Oficio de Lectura,
3 de
septiembre,
San Gregorio Magno,
Papa y doctor
de la Iglesia
Por amor a Cristo, cuando hablo
de él, ni a mí mismo me perdono
De las homilías de san
Gregorio Magno, papa, sobre el libro del profeta Ezequiel
Libro 1,11, 4-6
Hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la
casa de Israel. Fijémonos cómo el Señor
compara sus predicadores a un atalaya. El atalaya está siempre en un
lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca. Y todo aquel
que es puesto como atalaya del pueblo de Dios debe, por su conducta,
estar siempre en alto, a fin de preverlo todo y ayudar así a los que
tiene bajo su custodia.
Estas palabras que os dirijo resultan muy duras
para mí, ya que con ellas me ataco a mí mismo, puesto que ni mis
palabras ni mi conducta están a la altura de mi misión.
Me confieso culpable, reconozco mi tibieza y mi
negligencia. Quizá esta confesión de mi culpabilidad me alcance el
perdón del Juez piadoso. Porque, cuando estaba en el monasterio,
podía guardar mi lengua de conversaciones ociosas y estar dedicado
casi continuamente a la oración. Pero desde que he cargado sobre mis
hombros la responsabilidad pastoral, me es imposible guardar el
recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos
asuntos.
Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas,
ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con
frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular;
otras veces tengo que ocuparme de asuntos de orden civil, otras, de
lamentarme de los estragos causados por las tropas de los bárbaros y
de temer por causa de los lobos que acechan al rebaño que me ha sido
confiado. Otras veces debo preocuparme de que no falte la ayuda
necesaria a los que viven sometidos a una disciplina regular, a
veces tengo que soportar con paciencia a algunos que usan de la
violencia, otras, en atención a la misma caridad que les debo, he de
salirles al encuentro.
Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan
diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para
dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra?
Además, muchas veces, obligado por las circunstancias, tengo que
tratar con las personas del mundo, lo que hace que alguna vez se
relaje la disciplina impuesta a mi lengua. Porque, si mantengo en
esta materia una disciplina rigurosa, sé que ello me aparta de los
más débiles, y así nunca podré atraerlos adonde yo quiero. Y esto
hace que, con frecuencia, escuche pacientemente sus palabras, aunque
sean ociosas. Pero, como yo también soy débil, poco a poco me voy
sintiendo atraído por aquellas palabras ociosas, y empiezo a hablar
con gusto de aquello que había empezado a escuchar con paciencia, y
resulta que me encuentro a gusto postrado allí mismo donde antes
sentía repugnancia de caer.
¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya
soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña,
sino que estoy postrado aún en la llanura de mi debilidad? Pero el
Creador y Redentor del género humano es bastante poderoso para darme
a mí, indigno, la necesaria altura de vida y eficacia de palabra, ya
que por su amor, cuando hablo de él, ni a mí mismo me perdono.
Oración
Oh Dios, que cuidas a tu pueblo con misericordia y
lo gobiernas con amor, concede el don de sabiduría, por intercesión
del papa san Gregorio Magno, a quienes confiaste la misión del
gobierno en tu Iglesia, para que el progreso de los fieles sea el
gozo eterno de sus pastores. Por nuestro Señor Jesucristo.