
nunca dejará de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro
reino que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su
sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al
mundo, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos
ha prometido, con aquellas palabras: Venid vosotros, benditos de
mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo.
También podemos entender, hermanos muy amados, este reino de
Dios, cuya venida deseamos cada día, en el sentido de la misma
persona de Cristo, cuyo próximo advenimiento es también objeto
de nuestros deseos. Él es la resurrección, ya que en él
resucitaremos, y por esto podemos identificar el reino de Dios
con su persona, ya que en él hemos de reinar. Con razón, pues,
pedimos el reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque
existe también un reino terrestre. Pero el que ya ha renunciado
al mundo está por encima de los honores y del reino de este
mundo.
Pedimos a continuación: Hágase tu voluntad así en la tierra como
en el cielo, no en el sentido de que Dios haga lo que quiera,
sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere.
¿Quién, en efecto, puede impedir que Dios haga lo que quiere?
Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total
sumisión a Dios en sentimientos y acciones; por esto pedimos que
se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesitamos
de la voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda, ya
que nadie puede confiar en sus propias fuerzas, sino que la
seguridad nos viene de la benignidad y misericordia divinas.
Además, el Señor, dando pruebas de la debilidad humana, que él
había asumido, dice: Padre mío, si es posible, que pase y se
aleje de mi ese cáliz, y, para dar ejemplo a sus discípulos de
que hay que anteponer la voluntad de Dios a la propia, añade:
Pero, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.
La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La
humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las
palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las
obras, la moderación en las costumbres; el no hacer agravio a
los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar
la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón,
amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer
nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el
mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a
su cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su
nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia
de la fe que profesamos, en los tormentos, la confianza con que
luchamos y, en la muerte, la paciencia que nos obtiene la
corona. Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es
cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre.