Oficio de lectura,
27 de agosto,
Santa Mónica
Alcancemos la sabiduría eterna
Del libro de las Confesiones de
san Agustín, obispo
Libro 9,10,23-11,28
Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti
conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos
designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo
solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la
casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde,
apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo
viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy
dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo
que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente,
que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la
boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la
fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas
palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel
día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando
despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo:
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida.
Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no
espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi
vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano
católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que
te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la
felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días
o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día
sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros
acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a
mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de
interrogación:
«¿Dónde estaba?»
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad aquí a vuestra madre».
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a
que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país
lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la
mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:
«Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar
en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el
altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento
suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se
agravaba.
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo
tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y
bendita.
Oración
Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las
lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo
Agustín, concédenos, por intercesión de madre e hijo, la gracia de
llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón. Por
nuestro Señor Jesucristo.