Seremos saciados con la visión de la
Palabra
De los sermones de
san Agustín, obispo
Sermón
194, 3-4
¿Qué ser humano podría conocer todos los tesoros
de sabiduría y de ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la
pobreza de su carne? Porque, siendo rico, se hizo pobre por
vosotros, para enriqueceros con su pobreza. Pues cuando asumió la
condición mortal y experimentó la muerte, se mostró pobre: pero
prometió riquezas para más adelante, y no perdió las que le habían
quitado.
¡Qué inmensidad la de su dulzura, que escondió
para que los que lo temen, y llevó a cabo para los que esperan en
él!
Nuestro conocimientos son ahora parciales, hasta
que se cumpla lo que es perfecto. Y para que nos hagamos capaces de
alcanzarlo, él, que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo
semejante a nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a
semejanza de Dios: y, convertido en hijo del hombre –él, que era
único Hijo de Dios–, convirtió a muchos hijos de los hombres en
hijos de Dios; y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su
forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la
forma de Dios.
Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Pues ¿para
qué son aquellos tesoros de sabiduría y de ciencia, para qué sirven
aquellas riquezas divinas sino para colmarnos? ¿Y para qué la
inmensidad de aquella dulzura sino para saciarnos? Muéstranos al
Padre y nos basta.
Y en algún salmo, uno de nosotros, o en nosotros,
o por nosotros, le dice: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria.
Pues él y el Padre son una misma cosa: y quien lo ve a él ve también
al Padre. De modo que el Señor, Dios de los ejércitos, él es el Rey
de la gloria. Volviendo a nosotros, nos mostrará su rostro; y nos
salvaremos y quedaremos saciados, y eso nos bastará.
Pero mientras eso no suceda, mientras no nos
muestre lo que habrá de bastarnos, mientras no le bebamos como
fuente de vida y nos saciemos, mientras tengamos que andar en la fe
y peregrinemos lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de
justicia y anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de
Dios, celebremos con devota obsequiosidad el nacimiento de la forma
de siervo.
Si no podemos contemplar todavía al que fue
engendrado por el Padre antes que el lucero de la mañana, tratemos
de acercarnos al que nació de la Virgen en medio de la noche. No
comprendemos aún que su nombre dura como el sol; reconozcamos que su
tienda ha sido puesta en el sol.
Todavía no podemos contemplar al Único que
permanece en su Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba.
Todavía no estamos preparados para el banquete de nuestro Padre;
reconozcamos al menos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.