Oficio
de lectura, XI Domingo del tiempo ordinario
La oración ha de salir de un corazón humilde
Del Tratado de
San Cipriano
sobre el
Padrenuestro
Caps 4-6
Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de
sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios.
Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la
moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto
de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio
del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El
Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda
hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en
nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando
nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y
nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra
incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo
Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en
su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la
tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están
vigilando a malos y buenos.
Y, cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los
sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no
debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar
continuamente sin ton ni son nuestras peticiones, deshaciéndonos
en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a
Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay
que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros
pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por
qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias
que yo soy el que escruta corazones y mentes.
De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de
Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo
silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su
oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la
boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la
escuchaba, y, de este modo, consiguió lo que pedía, porque lo
pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice:
Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y
el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: Reflexionad
en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña
el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras:
Hay que adorarte en lo interior, Señor.
El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el
fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse
a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta
era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados
ocultos en su interior, implorando el auxilio de la divina
misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí
mismo; y fue justificado el publicano, porque, al orar, no puso
la esperanza de la salvación en la convicción de su propia
inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando
humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes
escuchó su oración.