San Agustín, sobre el
evangelio de San Juan
trat. 124,5.7
Dos vidas
La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y
recomendadas por el Señor; de ellas, una se desenvuelve en la fe,
otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación,
la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra
en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el
esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación.
La primera vida es
significada por el apóstol Pedro, la segunda por el apóstol Juan. La
primera se desarrolla toda ella aquí, hasta el fin de este mundo,
que es cuando terminará; la segunda se inicia oscuramente en este
mundo, pero su perfección se aplaza hasta el fin de él, y en el
mundo futuro no tendrá fin. Por eso se le dice a Pedro:
Sígueme,
en cambio de
Juan se dice: Si quiero que se
quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?
Tú, sígueme.
«Tú, sígueme por la imitación en soportar las
dificultades de esta vida; él, que permanezca así hasta mi venida
para otorgar mis bienes». Lo cual puede explicarse más claramente
así: «Sígame una actuación perfecta, impregnada del ejemplo de mi
pasión; pero la contemplación incoada permanezca así hasta mi venida
para perfeccionarla».
El seguimiento de Cristo consiste, pues, en una
amorosa y perfecta constancia en el sufrimiento, capaz de llegar
hasta la muerte; la sabiduría, en cambio, permanecerá así, en estado
de perfeccionamiento, hasta que venga Cristo para llevarla a su
plenitud. Aquí, en efecto, hemos de tolerar los males de este mundo
en el país de los mortales; allá, en cambio, contemplaremos los
bienes del Señor en el país de la vida.
Aquellas palabras de Cristo:
Si quiero que se quede hasta que yo
venga, no debemos entenderlas en el sentido de
permanecer hasta el fin o de permanecer siempre igual, sino en el
sentido de esperar; pues lo que Juan representa no alcanza ahora su
plenitud, sino que la alcanzará con la venida de Cristo. En cambio,
lo que representa Pedro, a quien el Señor dijo:
Tú, sígueme, hay que
ponerlo ahora por obra, para alcanzar lo que esperamos. Pero nadie
separa lo que significan estos dos apóstoles, ya que ambos estaban
incluidos en lo que significaba Pedro y ambos estarían incluidos en
lo que significaba Juan. El seguimiento del uno y la permanencia del
otro eran un signo. Uno y otro, creyendo, toleraban los males de
esta vida presente; uno y otro, esperando, confiaban alcanzar los
bienes de la vida futura.
Y no sólo ellos, sino que toda la santa Iglesia,
esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones
presentes, para alcanzar la felicidad futura. Pedro y Juan fueron,
cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro
caminaron por la fe, en la vida presente; uno y otro habían de gozar
para siempre de la visión, en la vida futura.
Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles,
recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y
desatar los pecados, para que fuese el piloto de todos los santos,
unidos inseparablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las
tempestades de esta vida; y, por esto, Juan, el evangelista, se
reclinó sobre el pecho de Cristo, para significar el tranquilo
puerto de aquella vida arcana.
En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata
y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien bebió, en la fuente del
pecho del Señor, para enseñarla con su predicación, la doctrina
acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y
era Dios –y lo demás acerca de la divinidad de Cristo, y aquellas
cosas tan sublimes acerca de la trinidad y unidad de Dios, verdades
todas estas que contemplaremos cara a cara en el reino, pero que
ahora, hasta que venga el Señor, las tenemos que mirar como en un
espejo y oscuramente–, sino que el Señor en persona difundió por
toda la tierra este mismo Evangelio, para que todos bebiesen de él,
cada uno según su capacidad.